Algunas regiones del mapa de la literatura francesa de las últimas décadas se las reparten Virginie Despentes y Michel Houellebecq, autores con ideas bastante rotundas sobre el mundo, lejanas a la moderada avenida del medio y que tocan, en diferentes antros, las canciones que baila la época. Pero si los acordes de Despentes machacan sobre los riesgos de ser mujer, la prostitución y las vidas trash, las novelas de Houellebecq son un compacto de autodesprecio, con dosis leves de misoginia y anotaciones sobre una sociedad abúlica que se dirige a una desintegración lenta pero constante, como una catástrofe que ocurre en cámara lenta.
En Serotonina, Houellebecq vuelve a la carga, como un reloj que sincroniza de manera inquietante con los temas actuales, sobre algunos de los tópicos que lo obsesionan: la idea de que la mujer es una deidad incomprensible (la forma que toma aquí esa misoginia leve) y el amor, entonces, es algo humanamente inaccesible; la derrota social frente a la posibilidad de que el mundo sea algo más que un mero campo de batalla; y, frente a los mencionados derrumbes, la sumersión en una vida privada y discreta que apunte a minimizar el sufrimiento.
Es por esto que el personaje principal del libro, Florent –Claude Labrouste, que detesta su nombre, tanto como su existencia, por considerarlo amanerado–, se retira del mundo de un modo literal: inspirado en un documental llamado Desaparecidos voluntarios, abandona el piso que comparte con una mujer japonesa a la que considera demasiado aspiracional y pretenciosa y con ambiciones sexuales insaciables; deja su trabajo en el Ministerio de Agricultura, transfiere su dinero a una nueva cuenta y busca dar con un hotel cuya única característica sea que acepte fumadores.
De ahí en más, y montado a una droga llamada Captorix –"un comprimido pequeño, blanco ovalado, divisible" que aumenta la serotonina en sangre a cambio de la pérdida de la libido y la impotencia sexual–, Florent recorre el territorio francés, visita a un ex compañero de estudios, un aristócrata gustoso de las armas que se aglutina junto a un colectivo de agricultores para interceptar el camino del empobrecimiento al que los está llevando las políticas no proteccionistas de la Unión Europea: los chalecos amarillos y el diario dentro de la ficción.
En Serotonina, Houellebecq pone en reversa el contrato social y, a diferencia de los teóricos del pacto civil de convivencia que colocan al hombre junto a otros hombres, va alejando a Florent hacia los bosques semiurbanos. Solo que, a diferencia del buen salvaje rousseauniano –que recogía frutos de los árboles para resolver su subsistencia–, lo hace con más de medio millón en la cuenta bancaria y bajo la dinámica de un tour gastronómico en soledad que le permiten, entre bocado y bocado de bogavante, evocar los amores perdidos que lo convocan al hundimiento.
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