En el cuarto de al lado
Una despareja comedia sexual sobre curiosas costumbres victorianas
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Autora: Sarah Ruhl / Dirección y adaptación: Helena Tritek / Intérpretes: Gloria Carra, Luciano Cáceres, Esteban Meloni, Victoria Almeida, Gipsy Bonafina, Erica Spocito y León Bara / Escenografía y vestuario: Eugenio Zanetti, con la participación de Sebastián Sabas / Luces: Jorge Pastorino / Sonido: Mariel Ostrower / Producción: ¿Cuál es su gracia? / Sala: Apolo / Duración: 120 minutos.
Nuestra opinión: buena.
Así como el psicoanálisis les debe mucho a aquellas histéricas que empezó a estudiar Freud hace más de un siglo, también la industria del vibrador de fines del XIX tiene su deuda con estas neuróticas que, desde tiempos lejanos, se expresaron a través de síntomas psicosomáticos, sin base orgánica. Aunque no es una patología privativa de las mujeres, ellas la han sufrido en mayor escala a través de los siglos, en buena medida debido a la particular represión social y religiosa de que fueron objeto. En 1880, bajo el peso de la moral de la época, las señoras norteamericanas de la alta burguesía que manifestaban rasgos de histeria solían ser tratadas por un médico que les aplicaba un reciente invento, el vibrador eléctrico, con el fin de provocarles el "paroxismo catártico". Lo irónico del caso es que los propios maridos llevaban del brazo a sus -por educación- remilgadas esposas para que consiguieran algo que ellos -por mojigatez muy instalada- no podían procurarles. De estas mujeres, de estos hombres habla la obra de la joven, prolífica y aclamada dramaturga estadounidense Sarah Ruhl, representada por primera vez en nuestro país.
Vale dejar aclarado que este comentario remite a la adaptación realizada por la directora Helena Tritek (no figura traductor en el programa de mano), porque lo que se ve y se oye en el escenario del Apolo no se condice del todo con los análisis que recibió la pieza en 2009 por parte de la crítica neoyorquina. Ciertamente, también puede haber una lectura diferente del texto original en esta versión suntuosamente escenografiada y vestida por Eugenio Zanetti, con ese plus que lo caracteriza para que se luzca su trabajo, en esta oportunidad subrayando las voluptuosas líneas del art nouveau, todavía en pañales en 1880, pero que viene a cuento para oponerlas a las rígidas restricciones en material de placer sexual. Asimismo, el vistoso vestuario femenino, con sus corsés y polisones, es un apropiado reflejo de usos y costumbres.
Situaciones picantes
Sarah Ruhl, una escritora que se declara feminista "desde que me puse los primeros tacos altos", ya ha puesto en evidencia en otras obras su interés por el enfoque y la problemática femeninos. Aquí eligió el tono de comedia un tanto naïve para narrar situaciones picantes, por momentos delirantes, con el claro objetivo de referirse a la situación de las mujeres en algún lugar del estado de Nueva York a fines del siglo XIX, poniendo al descubierto el alto grado de sometimiento de ellas, en todas las áreas, a los dictados patriarcales en general y a la absoluta autoridad de sus maridos. A la vez, Ruhl se fascinó al leer un estudio de género - Tecnologías del orgasmo , de Rachel Maines-, sobre la historia y las aplicaciones del primitivo vibrador eléctrico. Casi coincidentemente, el año pasado la directora Tanya Wexler presentó el film Oh, my God! ( Hysteria ), sobre el presunto inventor -y suministrador- del vibrador, el inglés Joseph Mortimer Granville. Así es que en la era de la pornografía en la Red y en el cable, de los films cada vez más explícitos sexualmente, se vuelve la mirada a una época donde tantas personas ignoraban su anatomía y su potencial erótico.
Más allá de las probables modificaciones, la impresión es que la notable puestista Tritek no parece haber dado con el tono y el ritmo requeridos por una obra de un solo decorado -dos habitaciones simétricas-, con múltiples entradas y salidas del living, tránsitos de y hacia el consultorio. Lo que acaso debió ser una especie de vodevil más acelerado, con una narrativa mejor sostenida y ascendente, deviene una mera repetición de gestos (los significativos olvidos de los pacientes, por ejemplo). De todos modos, queda en pie el retrato de a ratos incisivo de una sociedad pacata, de unos personajes femeninos que, por diversos caminos, hacen el descubrimiento de sus deseos sexuales y amorosos, aunque no puedan nombrarlos. Ciertamente, las escenas del uso del vibrador en la camilla, bajo las sábanas, que causan impacto al comienzo, terminan por resultar rutinarias, así como rozan la chabacanería las que muestran la aplicación del aparato en el personaje masculino. Pero es justamente el actor que encarna a este pintor prerrafaelista ridículo que perdió el tren, Esteban Meloni, quien mejor da ese registro de comedia un toque lunática. Muy bueno el rendimiento de Gipsy Bonafina en la aplomada asistente que también tiene su epifanía.
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