
Inolvidables Piccoli de Podrecca
Vinieron por primera vez a la Argentina en 1922 y volvieron quince años después. Así lo declara un programa del teatro Ateneo, de Buenos Aires, en cuya cubierta, amarillenta ya, se lee la fecha: 1937. Fue entonces cuando quien escribe esta columna, cercano a cumplir los doce años de edad, vio por primera vez a los Piccoli de Podrecca. Muñecos, sí; marionetas, mejor dicho, manejadas con varillas, capaces de crear una ilusión de realidad lindante por momentos con la alucinación.
Vittorio Podrecca era periodista, escritor, crítico de arte y secretario de la ilustre academia musical Santa Cecilia, de Roma. En 1912 se propuso desarrollar el teatro de marionetas llevándolo a un nivel excepcional de calidad. Lo bautizó Teatro dei Piccoli, que no significaba, como erróneamente se creía, Teatro de los Niños, sino -con las palabras del propio Podrecca- Teatro de los Actorcitos de Madera. De esas pequeñas criaturas demasiado parecidas a los humanos de carne y hueso y, a la vez, capaces de ejecutar hazañas vedadas a los mortales, de criticarlos, burlándose de sus debilidades, y de transportarlos a una esfera donde verdaderamente los sueños más atrevidos de los artistas y de los poetas se hacen realidad. Meyerhold, el más vanguardista de los directores de escena rusos (así le fue: el régimen de Stalin lo despachó a un campo de concentración, donde murió, en circunstancias nunca aclaradas, en 1942, a los 68 años), aspiraba a trabajar con marionetas antes que con actores, cuyos berrinches y caprichos lo habían hartado.
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"Los Piccoli -informa el programa del Ateneo- son un espectáculo de ópera y de music-hall. El sincronismo del canto y de la vida escénica resulta tan perfecto que crea una ilusión que encanta y cautiva. Los Piccoli (advierte en letras mayúsculas, para disipar equívocos) no son un espectáculo de marionetas, como vulgarmente podría creerse." Retoma las minúsculas para aclarar: "Es, más bien, un desarrollo extremo de la idea de la marioneta, una estilización".
A tal punto se provocaba la ilusión de realidad, que la vista se adaptaba perfectamente a la escala de los menudos personajes, asimilando imaginariamente sus dimensiones a las de una humanidad normal. Capaces, sin embargo, de dar una vuelta completa de la cabeza, de 360 grados, o de estirar el cuello hasta longitudes inverosímiles. Porque el humor y la fantasía eran pilares del espectáculo.
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En la memoria de este cronista permanecen tan sólo dos detalles de la representación a la que asistió, hace 65 años. Uno, la delirante actuación del "más pequeño y más cómico pianista", que cerraba la función: un monstruito melenudo que, al tiempo que agitaba su exacerbada pelambre al compás de una polonesa furibunda, destripaba el minúsculo piano víctima de su temperamento apasionado. Otro -el más preciso-, la incesante rotación de una sombrilla, de la que se servía una no menos temperamental soprano, la Signora Strampoloni (entre cajas, la mujer de Podrecca, Lía, cantante de coloratura), mientras entonaba, cada vez más aceleradamente, el vals "Voces de primavera", de Strauss. La sombrilla giraba y giraba hasta convertirse en una suerte de hélice que arrastraba a la emisora de incesantes gorgoritos a la estratosfera.
En su momento, LA NACION opinó (así lo reproduce el programa en cuestión): "Ingenioso y divertido espectáculo, animado, muy vistoso, curioso para toda clase de espectadores". La Segunda Guerra Mundial estalló mientras Podrecca y sus 800 (1200, según otros) muñecos recorrían en gira esta zona del planeta. Y aquí se quedaron, varios años, hasta que pasó el vendaval y regresaron a Italia, donde el creador de los Piccoli murió en Roma, donde había nacido.





