La última sesión de Freud
La última sesión de Freud, de Mark St. Germain / Adaptación y dirección: Daniel Veronese / Elenco: Jorge Suárez y Luis Machín / Diseño de escenografía: Diego Siliano / Diseño de vestuario: Laura Singh / Diseño de iluminación: Marcelo Cuervo / Producción general: Sebastián Blutrach y Daniel Grinbank / Sala: Multiteatro / Duración: 80 minutos.
Nuestra opinión: buena.
La misma mañana en la que Inglaterra ingresa en la Segunda Guerra Mundial se produce el encuentro entre dos intelectuales de tan enorme prestigio como diferencias en sus intereses y creencias: el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, y C. S. Lewis, un eminente escritor e intelectual perteneciente a la Universidad de Oxford, ateo durante parte de su vida y converso fanático luego de una discusión sobre el tema con su gran amigo J. R. R.Talkien. Y es precisamente esa conversión -y no la creencia permanente- lo que a Freud le ha interesado de este hombre. Quiere comprender esa conversión en un momento en el que él sabe que su vida está llegando a su fin. Ya ha tomado la decisión de provocarse la muerte -asistido por su médico personal- para salir del enorme dolor que le produce ese cáncer de paladar que lo obligó, tras más de treinta operaciones, a utilizar un implante lacerante y doloroso. Y así es que esta obra de tesis ofrecerá las disquisiciones de estos dos intelectuales en torno a un único tema: la existencia, o no, de Dios. Y en torno a eso aparecerán, como es lógico, la sexualidad, la práctica psicoanalítica y, en sutiles pinceladas, la biografía de cada uno de los dos personajes.
Desde el punto de vista de la dramaturgia hay que decir que la obra es precisamente aquello que pretende. Las dos tesis en tensión -la creencia y el ateísmo- aparecerán inteligentemente retratadas con un seguimiento fiel a las ideas ofrecidas por ambos intelectuales. St. Germain manifiesta un profuso conocimiento sobre las ideas y la vida de Freud y Lewis. Pero más allá de esto hay que señalar la enorme eficacia del texto en toda su convencionalidad. Los chistes, todos y cada uno de ellos, están puestos en el lugar justo y distienden la situación para segundos después volver a doblar la apuesta. Para aumentar la eficacia dramática y a sabiendas de que desde el conflicto de la escena poco ocurre, St. Germain le dio el marco de la guerra y la amenaza de bombardeo sobre Londres como forma de tensionar este texto de un enorme sofismo. Se podrían sí cuestionar algunos de los argumentos ya que, por ejemplo, el momento en el que Lewis cuestiona a Freud por el hecho de tener imágenes religiosas sobre su escritorio -como forma de argumentar la artificialidad del ateísmo- significa creer que un hombre de la talla de Lewis no conociera el régimen estético que afecta a ese tipo de imágenes.
Ante tanta convencionalidad, Veronese sabía que todo su trabajo debía estar puesto en la dirección de estos dos enormes actores, Jorge Suárez y Luis Machín, puesto que incluso desde el espacio poco había para hacer. Ese trabajo focalizado se percibe en lo ajustado del ritmo y en el conocimiento de lo que el texto pretende hacer en cada una de sus partes. Así el director elige momentos cruciales para hacer que los actores rompan la intimidad de la escena y lancen, muy cada tanto, un parlamento directo a la platea. La representación de la enfermedad de Freud es probablemente uno de los grandes aciertos escénicos ya que, apoyado en el talento interpretativo de Suárez, se vuelve profundamente revulsivo en todo su realismo.
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