Madeleine Renaud y Jean-Louis Barrault, visitas ilustres
El martes último conocí a la doctora en historia Hebe Carmen Pelosi, del Conicet, especialista en las relaciones culturales franco-argentinas, cuya trascendencia informa mucho de lo que en nuestro país se hizo en múltiples disciplinas, no sólo artísticas (en este sentido, el rubro más importante, sin duda) sino también científicas, técnicas y comerciales.
El motivo de la entrevista: cómo se vivió aquí la presencia, en tres ocasiones, de la compañía Madeleine Renaud-Jean-Louis Barrault, y si esas visitas tuvieron alguna influencia sobre nuestra actividad teatral.
En 1950 llegaron por primera vez Renaud-Barrault y actuaron, como era tradicional en los elencos extranjeros prestigiosos, en el Odeón. Le expliqué a la doctora Pelosi que mis magras finanzas de entonces me impidieron asistir a las representaciones, pese a lo cual procuré acercarme al acontecimiento como pude. Iba al Odeón a último momento, cuando ya caía el telón final; aprovechaba la salida del público para entrar en la sala y, por lo menos, ver de lejos a esos actores míticos, cuyo solo nombre evocaba para mí las glorias del teatro de Francia. La pareja joven estaba formada por Simone Valère y Jean Dessailly; el galán cómico era Jean-Pierre Grandval, hijo de la Renaud y de uno de sus maridos, que figuraba en el elenco como característico.
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Esa primera visita dejó en nuestro medio una consecuencia importantísima, cuyos ecos llegan hasta hoy. La prodigiosa capacidad mímica de Barrault nos hizo redescubrir la expresión corporal, hasta entonces relegada a favor de la expresión oral.
Nuestras escuelas de teatro (no había muchas en esa época) registraron de inmediato la novedad y los alumnos sintieron en sus articulaciones el rigor de la nueva disciplina. Las improvisaciones ya no fueron tan sólo el clásico indagar en la memoria afectiva, según el método de Stanislavsky, sino que incorporaron (nunca mejor empleado el verbo) técnicas gimnásticas que, si bien ya se cultivaban con cautela, adquirieron de pronto una trascendencia mantenida hasta hoy.
Las enseñanzas de Etienne Decroux, los juegos de Chancerel, se convirtieron en materias tan importantes como la proyección de la voz, o la articulación de las palabras. A tal punto, que hoy en día los excesos acrobáticos nos han llevado al otro extremo: a veces cuesta entender lo que dicen los intérpretes más jóvenes.
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La segunda visita de Renaud-Barrault, en 1954, me encontró con un bolsillo más holgado y pude asistir a varios de sus espectáculos. Recuerdo una observación de Héctor Bianciotti, a cuyo grupo de teatro yo pertenecía: "Fijate -me dijo- cómo la Renaud no hace jamás un gesto brusco, cómo enlaza los movimientos sin quebrar nunca la línea: es casi un ballet".
Pero la maravilla absoluta de Madeleine Renaud era su voz, audible hasta en el susurro, capaz de llenar la vastedad del Colón con un soplo apenas en Le livre de Christophe Colomb , de Claudel, cuando la reina Isabel, ya muerta, dice (en francés, claro): "¡Qué alegría estar en el cielo!".
La Renaud (1900-1994) entró a la Comedia Francesa en 1921 y permaneció allí quince años, mientras se consolidaba su popularidad gracias al cine sonoro. En 1936 conoció a Barrault (1910-1994) y se unió a él, pero no formaron compañía juntos hasta 1946: debutaron con la versión de André Gide de Hamlet .
El público argentino conocía a Barrault a través del cine, sobre todo en El puritano , un film notable, en el que Viviane Romance, símbolo sexual francés de los años 30-40, encarnaba a la eterna tentación.
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En la tercera visita de la célebre compañía, en 1961, se produjo el incendio del Teatro Cervantes, en el que acababan de debutar. El veloz reflejo de un funcionario, Víctor Roo, quien hizo bajar rápidamente el telón de acero, limitó el desastre al escenario, el resto del espléndido edificio se salvó. Ahora habría que rescatarlo de la implacable erosión de los años y de una inexplicable escasez presupuestaria.
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