Molière: un dramaturgo contra el doble discurso
En la cartelera porteña figuran hoy dos obras de Molière: El misántropo y El avaro. Hace poco bajó de cartel Tartufo, en la versión de Roberto Cossa. Se ensaya en el San Martín Las mujeres sabias (1672), como el primer estreno de la temporada, dirigida por Willy Landín. De vez en cuando, reaparece la divertidísima Anfitrión, o El burgués gentilhombre, o las maravillosas Travesuras de Scapin. Tan sólo Shakespeare le disputa en Buenos Aires a su colega francés esta preferencia, y sabemos que lo mismo sucede con el cada día más pujante y calificado teatro del interior.
Es evidente que el público argentino encuentra en Molière -a tres siglos y medio de distancia- un vehículo adecuado para expresar sus preocupaciones, sus cóleras, sus desconciertos; también, sus aspiraciones y hasta sus nostalgias. En las tres primeras obras citadas al comienzo de la columna, el incisivo análisis psicológico de los protagonistas, característico del dramaturgo, destaca algo que entre nosotros se ha hecho cotidiano, casi folklórico: el doble discurso. Tartufo, en la pieza que lleva su nombre, y Harpagón, protagonista de El avaro, son maestros en la materia: ambos procuran convencer a los demás de su honestidad (para también, de paso, convencerse a sí mismos) mediante complejas elaboraciones verbales. En este sentido, el avaro es, hasta cierto punto, menos culpable que el hipócrita, porque su afecto por el dinero tiene algo de instinto animal, en tanto que el otro es puro cálculo mezquino.
Alcestes, en cambio, el titular de El misántropo, es todo lo contrario de aquellos dos. Demasiado contrario, y esto Molière lo subraya sagazmente: el idealista que aspira a suprimir por completo la hipocresía en las relaciones humanas y a prescindir de las más elementales normas de cortesía se equivoca al juzgarlas simple adorno mundano, convencionalismo o prejuicio de salón. Alcestes se propone decir la verdad y nada más que la verdad a sus prójimos, sin reparar en que las fórmulas protocolares y la atenuación de las agresiones es, justamente, lo que impide que nos acogotemos por la calle en cuanto surgen las inevitables diferencias y contradicciones humanas.
¿Hace esto de Molière un moralista? No, lo hace un escéptico. Sabe que existen valores sin los cuales el hombre no merece serlo; sabe también que no es fácil sujetarse a esa escala de restricciones. Por eso, siempre por debajo de la sonrisa y hasta la carcajada con que legítimamente se premia su ingenio, no se oculta del todo la mueca del desengaño. Nacido en París en 1622 y muerto en la misma ciudad en 1673 -su verdadero nombre era Jean-Baptiste Poquelin-, no conoció otro rey que el longevo Luis XIV, el de las caudalosas pelucas, el protocolo inflexible y las guerras inútiles casi todas. Y si bien el rey lo protegió y concedió a su troupe el codiciado título de comédiens du roi, no siempre pudo conjurar las intrigas con que los poderosos enemigos de Molière (inevitable que los tuviera) intentaron y muchas veces consiguieron impedir que estrenara, o lograra hacerlo tras considerable demora. Tartufo (1669) padeció la censura durante cinco años, y las damas de la corte se enfurecieron al verse retratadas en Las mujeres sabias, así como las burguesas con Las preciosas ridículas y los médicos con El enfermo imaginario.
Hace como cuarenta años que no se representa aquí la más amarga de las comedias de Molière, Georges Dandin, de 1668, que merece, en el imprescindible Diccionario Bompiani, este comentario: "Sombrío triunfo del vicio". Tal vez convendría aprovechar este también sombrío momento del mundo, para mostrar aquí, donde hay tanto público adicto, la más íntima faceta del genial dramaturgo francés.





