
Una danza tormentosa
1 minuto de lectura'
La tempestad, coreografía de Mauricio Wainrot (sobre la obra de Shakespeare). Música: Philip Glass. Vestuario y escenografía: Carlos Gallardo. Iluminación: Eli Sirlin. Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. Dirección: Mauricio Wainrot. Teatro San Martín.
Nuestra opinión: bueno
En el piso, innúmeros barquitos de papel. Próspero, mago y depositario de una tradición hermética, recorre el saber condensado en los libros que lo acompañan en su exilio. Y, detrás de él, cuatro enormes ventiladores: ese sobrio planteo escénico preludia las tormentas, climáticas y anímicas, que sobrevendrán en esta versión de La tempestad, transcripta en códigos de danza por Mauricio Wainrot para el Ballet Contemporáneo del San Martín.
La apuesta es ambiciosa porque se trata de una de las piezas más complejas de Shakespeare, la última -y única original- del genio de Albión. Complejidad comparable a la de Sueño de una noche de verano, a la que, dicho sea de paso, se le animó John Neumaier en otra destacable traslación a la danza. No han de haber sido pocas las dificultades que debió afrontar el coreógrafo argentino para consolidar esta andadura, cuya extensión -una hora y tres cuartos, sin interrupción- resulta un tanto excesiva y agobiante; cuando menos, acredita el mérito de haber afrontado un proyecto de dimensiones infrecuentes.
Desde hace un cuarto de siglo o más, los festivales internacionales de teatro, de Nancy a Caracas, fueron vidriera de múltiples interpretaciones de esta formidable invención shakespeareana que condensa los arquetipos del intelecto-espíritu versus naturaleza-salvajismo: el sabio Próspero y el genio Ariel, el monstruo Calibán, el traidor Antonio (hermano de Próspero, que le arrebata el ducado de Milán y lo destierra), el amago de venganza, el amor de Miranda y Fernando, y el perdón final que restablece el orden.
Lejos de las expresiones experimentales que pulularon en el campo del teatro, Wainrot es consecuente con su estética y transita por este universo de alegorías y arquetipos con un lenguaje coreográfico formal, sobrio, que oscila entre el neoclásico y el contemporáneo, apoyándose en la proverbial sonoridad de Philip Glass y en la dirección de arte de su infaltable colaborador, Carlos Gallardo, quien resuelve sagazmente los momentos tumultuosos del mar con proyecciones en blanco y negro entre las aspas de los ventiladores. Mención aparte merecen las alternancias lumínicas de Eli Sirlin, con "calles" que aportan cierta tenebrosidad expresionista desde los laterales, suavizada con destellos ámbar en el proscenio.
Vigorosos intérpretes
En la versión de Wainrot, Ariel (el genio "apolíneo" de la isla) ha sido cuadriplicado y adquiere una preponderancia decisiva, y esto se advierte ya desde el bello dúo inicial del Ariel número uno (figura andrógina, corporizada por Wanda Ramírez con asombrosa precisión en el manejo de la energía y los diseños) con Próspero, un Ernesto Chacón Oribe sólido en su composición, a la que deberá sostener en sus diversas facetas hasta el final. En su tardía aparición, Calibán adopta una dinámica corporal entre simiesca y desarticulada (verdadero tour de force del versátil Adrián Herrero), en complicidad con la bruja Xycorax, creación de Elizabeth Rodríguez, la integrante acaso más madura de la actual formación de la compañía; la hechicera despliega sus ritos con admirable proyección física, acompañada por un séquito escuálido, poco agresivo en su aquelarre, pero cuya indumentaria conforma la elección más feliz de Gallardo.
Aun en la tesitura profusamente bailada de esta Tempestad , Wainrot no se deja tentar por su habitual proclividad a las cataratas de movimiento continuo; antes bien, dosifica los ritmos que van proponiendo dramáticamente las situaciones en su sucesión. Sólo que esta sucesión es interminable y el espectador desearía que el intenso dúo, previo al final, de Miranda y Fernando (Lucio Rodríguez Vidal y Silvina Cortés, convincentes en su intensidad interpretativa) llegara un ratito antes.
Tanta exposición narrativa diluye el clima de esa isla o microcosmos en el que debe verificarse la alquimia de transmutación, no ya la de Próspero sino la del coreógrafo. En la solidez del rendimiento grupal, en fin, reside el mejor aporte de Wainrot, como director, a esta compañía.





