
Un actor al desnudo
Robert Carlyle, el actor inglés del momento, protagoniza el film "Todo o nada", que se estrena mañana y es uno de las nominados para el Oscar
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NUEVA YORK (Page Up - The New York Times Special Features).- Robert Carlyle lo recuerda como uno de los peores días de su vida. Durante la filmación de "Todo o nada" ("The Full Monty"), retumbaba una canción de Tom Jones en el set de filmación mientras 250 extras mujeres aplaudían, gritaban y silbaban.
Carlyle, un actor respetado y cada vez más popular, comenzó a sacudirse y a menear las caderas. Luego, él y un grupo de actores comenzaron a sacarse lentamente la ropa hasta que se quedaron sin nada más que los sombreros, que usaron para cubrirse las partes pudendas.
Luego, también volaron los sombreros.
"Fue una pesadilla", dice Carlyle, casi estremeciéndose al recordar. "Fue el peor sueño que puede tener un actor. Estar de pie en el escenario totalmente desnudo frente al público."
Sin embargo, esto también lo ayudó a que fuera la revelación del momento. El strip tease, filmado a principios de este año, es el clímax de "Todo o nada", un film de Peter Cattaneo en el que Carlyle, por primera vez en su carrera, es el protagonista.
"Todo o nada" es la historia de seis obreros metalúrgicos desempleados de Sheffield, Inglaterra, que resuelven dedicarse al strip tease para tener algún ingreso y recuperar (craso error) la dignidad que da el trabajo. El strip tease se dejó para los últimos días de filmación.
"El sinvergüenza de Cattaneo había recorrido los clubs donde se hace esto y les pidió a mujeres de verdad que fueran y miraran", dice Carlyle. "Ellas están sentadas y, de repente, aparezco yo y hay muchos aplausos y gritos, porque soy el más conocido de todos por lo que hice en televisión. Bueno, ya me conocían de antes, pero ahora tienen la posibilidad de ver todo el paquete."
Sin duda, no es por su figura estilizada que Carlyle está logrando cada vez más consideración en el mundo del cine. Fue por sus muy buenas actuaciones en "Actos Privados", de Antonia Bird; "La canción de Carla", de Ken Loach, y, sobre todo, como el psicópata Begbie en "Trainspotting", la exitosa película de Danny Boyle.
En todas estas películas, Carlyle fue un actor de reparto. Pero ahora no está desesperado ni mucho menos por ver su nombre encima del título del film.
Carlyle, de 36 años, que es hoy el actor de moda en Gran Bretaña, llamó la atención por primera vez por su actuación, en 1990, en la película "Riff Raff", de Loach, donde personificaba a un ex convicto y obrero de la construcción llamado Stevie. Esa actuación le abrió una serie de ofertas para papeles similares, que rechazó en su totalidad.
"Quería ascender en el mundo, no bajar", aclara, sorbiendo una taza de té en el Hotel Covent Garden de Londres, donde está alojado durante una visita desde su Glasgow natal. "En cambio, formé un grupo de teatro, ÔRain Dog´, que dirigí unos seis o siete años. Descubrí que cuanto más dirigía, me surgían mejores trabajos de actuación."
En busca de lo auténtico
Con el transcurso del tiempo, Carlyle se ganó un lugar como actor dispuesto a hacer casi todo lo posible en busca de la autenticidad. Ejemplos hay varios: Para representar a un conductor de ómnibus en "La canción de Carla", por ejemplo, Carlyle se tomó la molestia de obtener su propia licencia para manejar ese tipo de vehículos.
Para el papel de un homeless en "Safe" de Antonia Bird, vivió durante un breve período en las calles de Londres.
Todo iba bien hasta una noche en la que dos vagabundos escoceses agresivos se le acercaron y le dijeron que estaba sentado en el lugar de ellos.
Por suerte, Carlyle tiene un acento escocés que resulta casi impenetrable y los tres se hicieron amigos instantáneamente, aunque esta amistad duró poco.
Uno de ellos le ofreció al actor un brebaje casero misterioso. Carlyle, ansioso por no delatarse, tomó coraje, bebió un trago ... y pensó que moriría por cómo le quemaba la garganta.
Con respecto al Begbie de "Trainspotting" , Carlyle cuenta que simplemente pensaba en todos los personajes rudos que veía en Glasgow cuando era más joven.
Su madre dejó el hogar familiar cuando él tenía 4 años y el pequeño Robert fue criado por su padre, Joseph, que era un poco hippie. Los dos vivieron en varias comunidades durante su niñez, de la que tiene buenos recuerdos.
"Supongo que mucha gente podría pensar que mi crianza fue extraña, fuera de lo común; pero mientras la viví, para mí no era así", comenta. "No conocía otra forma de vivir. Seguramente no era lo normal, pero ¿qué es normal al fin de cuentas, no?
Al terminar la escuela, Carlyle siguió las huellas de su padre en el negocio de la pintura y la decoración durante cinco años. Un día recibió un certificado de regalo para una librería. Después de elegir el libro que quería, todavía le quedaba alrededor de una libra y 25 chelines. Por lo que se compró además una versión económica de la obra de teatro "Las brujas de Salem", de Arthur Miller. Esto le cambió la vida. Cuando la leyó, dice, quiso empezar a actuar.
"Fue una aparición divina," rememora Carlyle. "Pienso todo el tiempo en ese día. ¿Qué hubiera ocurrido si no me hubiera quedado vuelto? ¿Qué hubiera pasado de haber elegido otro libro que no fuera ése? Parecía destinado especialmente para mí en ese momento; una especie de coincidencia. Ni siquiera puedo recordar cuál fue el primer libro que elegí".
A partir de eso dejó el trabajo, sin decirle a ninguno de los amigos qué pensaba hacer porque le parecía que no entenderían, y se inscribió en clases de actuación en el centro local de artes.
Si bien su carrera se ha construido sobre la representación de perdedores, convictos y otros tipos temibles, Carlyle cree que la clave para actuar es llevar una pizca de humanidad a esos personajes.
Obsesión por la diferencia
Asimismo está obsesionado con hacer que todos los personajes sean diferentes, lo que constituye una de las principales razones por las que desconfía del estrellato, al temer que podría empañar su trabajo en vez de mejorarlo.
De Hollywood le ofrecieron papeles en "Rob Roy" y en "Corazón valiente", pero los rechazó para poder hacer "Trainspotting".
"No tengo ganas de ir a Hollywood sólo con la esperanza de obtener algún papel. Estoy contento con mi vida en Glasgow (donde él comparte la casa con su novia, Anastasia Shirley, una artista del maquillaje). Me ayuda a recordar que lo que hago y lo que está pasando a mi alrededor no es la vida real. Lo que a mí me interesa es el trabajo en primero, segundo y tercer lugar. Ni las fiestas, ni las comidas, ni los programas de entrevistas. No me interesa en lo absoluto el culto a la personalidad."
El cine inglés, fiel a sí mismo
En "Tocando el viento", película que se mantiene en cartel con muy buena respuesta de público, los integrantes de una banda musical formada por trabajadores de una mina de carbón luchan por preservar el conjunto pese al inminente cierre de la industria. En "Todo o nada", film que se estrena mañana, varios despedidos de una acería se juntan para crear un espectáculo de strip tease. En "La camioneta", el más reciente largometraje de Stephen Frears, que fue directamente al video, dos amigos sin trabajo se asocian para montar un sistema ambulante de venta de fast-food.
¿Una tendencia? ¿Simple casualidad? La explicación hay que buscarla en la identidad de las películas británicas, una concepción del cine que triunfa en todo el mundo a partir de una serie de comedias agridulces, de bajos presupuestos, con una estética casi documental y un fuerte sesgo de denuncia social.
El origen de este fenómeno se remonta a mediados de los sesenta, cuando una camada de directores y documentalistas formados en la televisión produjeron un gran cambio en las estructuras del cine inglés. Ken Loach, Tony Gamett, Peter Watkins e incluso Ken Russell, que optó luego por una estética más barroca, son producto de aquel movimiento, que se conoció como "Free Cinema" y cuyo principal referente fue Lindsay Anderson.
Los principales nombres del cine británico de los últimos 20 años, desde Mike Leigh hasta Frears, pasando por Alan Parker, Mike Newell, Neil Jordan, Jim Sheridan, Peter Greenaway y Terence Davies, reconocen, aun en sus diversidades, la influencia de aquella generación de realizadores.
Surgidos en su mayoría también de los sets de televisión y luego financiados por la BBC y el Channel Four, los cineastas de los 80 y los 90 retrataron con una impactante fuerza y sordidez los efectos sociales de las políticas conservadoras de Margaret Thatcher y de John Major.
En este sentido, "Trabajo clandestino" (1982), de Jerzy Skolimowski; "Ropa limpia, negocios sucios" (1985), "Sammy & Rosie van a la cama" (1987), y "Esperando al bebé" (1993), las tres de Frears; "Mi pie izquierdo" (1989) y "En el nombre del padre" (1993), ambas de Sheridan; "La vida es formidable" (1991), "Secretos y mentiras" (1996) y "Simplemente amigas" (1997), dirigidas por Leigh, y "Agenda secreta" (1990), "Riff Raff" (1991) y "Como caídos del cielo" (1993), las tres de Loach, son títulos que quedarán como clásicos, a partir de la potencia y credibilidad de sus historias Hoy, Peter Cattaneo (34 años), el debutante director de "Todo o nada" o Mark Herman (43), realizador de "Tocando el viento", continúan esa línea. Los personajes siguen siendo obreros sin trabajo, mineros en huelga, estudiantes sin futuro, amas de casa que sufren la incomunicación y la falta de deseos sexuales de sus maridos. En definitiva, la más variada gama de perdedores, habitantes de los barrios periféricos y excluidos. Gente patética y querible a la vez, retratada con toda la rabia, pero también con un enorme sentido del humor.
Lo que queda claro es que las nuevas generaciones de cineastas no sólo respetan sino que mantienen el espíritu de sus mayores. Cultivan una identidad. Y esa línea les ha significado una enorme repercusión dentro y fuera de sus fronteras.



