Reseña: Melvill, de Rodrigo Fresán
Alguna vez Roberto Bolaño caracterizó a Herman Melville, referente fundacional de la narrativa norteamericana, como un enigma, portador de distintos valores literarios –como la osadía o la felicidad del que no tiene nada que perder– que son difíciles de asir de manera consciente. Después de su tríptico sobre la imposibilidad de escribir, Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) se sumerge ahora, con una lateralidad cercana, en ese centro de gravedad permanente que es el autor de Moby Dick. Lo hace por medio de una novela imaginaria alrededor de Allan Melvill, padre de Herman, importador de mercancías, viajero, con pedigrí prometedor, pero acuciado por un bucle de desdichas.
Tres ventanas se abren a la invocación que plantea el autor. En un primer momento, el gesto es biográfico: narra las vicisitudes de Melvill, que muere joven, con deudas, a tal punto de que su viuda quita la “e” del apellido para deslindarse. Allí Fresán plantea un diálogo con una estrategia frecuente en su narrativa: combinar un relato enciclopédico, mesurado, con inserts o notas al pie llenas de licencias, pálidos fuegos en los que habla Herman para aclarar, ambientar, o simplemente desbordar. “Pueden llamarme como se les antoja llamarme. O mejor aún: no me llamen. Den tregua y dejen descansar en paz a este desarmado marinero en la armada de los mares y de las letras”, escribe.
En un segundo momento, Fresán circunvala un hecho verídico: Melvill cruza el río Hudson congelado a pie. En esa decisión impera la premisa de Ford Madox Fox cuando construía sus novelas históricas: la exactitud de la que se ocupa es la proeza de las impresiones. Así, imagina al niño Herman al pie de la cama de Melvill, tomando notas, mientras el padre, atado, ve el cielo en el monólogo de una habitación de hospicio. Un abanico de delirios, tumores, metáforas gélidas que se deslizan, con figuras fantasmales de por medio, hacia un horizonte blanquecino. En este plano, el estilo del autor de Historia argentina con sus repeticiones se enciende: “De pronto, así, uno es parte de ese viaje porque uno será inevitablemente viajado por ese viaje.”
En el último capítulo de Melvill el hijo cumple el pedido del padre y lo desata. En sus evocaciones tardías, mientras su escritura está en suspenso, vuelve a la imagen del cuidado, del respeto inevitable, del honor que trasciende más allá de los límites de la carne. “Los muertos que toman nota de nosotros para que nosotros tomemos nota de ellos y a los que a menudo se intenta olvidar solo para comprender que no nos olvidan y que no hacen otra cosa que recordarnos el que jamás podremos olvidarnos”, explica, y en esa clave puede leerse la intrépida rapsodia de Fresán, su propia mirada sobre la “ballena blanca”, aquello que moviliza y a la vez da miedo.
Melvill
Por Rodrigo Fresán
Random House
296 páginas, $ 2999