Dice María Elena Zaccagnini que hay algo inexplicable en nuestra psicología que nos deposita, una y otra vez, en un mecanismo de negación constante de la problemática ambiental. Como si el ambiente, la naturaleza, la biodiversidad, la vida que nos rodea y sostiene fuera algo que sucediera en un mundo paralelo al que solo visitamos en plan turístico. "Sin naturaleza no tenemos alimento, medicina, fibra, ropa, muebles, pero, por algún motivo que no logré desentrañar, a pesar de que llevo muchos años en esto, negamos sistemáticamente la relación entre nosotros y el ambiente", se lamenta.
Por primera vez se cuantificó cuál es el daño planetario. Parte del informe se basó en un trabajo coordinado por María Elena Zaccagnini, pionera en pensar por qué los humanos destruimos eso mismo que nos garantiza la vida.
Esto, para María Elena, ha sido la razón de su vida: una entrega sin cálculos de conveniencia al estudio, profundización y entendimiento crítico sobre cómo elaboramos todas las estrategias imaginables para extraer más recursos en la menor cantidad de tiempo posible, sin medir ninguna consecuencia. Algo que la comunidad científica advierte desde hace tiempo con informes como el que María Elena copresidió en el continente americano para la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (Ipbes), financiado por la ONU. Un informeque, a su vez, sirvió como insumo para un monumental estudio a nivel mundial, integrado por 550 investigadores y copresidido por otra científica argentina, Sandra Díaz, que arrojó un número escalofriante: un millón de especies, entre animales y vegetales, están a punto de desaparecer, y alterarán para siempre los ecosistemas existentes.
Ni el fenómeno neoambientalista despertado por la joven sueca Greta Thunberg, ni los incendios en la Amazonia que, por su espectacularidad, despertaron cierta preocupación internacional con sus respectivos gestos de muecas vacías lograron aún constituir una verdadera conciencia de la situación límite que atraviesa la Tierra. Como si un gran árbol –oscuro e hipnotizante– consiguiera tapar la selva devastada. El informe coordinado por Zaccagnini, que las autoridades ambientales de cada Gobierno tienen en sus escritorios desde marzo de 2018, ya había arrojado una cifra impactante: entre 1980 y 2000 se arrasaron 100 millones de hectáreas de bosques tropicales en todo el mundo, y 42 millones de ellos desaparecieron en América Latina.
Para María Elena, bióloga formada en universidades públicas del interior (Santa Fe y Córdoba), que ha dedicado toda su vida profesional a instalar (y crear) una mirada desde la biodiversidad en el INTA, el problema central está en una disputa semántica: simplificar o complejizar. "La vida es maravillosa y la naturaleza tiene una particularidad: se autorregenera. Las plantas se autorregeneran en la medida en que no simplifiques demasiado la cantidad de relaciones que se tienen que dar para que un proceso ocurra", enseña. Para que los nutrientes estén disponibles para las plantas, el suelo debe contener materia orgánica, organismos que trituren esa materia, microorganismos que recontratrituren, y que estén disponibles para las plantas los minerales, la sustancia en su forma más simple, para que la pueda tomar y así convertirla en biomasa. "Si vos simplificás demasiado esas relaciones, si perdés especies y microorganismos, rompés la resiliencia del sistema y no puede autorregenerar. La desertificación es, justamente, la simplificación de los procesos que hizo que perdieras variedades de especies y rompe todo el sistema socioambiental. Ese concepto de resiliencia vinculado al nivel de complejidad es lo que no queda claro", agrega.
Por algún motivo que no logré desentrañar, a pesar de que llevo muchos años en esto, negamos sistemáticamente la relación entre nosotros y el ambiente.
La presión extractiva sobre los recursos, el cambio climático, la presencia de especies invasoras, la contaminación y la irresponsabilidad están llevando al límite la biodiversidad en América. Hoy, en promedio, las poblaciones de especies son casi un 31% más pequeñas de lo que eran al momento de la colonización europea. Con los efectos en aumento del cambio climático, sumados a los demás factores, se proyecta que esta pérdida alcanzará el 40% para el año 2050. El informe destaca el hecho –en el que María Elena hace hincapié– de que los pueblos indígenas y las comunidades locales habían creado una diversidad de sistemas agroforestales y de policultivo que había logrado aumentar la biodiversidad y moldeado paisajes. Sin embargo, la disociación de los estilos de vida del entorno local se ha deteriorado, por lo cual empujó a las poblaciones a abandonar los ámbitos rurales para radicarse en las ciudades, quebrando así el traspaso de conocimientos centenarios y depositando a millones de personas en la sociedad de consumo.
De las plagas a los aguiluchos
Entender la biodiversidad es, como dice María Elena, entender cómo una serie de entramados y relaciones conforman el ambiente que habitamos, las secuencias interactivas que le dan sentido al caos. A ella, que había entrado al INTA –el organismo que funciona como rueda de auxilio de la producción agropecuaria– para trabajar en el control de aves-plaga, como palomas y cotorras, le bastó encontrarse con una mirada diferente en un posgrado en la Universidad estatal de Colorado. "Entré para matar pájaros y yo nunca maté ni uno, ni desarrollé ningún sistema para eso, ¡me odiaron!", ríe.
En Colorado conoció a John Wiens, director de la maestría, que le habló por primera vez de biodiversidad. "Gracias a él pude hacer la transición, pasar de considerar la vida silvestre como un problema para la agricultura a trabajar en temas de conservación para ver los beneficios de la biodiversidad en la agricultura; fue un cambio total y me dio mucha felicidad: hubiera sido más fácil seguir en el INTA la línea del control de plagas que querer traer al INTA una disciplina que no existía: la biodiversidad no estaba incluida en sus programas como forma de gestión. Ese fue mi aporte", cuenta.
La biodiversidad no estaba incluida en los programas del INTA como forma de gestión. Ese fue mi aporte.
A su regreso de Estados Unidos, tuvo en sus manos la posibilidad de entender en el campo lo que había comprendido en las aulas. Un conocido de la Universidad de Colorado le escribió para contarle que habían detectado un problema de mortandades masivas de aguiluchos langosteros, una especie que habita en Norteamérica, donde estaban censados, y que en octubre de cada año vuelan hacia Centroamérica, luego se dispersan por toda Sudamérica y se concentran en la pampa húmeda, adonde llegan para comerse las tucuras. María Elena hizo algunas averiguaciones y, en el país, nadie tenía idea de qué había pasado. "Supe que tenía que investigarlo", dice.
Con la cabeza y el corazón movilizados, se lanzó a una vorágine que empezó con la difícil tarea de convencer a las autoridades del INTA, para luego conseguir financiamiento del Gobierno de Canadá y marcharse al campo a relevar la información disponible. Y, enseguida, se encontró con mortandades masivas del ave en toda la zona pampeana. Los aguiluchos tenían agroquímicos en las plumas, en sus patas y en el interior de su cuerpo. No solo esa especie estaba muriendo, otras 14 variedades estaban en riesgo por el uso de monocrotofós, un agroquímico que los investigadores descubrieron que se estaba usando mal y en cantidades equivocadas. El impacto del trabajo despertó el interés de Estados Unidos, que decidió financiar el programa. María Elena armó un grupo de trabajo, lo articuló con diversas ONG, formó profesionales y creó una línea interna en el INTA, con un sistema de monitoreo de aves en la región pampeana, que se mantuvo desde 2002 hasta 2014, cuando se empezó a achicar, hasta que hace dos años las autoridades del organismo decidieron discontinuarlo.
Agroquímicos y caja negra
María Elena vuelve una y otra vez sobre ese caso que le abrió toda una nueva perspectiva de pensamiento y reflexión. Se trata de uno de esos puntos en los que la naturaleza y la mano del hombre entran en colisión: la supervivencia de una especie, de un lado; la voluntad y la exigencia del ser humano para producir y extraer más, del otro. María Elena habla de una "caja negra" para referirse a lo que pasa en esos lugares alejados de los centros de consumo, donde el alimento pareciera llegar por arte de magia. "Hay una gran ignorancia sobre esto, en todos los niveles, respecto de la necesaria complejidad para poder producir alimentos: ha ganado la idea simplificada del que tiene la tierra, la semilla, echa fertilizantes, herbicidas, y listo, saca el producto", señala. Y metaforiza: "El ecosistema es la fábrica; los organismos, los microorganismos; los nutrientes, las máquinas y las plantas son el producto. Si una máquina se rompe, hay que tener el conocimiento necesario para entender qué elemento de esa relación biológica se alteró para que deje de funcionar. Ahora, ¿qué pasó en esa caja negra? Pocos lo saben. Mejor dicho, los ingenieros agrónomos sí que lo saben: la sustitución de procesos naturales por insumos industriales, es decir, la simplificación que hace perder el valor de la ingeniería".
Mientras tanto, como lo indica el informe de Ipbes, el proceso de urbanización funciona como una puerta de entrada al consumo feroz y descartable, por lo que provoca una "disociación muy grande entre lo urbano y la naturaleza", dice María Elena. Entonces, con ciudades atestadas y un campo "simplificado e industrializado" se produce, según su mirada, una sinergia de efectos negativos, un deterioro combinado del ambiente: "Hemos perdido gran parte de la biodiversidad para beneficiar la producción de alimento y energía, que son servicios que nos da la naturaleza. Lo que tenemos que preguntarnos es hacia dónde queremos ir. El planeta está en crisis, ¿qué vamos a hacer con esto? ¿Va a quedar en este hermoso informe de Ipbes? Un productor agropecuario, uno industrial, uno forestal, un productor energético… todos tenemos un pedacito de responsabilidad. No podemos seguir así"..
No seguir así, ¿pero quién estaría dispuesto a repensar sus pautas de consumo? María Elena dice que no hay margen. "No podemos continuar con estos patrones de comportamiento, de producción y de consumo, porque el planeta está llegando al límite de su capacidad de carga. ¿Cuánto puede soportar el planeta sin convertirse en algo inhabitable?", se pregunta. Dice, en cambio, que es una "buena señal" la tendencia cada vez mayor –aunque aún irrelevante– de la presencia de productos agroecológicos y orgánicos certificados, como así también el levantamiento de pueblos en el interior contra las fumigaciones en áreas urbanas. "La presión va a ser cada vez más grande", augura.
Ya retirada de su trabajo cotidiano en el INTA, de donde se jubiló en 2015, María Elena pasa sus días en Cerrito, un pequeño pueblo de Entre Ríos, donde tiene su huerta, una pequeña plantación de nueces pecán que comercializa y desde donde organiza su agenda, siempre activa: charlas, conferencias, informes. "Las cosas lindas de la vida no están en el consumo. Tenemos que insistir en eso", dice. "Soy una persona optimista", asegura. ¿Habrá alguna manera de salirse del estado de negación que nos impide comprender hacia dónde estamos yendo? "El tema ambiental querrán que no entre en las agendas, pero va de abajo hacia arriba. Tarde o temprano va a haber una reacción: Greta es un ejemplo. También puede darse lo que yo llamo la selección en contra porque estamos destruyendo nuestro medio de vida, no solo el nuestro, sino el de todas las especies, por una ambición desenfrenada, infundada. Pero va a haber un retorno, estoy segura; la esperanza es lo último que se pierde".
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