Charly García y la casa de la vida loca
El lugar donde se gestaron Say No More y otros discos emblemáticos será un centro cultural. Su historia expone aventuras creativas y al músico vestido de bombero. Un documental de Alejandro Chomski se filmó ahí y se proyecta sobre sus paredes
Graceland, la residencia de Elvis en Memphis, el caserón invisible por la paredes inexpugnables que Sandro levantó en Banfield o el laberinto que diseñó el Indio Solari en Parque Leloir podrían ser parte de una larga lista de casas de músicos notables que alcanzaron fama propia. Son sitios de una arquitectura apátrida, aunque cada uno tenga un estilo, ladrillos convertidos en monumentos sin que nadie lo supiera de antemano. Como el departamento de Charly García en Coronel Díaz casi esquina Santa Fe, que hace unos años fue centro de la atención por un grupo que hizo campaña en Facebook para cambiar el nombre de la avenida por el del músico. ¿El leitmotiv? “Ni Felipe Pigna sabe quién es Díaz.”
Menos conocida, pero no menos transitada que las anteriores, otra guarida propiedad de Charly está ubicada en Chacarita, límite con Palermo. Fue el campo donde brotó la semilla de Say No More. Corría 1999. Charly regresaba de una gira larga y el Bebe Contempomi le hizo una entrevista para su programa La Viola. El periodista se jactaba de entrar a la casa estudio con permiso exclusivo, luego de haber sido tomada por vecinos no muy amigables, una costumbre habitual en el barrio de ese entonces. Pero García, sin amedrentarse, los echó. Les pidió un traje a los bomberos, entró vestido así y los amenazó que incendiaba la casa: los "okupas" se borraron.
La guerra estaba planteada. Las casas de los alrededores se transformaron en afanosas defensas desde donde disparaban huevos podridos, que explotaban contras las paredes del patio. “La casa fue víctima de malos entendidos, de abusos. Para mí era una victoria del minisistema para defender a Charly García de tanta exposición –dijo García en aquella entrevista, citándose en tercera persona–. Pero desde otra realidad: ahí gestó su protagónico Say No More. Su propio escenario: con el agua de la piscina, con el árbol, con los chicos que tocaban. Quería una casa más íntima. Pero en vez de ser más íntima se volvió sospechosa. Yo pintaba una pared y al lado ponían Viva Boca”. Hoy la calle está más iluminada y el barrio de Chacarita se camufló con Palermo y Villa Crespo, haciendo crecer su oferta cultural y gastronómica. La exguarida se inaugura en septiembre como centro cultural.
Dante Lotito, un joven estudiante de Comunicación, es uno de los socios fundadores del proyecto. Nos espera detrás de una barra que tranquilamente podría ser la de un hotel boutique, con algún detalle net, lo coolness de Palermo. Al costado de la barra está el bar, esperando el momento en que se enciendan las luces del estreno. Los cuadros amurados a la pared que decoran el salón son los armarios que usó Charly. Las mesas del bar son las viejas puertas de la casa y están garabateadas de puño y letra por el músico. De cada fetiche rebota una vivencia del señor García.
“Hace poco estoy entrando y de pronto siento una frenada violenta de un taxi. El chofer, gigante, se baja desesperado. Acá pasó algo, me dije. El hombre se acerca y me pregunta si era el estudio de Charly. Le digo: sí, era. El tipo me pone una mano en el hombro y se quiebra: «No sabés, yo era uno de los plomos, acá le hicimos todos los pisos nuevos de goma. Esta casa es terrible: yo estuve cuando estuvo el Flaco, cuando estuvo Fito, cuando estuvo Mercedes (Sosa). Incluso cuando le secuestraron los instrumentos… ¿No la sabés? Por acá pasaron todos», imita Dante la voz del tachero emocionado.
Como el Dakota, el edificio de Nueva York en el que fue asesinado John Lennon, lugar de y para personajes reconocidos de la cultura pop, el estudio se volvió un point. Qué Palermo, Chacarita ni Villa Crespo. Hay lugares que son geografías personales. Antes de que la tomaran, a Charly le habían sacado varios equipos e instrumentos del estudio, pero gracias a que en la zona no todos eran enemigos pudo saber quién se los había llevado. Tras pagar un rescate los recuperó. A esa altura la casa era una pesadilla diaria. Charly se la sacó de encima y la vendió. La vendió muy mal y gastó todo en la grabación de Kill Gil en Nueva York, el disco que produjo Andrew Oldham (el mítico productor de los Stones). En NYC contrataba limusinas para ir a grabar. A la vuelta, para recuperarse económicamente, quiso vender el departamento de su hijo Migue, en Coronel Díaz y Santa Fe. Uno vive en el 5º y el otro en el 7º. Por esa razón se pelearon a trompadas.
La casa de Fitz Roy pasó a manos del artista plástico Omar Lotito, el comprador que en septiembre de 2006 firmó la escritura para obtenerla. Omar se había formado en los talleres de Kenneth Kemble, Carlos Gorriarena, Graciela Paats y Jorge Dermijian, y con su obra había llegado a ferias internacionales realizadas en Canadá, los Estados Unidos y Francia. Buscaba un espacio nuevo para trabajo y ocio: un sitio en el que las tertulias se pegaran a la vida cotidiana sin que se notara la diferencia.
Dante se enteró de que su tío le había comprado su ahora estudio a Charly cuando en su casa de Banfield aparecieron algunos objetos que llamaron su atención: teclados y televisores desarmados, pedales, pies, fundas de guitarras. Todo garabateado con la simbología SNM.
“Le pregunté de dónde había sacado todo eso y me dijo que eran de Charly García, que no sabía qué hacer, si conservarlos o tirarlos. Yo era un pibito, ni siquiera un admirador de la obra de Charly todavía. Mi tío me dijo que los guardara, él era perfil bajo, no canchereaba con nada. Como no tuvo hijos, nos mimaba bastante a mi hermana y a mí. Lo que realmente le interesaba era pintar.” A Omar le gustaba pintar perros y eso derivó en una serie titulada Perros espirituales, muestra que se exhibió en el Centro Cultural Recoleta en 2011, pero no la pudo ver: una enfermedad se lo llevó en 2010.
En busca de la canción perfecta
De las diecisiete horas que el director de cine Alejandro Chomski filmo´ a Charly Garci´a durante 1994, ma´s de la mitad fueron tomadas en la casa estudio de Fitz Roy. De ese material se desprendio´ el documental Existir sin vos. Una noche con Charly Garci´a, si´ntesis de las aventuras (y desventuras) alli´ vividas, pedestal en el que tambie´n se gestaron los a´lbumes Cassandra Lange (1995), El aguante (1998) y algunas maquetas de Kill Gil (2001), el opus magnum que trajo polémicas con la discográfica Sony porque nunca quedó del todo claro cuál era su versión final.
Desde La hija de la lágrima (1994) –la obra más promocionada del rock argentino en los años 90, en parte producida en Fitz Roy–, para acá, en los discos de García no hay distinción alguna entre la versión acabada y el demo. Incluso, los discos posteriores suenan como demos o “demos que se metamorfosean”, tal como Charly denomina a sus trabajos a partir de Say No More. Un Charly persiguiendo a las epifanías. En esta casa, cuna de sus discos de estudio de la década de los 90, armaba los demos y después grababa o masterizaba fuera del país. Algunos de esos destinos: Nueva York, Miami y España. El productor Joe Blaney fue uno sus colaboradores directos metiendo mano a mano en muchos de esos trabajos hasta La hija de la lágrima.
“Estaba concentrado en esa zapada, en esa melodía, en esa armonía; la canción, como él dice, es esa mezcla de melodía, armonía y ritmo, y él estaba buscando esa combinación tan difícil de lograr, y en esa zapada estaba encontrando eso, algo que lo escuchás y se te va pegando. Buscando lo que se llama el elemento de repetición, algo que te conecte con algo que ya escuchaste, sentiste o viviste. Como en el cine”, equipara Chomski su trabajo con el de Charly, en su charla con La Nación revista.
El documental, que se presentó en 2013 y se estrenó en 2016, dura una hora y condensa la creación garciesca en una canción, Existir sin vos, tema que quedó afuera de Say No More, pero que puede encontrarse en YouTube. Allí, García se encuentra confinado a sacarla junto a sus músicos más directos: Fernando Samalea, Fabián Von Quintiero, Alfie Martins, María Gabriela Epumer y el negro García López. Junto a ellos, un invitado especial, Alejandro Medina, ex Manal, quien se niega a arrojarse a la piscina, “no puedo tirarme al agua cuando grabo”, se excusa, aunque se nota que el calor es pegajoso. Son sesiones largas detenidas en el devenir de un sonido que está por allí y que hay que capturar como a una presa en movimiento.
García dialoga con el director durante el film (los temas son diversos bajo la evocación de la obra), y en un momento de esa larga noche, se lanza a la piscina en bicicleta. Visto a la distancia tal vez sea un ensayo de lo que sucedió luego, cuando se tiró al agua desde el noveno piso de un hotel de Mendoza.
“Esta piscina es todo un tema, no sabemos qué hacer –advierte Dante mostrándola ahora vacía–. No la podemos llenar porque las tuberías nunca funcionaron.” Pero en la película y en las notas se la ve con agua. “Porque a Charly se la venían a llenar los bomberos voluntarios”, remata como un chiste sobre los ángeles que lo protegían en el barrio. “Es Charly”, lo defiende como una marca que no falla.
Hablando a mi alrededor
Todo era diferente en 1993. En la sala de estar, los visitantes aguardaban el pasaporte que les permitiera ingresar al interior. Cecilia –que se iría poco después– y Laura –que aguantaría hasta 1995–, secretarias del artista, siempre estaban para recibir a la gente; eran como una aduana femenina y gentil que oficiaba de filtro para que García pudiera crear en paz. Se trataba de un lugar sobrio, con un touch de elegancia que se reflejaba en el marco y el vidrio que protegían el rostro de Miles Davis, fotografiado por Anton Corbijn.
Una vez traspuestas las oficinas del frente, se llega a un cuadrado que tiene tres salidas: la que corresponde a una cocina que no se usa, salvo como improvisado bar; la que da al baño, y la que pasa a la sala propiamente dicha. El baño supo ser una paquetería, iluminado con unos tubos fluorescentes muy finitos que abrazaban el contorno del espejo. Higiénico y funcional, estaba ocupado por una pequeña población de frasquitos de sales eternamente vacíos. La sala misma era un lugar que parecía no terminar nunca. Para tener una idea de su superficie, habrá que pensar en las dimensiones de una pista de patinaje estándar, pero siempre fue imposible deslizarse sobre ruedas.
El texto es de No digas nada, libro del periodista Sergio Marchi, en cuyas primeras páginas el autor describe la casa memorizándola paso a paso. El sitio se volvió un bastión que el tiempo estigmatizó, la sala interminable no es interminable y, aunque uno podría deslizarse en patines, arruinaría la madera lustrada que hoy brilla, esperando la apertura. Las ideas brotan por la expectativa de ver a la casa de nuevo en acción.
Gabriel Feller, productor del documental que Chomski rodó dentro de la casa, soñó una experiencia sensorial: un ciclo de proyecciones en el que los espectadores vean la película en el mismo espacio que fue filmada. Parte de ese sueño se hará realidad el miércoles próximo. Existir sin vos, será exhibida a partir de las 19, con entrada gratis. Sólo 150 personas podrán ingresar a la sala. Si es un éxito, tal vez se repita.
Dante Lotito está feliz con el plan, pero también quiere ver a la casa, cuyo nombre es ahora El taller de Omar, con otra perspectiva. Con un relato del presente. Un lento descenso de la casa a lo terrestre luego de haber tocado la cúspide de la locura y el placer. “Queremos que el lugar se luzca también por el trabajo de mi tío [por él, el nombre]. Entre las propuestas habrá talleres de danzas swing, blues y afro. Armamos todo con mucha paciencia. Sin apurar a nadie. Tenemos mucho respeto por la casa y su historia. A veces pienso que esta casa puede salir caminando sola o volar, como en la película Up.”
Imagino una escena muy loca. García con los brazos abiertos, de espaldas a la piscina, listo para someterse a un chorro fuerte (el chorro final, fantaseo que dice), un impacto que lo lance al agua. Pero los bomberos son cancheros y le hacen un oooole, desvían el chorro, que al final se dirige a la pared. Charly, con los brazos abiertos, se queja como si hubiera fallado el sonido en un show. “Pero, ¿son boludos, chicos? ¿Vamos de nuevo?” Tan incomprensible resulta la combinación de las cosas que, como describe Fernando Samalea en su libro ¿Qué es un long play?, la energía de la casa es encantadora. Al salir no se distingue un antes y un después. Ese algo abstracto, que sin ojos se enfrenta a mí, replica la voz añeja de Charly en un ensayo interminable. Un Charly diciéndole a quien quiera oír: “¿Vamos de nuevo?”.