Circus of Books: la historia de un amable matrimonio judío detrás de un oculto negocio
Karen Mason es una señora canosa, de vestimenta tradicional y de andar algo desgarbado. Judía devota y practicante, la religión es uno de sus pilares, una suerte de bastón para caminar la vida bajo preceptos, leyes y moral impartida por su culto.
Barry, su marido ingeniero, no cree en Dios. Para él, el aquí y ahora tangible es lo único posible, quizás marcado por su profesión. Calvo, simpático, algo nerd y de ropas efusivamente llamativas, siempre dejó a su esposa la última palabra en las decisiones familiares. Un matriarcado de avanzada.
Tuvieron tres hijos, dos varones y una mujer, que se criaron en la casona, algo descuidada, en West Wollywood, Los Ángeles. Allí vive, aún hoy, este matrimonio que ya pasó holgadamente los setenta. Para el afuera, los Mason fueron una familia tradicional. Lo eran. A no ser por el singular rubro de la tienda que regenteaban sobre el Boulevard Santa Mónica.
El negocio familiar, emplazado en una esquina icónica de la ciudad, estaba dedicado a la venta de películas XXX, libros eróticos y objetos de estimulación sexual. Circus of Books se transformó, gracias al buen manejo de Karen y Barry, en un sitio referencial para la comunidad gay en tiempos de ostracismos y libertades acotadas en los Estados Unidos.
Más allá de lo colorido de la historia, aquel emprendimiento de inicios de los ´80 logró trascendencia de tintes políticos, sociales y culturales. Circus of Books se convirtió en una bandera de libertad y defensa de los derechos individuales. Y por ello, debió lidiar con la Justicia y los innumerables intentos de clausura.
De como una señora pacata, religiosa, madre de familia, y su convencional marido ingeniero se convirtieron en vendedores de productos para adultos y refrentes de la comunidad gay, bien podría ser el relato de una buena película. Lo es. Netflix estrenó el documental que retrata esta historia tan particular. En sintonía con lo atípico del cuento, la dirección del filme es de Rachel Mason, hija de Karen y Barry.
Volver a empezar
La vocación temprana de Karen fue el periodismo, actividad en la que se desarrolló algún tiempo. Barry, su marido ingeniero, inició su vida laboral en el Departamento de Cine de la Universidad de California, claustros donde comenzó a explorar su vocación junto a un joven Jim Morrison.
Su afición por la creación de artilugios lo llevó a trabajar en la realización de los efectos especiales de 2001: A Space Odyssey y en la serie original de Star Trek. Aunque su curiosidad innata y su capacidad creativa hicieron que, apelando a esos conocimientos sobre el color y la luz, inventase equipos para diálisis. Impulsado por la afección renal de su padre, aquella conjunción entre el cine y la ingeniería dio sus frutos, pero la cosa no prosperó debido al alto costo de los seguros médicos que impidieron que el negocio continuase.
Corría la segunda mitad de los 70. Al matrimonio Mason las cuentas no le cerraban. Karen, embarazada, había dejado de trabajar como periodista y Barry acababa de abandonar su emprendimiento médico. Una mañana, ella encontró a su marido durmiendo sin tener ningún tipo de actividad para hacer. Y si, en la boda bendecida por el rabino, él lució un saco de tan solo cinco dólares, ahora la economía andaba peor.
Con las cuentas en rojo, era el momento de tomar cartas en el asunto. En un aviso publicado en Los Ángeles Times encontró la posibilidad laboral posible para saldar alguna deuda y mantener el sustento familiar. Se trataba de un aviso en el que el famoso editor Larry Flynt buscaba distribuidores para la revista erótica Hustler. "No tenía otra cosa que hacer hasta que mi mujer me despertó con el aviso", reconoció Barry. "No puedes darte el lujo de no ganarte el pan", lo conminó ella.
A Flynt no le resultaba sencillo encontrar gente que quisiera ofrecer su producto, así que buscó con su pedido en el diario potenciar las ventas. El único requisito era poseer un vehículo acorde. Los Mason no lo tenían, pero ocultaron el dato y alquilaron uno. Durante el primer día, lograron recaudar más de 2000 dólares. Un éxito. A la publicación icónica se sumaron otras, incluidos títulos de otros rubros.
El principal cliente del matrimonio era Circus Books, un negocio ubicado cerca de una calle cortada apodada "El callejón de la vaselina". No hace falta aclarar que se trataba de un sitio de encuentros sexuales clandestinos. Barry cargaba su camioneta solo para proveer a esta tienda, pero, debido a las adicciones de su dueño, el local estaba poco menos que en quiebra. Así fue como Barry le propuso asociarse y sacarlo de la bancarrota. Con los años, compraría el total de las acciones y Circus of Books, como pasó a llamarse el lugar, se convirtió, gracias al buen manejo del matrimonio, en un refugio de la comunidad LGBT.
Los Mason no solo fueron uno de los mayores distribuidores de revistas XXX y vendedores de productos eróticos, sino que, durante algún tiempo, produjeron películas condicionadas de temática gay. El letrero de luces de neón encendido siempre era una buena señal para los que buscaban entretenimiento erótico.
Karen, mujer de carácter y emprendedora, se convirtió en una verdadera experta en la materia. Jamás cambió su manera de vestir ni lució aggiornada, sus canas comenzaron a platinar su cabellera, la ropa holgada y las gafas le conferían un aspecto antiguo. Una señora pacata y convencional a la luz del ojo prejuicioso del afuera. Sin embargo, jamás se ruborizó ante el pedido de un cliente o el muestrario de un proveedor que mostraba sus juguetes sexuales con naturalidad.
De eso se trató, los Mason hicieron del rubro un oficio. Para ellos, exhibir un pene de silicona era lo mismo que ofrecer una caja de muffins. Exponer en sus anaqueles revistas con fotografías de hombres desnudos era similar a tener una librería con los clásicos de Tennessee Williams. Ellos ofrecían las viejas cintas de videos condicionados con la naturalidad que un estudioso del cine habla de los clásicos de Alfred Hitchcock.
Karen nunca fue una mujer mediocre a la hora de encarar una actividad. Cuando se inició en Circus of Books aprendió todo y más para ser la mejor en lo suyo. Sus visitas a los congresos y ferias temáticas eran parte de su agenda anual. Allí encontraba novedades, nuevos distribuidores y productos ingeniosos para expandir su negocio. Conocedora de calidades, sabía qué material era conveniente y cuál no. No tenía empacho en discutir, siempre con buenos modos, con los proveedores que le querían ofrecer objetos inútiles argumentando que sabía muy bien qué le pedían sus clientes.
Ante el encargo más insólito, ahí iba ella, como quien busca la mejor prenda en los percheros de una boutique. Toda una empresaria que no se horrorizaba al pararse detrás del mostrador y explicarle a la gente sobre beneficios de tal o cual estimulador o hablar de una película con detalles cuasi artísticos. Tan naturalizado tenía su catálogo que lo ofrecía con la cotidianidad que una empleada de mercería ofrece hilo de coser o cierres relámpago. Barry también hacía lo suyo, aunque prefería la organización interna al trato con los clientes.
Los Mason no especulaban con el morbo. Ni el propio ni el ajeno. Hablaban con la gente con simpatía y seriedad profesional. Eran una suerte de posta de servicios de buena parte de su ciudad.
Cuestión de fe
Karen encontó en la religión judía el sentido de su vida. En su juventud podía pasar varias horas rezando en el templo de su comunidad. Tenía gran vínculo con su rabino y siempre estaba dispuesta a colaborar en lo que fuese necesario. La fe en Dios la sostuvo en los momentos más difíciles.
Bajo esos preceptos educó a sus hijos. Barry, a pesar de su escasa o nula fe, no trababa esa posibilidad religiosa. Karen era muy querida en el templo, donde había trabado amistad con varias mujeres de su misma generación. Pero algo pesaba siempre sobre ella: la no posibilidad de poder contar abiertamente cuál era su actividad. De hacerlo, ella intuía que mucha gente se alejaría y que no sería bien vista por los religiosos que le proporcionaban contención espiritual. ¿Acaso Dios la juzgaría? Quizás, el peso de la opinión ajena pesaba más que la de la supremacía divina. Los Mason tampoco confesaban su actividad entre su círculo social cercano.
Así las cosas, tampoco los hijos del matrimonio sabían exactamente a qué se dedicaban sus padres. Puertas adentro, la cosa funcionaba de la manera más tradicional. Los chicos a la escuela, una mamá que cocinaba, celebraciones de cumpleaños, deportes en los ratos libres, y mucha unión familiar. Karen y Barry eran muy trabajadores, pasaban casi todo el día fuera de casa. Predicaron con el ejemplo del compromiso y la responsabilidad para sortear dificultades y salir adelante. Y si los hermanos concurrían al lugar de trabajo de sus padres, ingresaban con la cabeza gacha. Nada de mirar la mercadería en exhibición. Ese era el modus operandi impartido y que debía ser cumplido con rigurosidad.
Los Mason armaron su vida sin grandes sobresaltos familiares. Los tres hijos siempre cumplieron con sus obligaciones de estudiantes y llevaron una vida sana. Pero, cuando ya todos eran mayores, algo hizo sucumbir los preceptos familiares. Tal era la raigambre en los paradigmas de la religión que Josh, uno de los hijos, debió lidiar contra la represión propia ante sus primeros impulsos homosexuales.
El chico acompañaba a su madre a la sinagoga, sabía todos los rezos y cantos litúrgicos. Sus padres estaban muy orgullosos de él, como de los otros dos hermanos. Josh, en su adolescencia, canalizaba en el deporte cierta energía reprimida. Hasta que, ya siendo un universitario, pudo salir del clóset. Su padre lo apoyó inmediatamente. A su madre le costó más. Paradojas de una mujer de fe que había conseguido muy buenos vínculos con la comunidad gay debido a su trabajo, pero que no podía aprobar, así como así, la identidad de su propio hijo: "Puedo trabajar con gente gay, mis clientes lo son, pero me costó mucho aceptarlo de parte de mi propio hijo", dijo.
Sin embargo, el vínculo salió fortalecido. Karen se convirtió en una activista defensora de los derechos de las minorías sexuales, conformó agrupaciones de padres con hijos gay para compartir experiencias, participó de marchas de reclamo por las libertades individuales y, desde ya, fue una defensora, a ultranza, de la felicidad de su hijo. Jamás dejó de lado su práctica religiosa, pero entendió que podía flexibilizar algunos de sus pensamientos más rígidos.
Censura previa
Durante la década del ´80, Circus of Books vivió su momento de mayor esplendor, aunque sus dueños siempre se quejaron del bajo rendimiento de la actividad. "Siempre estaban a punto de cerrar", bromeaban los empleados con los que mantenían un vínculo de mucho afecto. Fue durante los ochenta cuando la tienda pasó a ser un rincón de resistencia ante un sistema represivo y el avance de una enfermedad desconocida como el HIV que diezmaba, especialmente, a la comunidad gay.
Pero, con la asunción de Ronald Reagan a la presidencia de los Estados Unidos, avanzó un sistema de censuras y clausuras. Las autoridades nacionales y las de cada condado tomaron medidas drásticas contra la pornografía. Uno de los puntos salientes de esta campaña fue la publicación del Informe Meese, impulsado por el ministro de Justicia Edwin Meese, que intentaba suprimir algunas expresiones de índole sexual o erótico.
En sintonía con esto, una tienda como la del matrimonio Mason no era posible. Así fue como, en reiteradas ocasiones, sus puertas se vieron atravesadas por una faja de clausura y Barry hasta llegó a ser procesado por la Justicia. Fueron años duros. Karen se debatía entre esa vida religiosa y conservadora y la lucha contra las autoridades que veían con malos ojos su actividad. Una curiosa paradoja.
Si en los 80 el matrimonio debió subsistir apelando al ingenio y evitando ser clausurados definitivamente, una década después, comenzó a luchar contra una tecnología que comenzaba a ofrecer material condicionado de manera gratuita a través de Internet. Para los hombres gays de West Hollywood ya no era necesario acudir a la tienda para encontrar un amante o atravesar el callejón lindante para tener sexo ocasional. En esas incipientes experiencias de navegación web se podía acceder a sitios donde se podía encontrar una pareja y hasta comprar accesorios sexuales.
Esta nueva dinámica social fue marcando el final de Circus of Books. La tienda bajó sus persianas definitivamente al no poder competir con el nuevo mundo de virtualidades avasallantes. La comunidad gay, los actores de cine erótico, drag queens y las prostitutas, adoraban a los Mason. A pesar de la falta de ventas, los viejos clientes lamentaron el cierre de la tienda, ese lugar al que acudían para encontrar placer, amor, una pareja ocasional o tan solo una charla con este matrimonio querible siempre dispuesto a conversar y contener.
Cuando el viejo neón del letrero de Circus of Books se apagó para siempre, Karen siguió participando de marchas donde se enarbolaban pancartas que decían: “Dios me bendijo con un hijo gay”. Acaso encontró allí una síntesis perfecta del sentido de su existencia.
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