Federica Salvador es sommelier, vive en Mendoza y trabaja en un barco. Tiene 37 años, un marido chef, que también trabaja en un barco pero no en el mismo que ella, y juntos tienen dos hijos varones de 3 y 9 años, Sion y Giacome, de nombres gallegos como su papá, bien originales.
Normalmente, Federica se aleja de su casa por siete meses, el tiempo que suelen durar sus contratos con la compañía inglesa de cruceros internacionales. Al volver, pasan un par de meses en familia y luego, quien se embarca es el chef. De ese modo se organizaba la familia, antes de la pandemia de coronavirus, para que siempre uno de los padres estuviera con los hijos en su casa de Mendoza.
Esta forma de vida no muy tradicional tenía sus desventajas, como separarse de los hijos por un tiempo, pero venía funcionando a la perfección. Siempre los reencuentros estaban cargados de entusiasmo, juguetes, regalos, emoción y muchísimos abrazos. Una abuela cariñosa y siempre presente ayudaba en la crianza y acompañaba a los chicos en todo momento, así que, con redes sociales, llamados diarios y teleconferencias las distancias no parecían tan problemáticas.
Con lo que no contaron nunca fue con el surgimiento de una pandemia mundial que alargó demasiado la vuelta del último viaje de Federica. Después de 7 meses a bordo, llegó marzo y faltaban solo dos semanas para volver a casa. Pero volvió en junio, cuatro meses más tarde. Esta vez su odisea duró 160 días y ahora que está de vuelta en su casa, acostumbrada a la nueva normalidad de vivir todos juntos en familia, aislados del resto de la sociedad durante la mayor parte del día, como todos en el país, evoca sus vivencias que fueron frustrantes y de una incertidumbre que la llevó a emociones límite que no sabía que podía sentir. Pero ya, sanada de la impotencia y la incertidumbre por la imposibilidad de volver al hogar, de estar varada en el medio del océano sin permiso para bajar a tierra y sin saber cómo ni cuándo volvería a ver a sus seres queridos, lo cuenta con la sabiduría del héroe. Porque es necesario tener un espíritu heroico para saber esperar sin desesperar.
"Me arreglé para bajar en un par de días"
"El crucero, que comenzó el primer día de marzo en Buenos Aires, debía terminar el 15 en Santiago de Chile, donde yo iba a bajarme. Después de casi siete meses de trabajo, había llegado mi momento de descansar. Aprovechando la doble estadía en la capital argentina, decidí bajar y buscar una peluquería. Quería estar hermosa para cuando comenzara mis vacaciones. Me hice el pelo, las uñas. Me compré ropa,hasta lencería. Todo estaba listo para salir a la vida. Cuando una trabaja en un barco por meses, el mantenimiento personal es algo que se lleva lo mejor que se puede. Teñirse las raíces en un baño de un metro cuadrado es complejo. Depilarse con muy poca luz, igual. Por lo que esos pequeños placeres nos hacen sentir más vivas. Más normales. Vivimos en un palacio flotante, en la parte baja. Donde las olas se hacen oír. Viajamos por el mundo, a lugares de ensueño. Y a veces, los vemos solo en sueños. Ya que nuestros horarios son largos, no siempre podemos bajar a puerto. Ser marinera no es fácil. Es un ambiente respetuoso por imposición. Las reglas son claras. Y el compromiso para cumplirlas, también. Allí radica el éxito. Somos una mezcla precisa de comportamiento militar y cordialidad hotelera".
Mantenerse a flote
"Hablo de un crucero, claro. No sé cómo será la vida en otros barcos. En la industria de la hospitalidad, la capacidad de mantenerse a flote está relacionada con la habilidad de obedecer y sonreír. Obedecer las órdenes, las reglas, los protocolos de seguridad y sonreír al huésped, siempre.
Yo estaba a punto de volver a casa. A días de lograrlo. Cansada, pero feliz. Quería verme bien. Tenía unas vacaciones planeadas. Había pagado un viaje. Porque si hay otra cosa que amamos los viajeros, es viajar. Cuando tu trabajo consiste en moverte la mayor parte del año, lo lógico sería que el descanso fuese quedarse en un solo sitio. Pero realmente, aunque excursionamos continuamente, amamos hacerlo. Y la sensación de que sea con libertad, sin responder a horarios ni llamadas, es absolutamente gratificante. Viajamos todo el año, para viajar cuando no estamos viajando", narra en su bitácora de pandemia Federica.
"Haciendo fiestas en los bares"
El día 2 de marzo, el barco abandonó Buenos Aires en dirección al sur de Argentina. Luego giraría hacia el norte, desde Ushuaia. Ya en Chile, visitaron Punta Arenas, luego Puerto Montt y finalmente, arribarían al puerto de San Antonio, el más cercano a la capital, Santiago. Todo transcurría con normalidad. Salvo por esos noticieros en los canales de televisión que comenzaban a reportar acerca de una enfermedad en China.
Al cabo de unos días, la epidemia asiática se declaró pandemia al comenzar a registrarse casos de Covid-19 en otros puntos del globo. Las fronteras comenzaron a cerrarse. Primero en Europa, donde Italia fue el primer país en bloquearse por completo.Habían comenzado a restringirse los accesos de los ciudadanos de los países donde el virus había surgido y comenzaban a exigirse cuarentenas a los repatriados procedentes de dichos países.
Pero el hecho de que un país le acerrojase por completo la entrada a un país, era algo nuevo para el mundo actual. La última gran referencia de algo similar se remontaba al siglo XIV, a la famosa cuarentena por la Peste Negra.
Mientras tanto, el crucero en el que Federica viajaba junto con 1.500 tripulantes y 2.500 turistas seguía su travesía por Sudamérica. Las cosas parecían suceder muy lejos.
"Mis amigos en Europa comenzaron a estar preocupados. Sus países, aunque sin casos aún, también cerraron las fronteras. Países como Ucrania, o Serbia. Pero nosotros seguíamos como si nada, visitando puertos. Comiendo en grandes restaurantes atestados de gente. Utilizando el buffet. Haciendo fiestas en los bares. Funciones de teatro a sala llena", recuerda.
Hasta que empezaron los primeros comentarios a bordo. Los huéspedes empezaron a inquietarse por cómo sería volver a sus hogares. Los aeropuertos de ciertas ciudades comenzaron a bloquearse y deberían recalcular sus vuelos. Otros estaban aún más preocupados. Sus ciudades en Europa se habían cerrado o sus familiares estaban en esa condición. Pero aún no se sentía el efecto del cierre mundial. En Sudamérica la vida continuaba con normalidad y nada apuntaba a que la situación fuese a cambiar. Hasta entonces el coronavirus era un problema del primer mundo.
Quizá por eso no se les ocurrió que algo como lo que iban a vivir podría ocurrirles: quedar varados dentro del barco sin permiso para tocar tierra.
"Chile no nos dejaba bajar"
Al acercarse al puerto de destino, en Santiago de Chile, todos los que terminaban allí su travesía se estaban preparando para desembarcar y entregaron sus maletas para que fuesen escaneadas. Este procedimiento habitual de embarque y desembarque se realiza para asegurarse de que nadie ingrese algo que pueda provocar inconvenientes o se lleve elementos del barco. El pasajero o el tripulante se queda libre, sin equipaje y solo lleva consigo su bolso de mano. Federica, feliz porque solo faltaban dos días para reencontrarse con sus hijos en Mendoza, pasó a despedirse de los amigos, de los jefes y se fui a dormir, porque al día siguiente la salida era muy temprano.
Pero al día siguiente, al despertar, sintió que estaba en otra vida, en otro lugar. "Fue como chocar de frente contra un muro, el Gran Crash. Debíamos reunirnos en un punto fijo todos aquellos que desembarcábamos. Ya Dispuestos a salir, de repente sonó un anuncio. En los barcos, las proclamas son informaciones de importancia. Se dan por altoparlante que repercute en todos los espacios y antes de que el locutor hable, suena un timbre que llama la atención. No siempre traen malas noticias, pero cuando suena en horarios donde la gente duerme,se trata de una emergencia. Ese fue el caso", evoca.
La llegada al puerto era a las ocho de la mañana y a eso de las seis, el Capitán anunció que las autoridades chilenas no les permitían bajar. Chile acababa de cerrar sus fronteras. Eso constituyó un choque directo, frontal contra el muro Covid. A partir de ese momento, nadie podía irse a su casa.Tampoco podrían embarcar los siguientes pasajeros que estaban esperando en tierra para comenzar su crucero; además, aunque la mayoría procedía de otros países tampoco podrían retornar a ellos.
A partir de allí reinó la incertidumbre y el estrés estalló a bordo. Varios huéspedes entraron en crisis. Vuelos que los esperaban para llevarlos de vuelta a su hogar, se cancelaron. Las conversaciones pasaron de ser livianas y centradas en lo lindo del clima o lo divertido de las actividades a bordo para girar alrededor de los dramas personales. Muchas parejas con hijos que habían dejado al cuidado de familiares. La obligatoriedad de volver al trabajo.Las mascotas que quedaron con el vecino, o el amigo.
"Sin duda, estar en sus zapatos era algo tremendo", cuenta Federica que confiesa haber llorado mientras servía una copa de vino. "Pero mis zapatos tampoco eran cómodos. Yo debía terminar mi contrato e irme a casa. Después de tantos meses de trabajo duro, era hora de ver a mis hijos. Uno de 9 y otro de 3 años. ¿Cómo se puede tener una vida relativamente común con un trabajo así?".
"Había llegado mi hora de ejercer como mamá"
La joven sommelier admite que su vida en familia no es tan común. "Nuestros hijos tienen padres que no están en el día a día pero que les regalan vacaciones en lugares que la mayoría de sus compañeros de colegio no van. A su vez, también son padres que están en casa permanentemente, porque nuestros contratos conllevan meses de descanso. Y ese momento para pasar con ellos había finalmente llegado. Era mi hora de volver a casa y ejercer como mamá a tiempo completo y de cuerpo presente. Pero no iba a poder ser". recuerda.
Las siguientes horas fueron durísimas. Flotaban anclados cerca de la costa, sin poder acercarse al puerto. El famoso coronavirus tan lejano hasta ese día, finalmente los había golpeado. A los tripulantes los congregaron durante horas en un café, a la espera de que los comandantes del barco negociaran con los portuarios para que los dejasen bajar. Las expectativas, más allá del desánimo, eran grandes. En cuanto a los pasajeros, tuvieron que volver a desayunar, y paulatinamente, almorzar en los buffets de abordo, que a comienzos del día estaban cerrados, porque en teoría todo el mundo debería bajarse.
Las horas pasaban, y seguían varados. La presión ya no era sólo un interés de abordo. Los consulados y embajadas de los países comenzaron a elevar solicitudes a las autoridades chilenas. "Al mediodía los peticionantes eran varios: el capitán de nuestro barco, junto con el equipo médico que certificaba que no teníamos contagiados; los representantes de nuestra compañía en Miami, las embajadas de Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña y el consulado de Argentina. Por momentos, parecía que las cosas avanzaban. El famoso timbre de anuncios sonaba y se nos pedía que acudiésemos a Recepción a llenar formularios de salud que se enviaban a tierra. Al cabo de un largo rato -el que implica mover a 3000 mil personas, los papeles bajaban en bote hasta la costa. Dos o tres horas después volvía la respuesta: No", relata.
Las negociaciones continuaron hasta que finalmente lograron por lo menos el permiso para aprovisionar y llenar de combustible la embarcación pero en otro puerto chileno: así partieron a Valparaíso. Allí, un nuevo anuncio les dejó saber que Chile había negado completamente la bajada de pasajeros. Tampoco dejaría que cargasen mercadería en el puerto. Sin embargo, sí permitiría que solamente, los ciudadanos chilenos regresasen a sus hogares, usando un bote que los llevaría hasta la costa. Solo les permitiría recargar combustible y agua mientras la embarcación permanecía a flote, sin amarrar en el puerto. Para los viajeros chilenos fue un alivio. Para el resto de la gente, no. Y para los tripulantes de ese país, fue una bomba ya que ellos no tenían permiso del gobierno para descender.
"Tuvimos 20 casos de Covid a bordo"
"Al cabo de unos minutos, cuando nos acercábamos a la ciudad, comenzaron a aparecer los barcos de la Armada Chilena. Un barco de guerra, de mediano tamaño, color gris topo. Otro mucho más rápido, tipo lancha, con una gran arma puntiaguda de color negro en su techo. Otro más, de tipo gomón inflable con 3 militares buzos, y dos barcos guardacostas. Cinco embarcaciones nos rodeaban, controlando cada movimiento. Como si temiesen que alguien saltara de nuestro crucero. Como si estuviésemos infectadísimos o fuésemos ilegales. La verdad es que, hasta ese momento, no teníamos ni un solo caso de Covid-19 a bordo. La sensación de sentirnos rechazados y apuntados con el dedo era humanamente detestable. Sentíamos que nos negaban la ayuda humanitaria", relata Federica que ya para ese momento había sido colonizada por la rabia y la frustración. El crucero seguía su ruta.
Al arribar a San Diego una de las pasajeras reportó signos de Covid-19 y las autoridades no permitieron descender a ningún pasajero. Debían cumplir una cuarentena estricta de aislamiento en sus respectivos camarotes e iniciar el seguimiento del caso para detectar posibles contagios. El encierro que en el caso de Federica fue en un camarote de tripulante sin ventanas ni contacto alguno con el exterior, duró desde el 2 de abril al 3 de mayo.
La naviera ofreció al gobierno argentino pagar un vuelo charter para repatriar a los ciudadanos pero no se permitía la entrada de aviones que no fueran de Aerolineas Argentinas. Así transcurrió un mes completo sin novedades. "Fue muy duro al principio", cuenta Federica que rápidamente tuvo la fortaleza emocional para superar la situación. "En un momento dije 'Basta' y volví a meditar, y me puse a estudiar ruso por internet para darle algo que comer a la mente".
Finalmente en la embarcación se registraron 20 personas contagiadas con pocos síntomas y la situación se pudo controlar gracias a los respectivos aislamientos.
"Ahora estoy espectacular"
Nunca pudieron bajar en San Diego, luego surgió la posibilidad de volar a sus países desde México pero tampoco el anuncio llegó -literalmente- a buen puerto. Finalmente Barbados se ofreció como corredor internacional para que todos los tripulantes volvieran a sus países y fue entonces que San Diego aceptó el descenso del barco para que fueran directo en autobús escoltados por la policía, sin pisar prácticamente tierra estadounidense, hasta el aeropuerto donde volarían hacia Barbados. De allí Federica voló a Buenos Aires y todavía tuvo un periplo de dos días de frustraciones y tropiezos mínimos hasta llegar a Mendoza, donde finalmente se reunió con su familia.
"Ahora estoy espectacular: poder llegar a Argentina fue como una liberación del alma", confiesa. Por el momento no le preocupa lo que se viene a futuro en el trabajo, aunque ya la compañía envió nuevos protocolos posibles y está compartiendo con sus empleados las novedades que van surgiendo para reactivar la industria de los cruceros. "Se habla de barcos con menos gente, travesías más cortas de 3 o 4 días, sin tocar puertos, sin descender de la embarcación, pero todavía no se sabe".
Por ahora, queda disfrutar de los hijos, la familia, los afectos, la salud y, por supuesto, del buen vino.
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