Daniel Saramaga aprendió el oficio de carpintero de su padre, estudió Economía y armó una mueblería con 25 locales. Tras la crisis de 2001, empezó otra vez desde cero y creó Patagonia Flooring
“Mis abuelos paternos vinieron de Ucrania en 1928 huyendo de las hambrunas y del mayor genocida de la historia, Joseph Stalin. Desembarcaron en el Hotel de los Inmigrantes y, dos días después, nació mi padre. En viaje a Buenos Aires, mi abuela resolvió que le pondría por nombre Antonio. Lo aprendió en el barco y le gustaba cómo sonaba. De hecho, lo llamaron así durante sus primeros años de vida. Recién cuando lo mandaron al colegio descubrieron que su verdadero nombre era Jorge Raúl… ¿Cómo sucedió esto? Mis padres, que sólo hablaban en ucraniano y usaban el alfabeto cirílico, jamás lograron hacerse entender con el responsable del Registro Civil. Muchos años después, mi viejo supo que el médico que asistió a mi mamá en el parto se llamaba Jorge Raúl”.
Daniel Saramaga cuenta su historia, la de su familia, con pasión. Ya hizo este ejercicio varias veces, hasta la raíz más profunda. “Podría escribir un libro”, dice. El abuelo Andrzej –que nació en el imperio austrohúngaro y, un día, terminó siendo ucraniano- tenía un oficio: era peón de albañil. Se instaló en el Bajo Flores, al lado del arroyo Cildáñez, donde aún se pescaba. Construyó su casa sobre un buen terreno, con fondo largo. Algunos años más tarde el gobierno nacional le expropiaría parte de la propiedad para permitir el paso de la autopista Ricchieri. Trabajaba en las obras del centro, iba y volvía caminando. Desayunaba panceta, vodka y pan. “Laburó hasta los 70 años, cuando le salió la jubilazzia. Cuando se relajó y dejó de caminar, reventó de una embolia”, cuenta Daniel.
Andrzej tuvo varios hijos. “Fueron muchos hermanos, la mitad murieron”, insiste. El mayor, Jorge Raúl, trabajó como maletero en los hoteles del centro. Eran tiempos del ‘padre padrone’, cuando los hijos varones postergaban o abandonaban sus estudios para ayudar económicamente en el hogar. Antes de cumplir los 16, Jorge Raúl se fue de casa y consiguió trabajo como aprendiz en una carpintería. Durante dos años solo le pagaron viáticos y le dieron de comer. Pero aprendió el oficio con maestría.
Sigue Daniel Saramaga: “Después de hacer la colimba donde ahora es Tecnópolis, conoció a mi madre, Consuelo Rodríguez-Rodríguez, cien por ciento gallega, de Lugo y Orense, que era planchadora en Gath & Chávez. Se casaron y fueron a vivir a la casa de un pariente, en el pasaje Miramar, en Floresta, entre Zanabria y Gualeguaychú. Ahí, en la pieza del fondo, papá armó su primer tallercito. Hacía ebanistería de alta gama, siempre con un criterio de artista. Mamá empezó a llevar los números de una forma bastante precaria. En ese escenario, en el pasaje con olor a viruta, nací yo”.
Al poco tiempo, los Saramaga-Rodríguez –que no querían vivir alquilando- construyeron su primera casa en la calle Saldías 4354, en el centro de Floresta. En el frente, abrieron su primer local: “Carpintería Saramaga”. Cuatro años después, nació su segundo hijo, Reynaldo.
Cuando la economía familiar comenzaba a despegar, fueron estafados. “En su afán de progresar, en la época de Onganía, hicieron un cambio de propiedad y quedaron con una hipoteca enorme. Mi viejo, que había armado algo un poco más grande, Muebles Saramaga, con una docena de empleados, laburaba 18 horas por día y no alcanzaba. Mi vieja lloraba porque temía ser desalojada. Yo tenía 13 años y me rateaba del secundario para ayudar. Papá se paraba al lado mío y me decía ‘Tenés que saber de todo’. A su lado, aprendí a arreglar las máquinas, a manejar la garlopa… ¡Hasta aprendí a destapar cloacas! En esos tiempos hacían sabotajes: los empleados rebeldes cortaban los sachets de leche, los llenaban de aserrín y los tiraban por el inodoro. El aserrín se hinchaba, se tapaban los caños y denunciaban que la fábrica tenía los baños tapados”, recuerda Daniel.
Poco después, Jorge Raúl empezó a producir ‘petit muebles’ (todo lo que se puede cargar en un camión: mesas ratonas, de televisión, cajoneras…) y a su nueva empresa la bautizó con las primeras sílabas de los nombres de sus hijos: “Re-Dan”. Daniel, que recién había cumplido 16 años, salió a vender, a vivir la calle. Continúa: “Nos fue muy bien con eso, pero dependíamos de los muebleros. Yo tenía un registro trucho firmado por la municipalidad de Tres de Febrero y manejaba una Dodge 200 que no alcanzaba ni cien kilómetros por hora, pero recorrí toda la provincia de Buenos Aires con un viajante viejito que se llamaba Alejandro. Se convirtió en mi maestro, sabía de empatía, vincularse con la gente. Conocía a todos los muebleros por su nombre y siempre les hablaba de fútbol. En cada charla cambiaba de equipo. En Junín podía ser de River y en Pergamino se presentaba como fanático de Boca. La cosa es que nunca nos íbamos zapateros, siempre vendíamos algo”.
Un pariente de Daniel, por la rama de los Rodríguez-Rodríguez, a quien recuerda como “el tío Roberto”, estudió Ciencias Económicas y se volvió millonario. Todavía vive, tiene algo más de noventa años. En su reflejo, comprendió que la mejor opción que tenía para su vida era el estudio. “Cuando descubrí que el estudio era realmente para mí, todo se alineó. A los 15 años fui Perito Mercantil y a los 20 me recibí de Contador Público. Todo eso sin dejar de trabajar. A los 23 hice el doctorado y después cursé un máster”, dice con orgullo. Pensaba poner un estudio contable con algunos compañeros, lo iban a llamar Estudio Auditorium, cuando sucede lo que Daniel define como “el sisma”: su padre, Jorge Raúl, con apenas 49 años, sufrió un infarto masivo.
“Eran los tiempos de los cortes de luz programados, papá estaba como loco con eso porque no lo dejaban trabajar y le explotó el corazón. Sobrevivió, pero quedó muy mal: durante un año no pudo hacer más que ir del sillón a la cama. Tomé el control de la empresa y apliqué conocimientos que había adquirido en la universidad. Al año, cuando papá volvió al trabajo, se encontró con 70 empleados. Empezamos a crecer y crecer. Fundé una cadena de mueblería con 25 sucursales propias. La bauticé con los nombres de mis hijos, ‘André-Kevin’. Nació en los 80, atravesó el menemismo y chocó en 2001, cuando pasamos a no vender nada. Los locales eran todos míos, imaginate el impacto, el desastre”.
-¿Reconoce errores propios en este desastre?
-Sí, por supuesto, crecí en base al endeudamiento, modelo McDonald’s. Había crédito al 7 por ciento. La crisis me agarra con un endeudamiento no muy grande, pero las tasas pasaron del 7 al 70 por ciento. Todo era a corto plazo. Ahí, con el agua al cuello, cometí otro error: intenté mantener la empresa a flote, a cualquier precio, para salvar el capital humano. Fue la peor decisión. Lo que hay que hacer en ese caso es aplicar la Ley de Saramaga que dice que para un empresario hay una sola cosa peor que tener una empresa que pierde plata. ¿Cuál es? Esperarla. La pérdida se empieza a hacer una bola. Yo esperé a André-Kevin para cuidar el capital humano, pero tendría que haber hecho cirugía mayor. La prioridad es salvar la empresa, después todo vuelve a funcionar y volvés a dar trabajo. No me quedo más de dos meses perdiendo plata. André-Kevin terminó con un pasivo fantástico. Me tuve que concursar. Mi abogado me dijo: “Preparate porque se viene el divorcio”. Y no se equivocó.
Cuando hizo el curso para pilotear aviones, Daniel Saramaga aprendió que hay cuatro condiciones de máximo estrés en las que los pilotos no deben volar: durante una mudanza, tras la muerte de un familiar, cuando está atravesando una crisis económica y en medio de un divorcio. Todas tienen la misma importancia, precisa.
“Yo viví todas estas situaciones juntas. Mi padre se murió de los disgustos que veía. Mi mujer se fue con el profesor de salsa. Como no podía volver a mi casa, me mudaron. Y, como te dije, me fundí. Sufrí mucho. No sé cómo no me morí… Perdí todo. Me llevó 20 años levantar todos los muertos. Me quedé con la fábrica hipotecada hasta la manija y un solo local que terminé de pagar hace poco. Mientras trataba de salir, me acerqué a gente que me comió lo poco que me quedaba. Caranchos. La adversidad es imposible de transmitir. Fue una agonía larguísima: cuando el país estaba a punto de explotar, vino Cavallo con el blindaje y estiró todo”.
-¿Cómo sobrevivió? ¿Usted y la empresa?
-Muerto, me puse a pensar cómo salir. Estaba cuatro palos verdes abajo. Mi capital era mi conocimiento sobre la madera. Como acá estaba todo parado, opté por dedicarme a exportar. Vi que venían años de dólar muy caro y de mercado interno muy recesivo. El mueble no era una buena opción porque tiene un componente muy idiosincrático: el único país que logró una exportación fuerte de muebles en su balanza productiva son los italianos. En el mundo, los muebles se hacen en cada país. Salvo los muy berretas, tipo Ikea. Entonces me decidí por vender pisos. ¿Viste la película The Founder, que cuenta la historia de McDonald’s? Cuando salí a exportar, con los paquetitos de madera, yo era el boludo que recorría los boliches queriendo vender las batidoras… Enganché el boom de la construcción en Europa. ¿Por qué me fue muy bien? Llevaba madera exótica bien trabajada: lapacho, palo santo y ébano sudamericano, que son consideradas “preciosas”. Las vendía a buen precio, menos de lo que pedía la competencia, e igual ganaba plata. Los constructores no me conocían, pero asumían el riesgo de contratar a un extraño por la diferencia de costo. Así me fue muy bien: gané tres premios de la Fundación Exportar. El primero, por crear un nuevo rubro en la balanza comercial. El segundo lo gané por llegar a los cinco continentes. Tenía 30 clientes en todo el mundo. ¡Con la madera volví a Ucrania!
En el comienzo, Saramaga bautizó a su empresa de pisos de madera con el nombre South Nature. Le gustaba cómo sonaba. Cuando empezó a viajar, se dio cuenta de que no significaba nada, que no generaba mayor interés en los clientes. Entonces, como una aparición, surgió el nombre definitivo: Patagonia Flooring. “Con Patagonia te ahorrás todas las explicaciones: es una palabra que en el mundo tiene una connotación subliminal positiva muy constructiva”, aclara.
“Ahora exporto solo el 5 o 10 por ciento. Seguí la tendencia del mercado. Mejoré productos, sumé variedad. Yo empecé con cinco modelos de pisos instalados con un sistema que no se usa más. Ahora tengo 170 modelos de productos, que además de piso incluyen revestimiento para interior y exterior. Mi rubro en el mundo se llama “surfaces” (superficies). Hay exposiciones internacionales. Antes, si querías comprar un revestimiento tenías que recorrer madereras y aserraderos. No había un especialista en revestimiento natural. Y no había marca. Ahora estamos nosotros”, dice.
En la planta de Mataderos, Daniel todavía conserva algunas herramientas y máquinas que pertenecieron a su padre. Incluso, la primera garlopa de Muebles Saramaga, una pieza fundacional de este imperio maderero. Con pasión y experiencia de docente (fue profesor de Macroeconomía en las universidades de Belgrano y Morón) explica: “En esta máquina pasás la madera para hacer ‘cara y canto’. Ya no se usa más en el mundo. Trabajás torcido, apoyás la mano y si no estás atento te puede volar un dedo. Además, el ruido te aturde y se te llena la nariz de aserrín. Te vibra todo. Mirá, si un día te sentís saturado, te mandás ocho horas de garlopa y se te acaban los problemas existenciales. Es la mejor terapia. Mi viejo, cuando te veía algo desorientado, te decía ‘Te falta olor a garlopa, pibe’.
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