
Crímenes y pecados...en la cocina
Sabores que matan (Paidós), un reciente trabajo de la periodista gastronómica Raquel Rosemberg, propone un recorrido curioso tras los pasos de las comidas y bebidas en el género negro-criminal. Aquí, un capítulo en el que el genial Truman Capote es protagonista
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Una mañana, Truman Capote leyó en el Times de Nueva York la noticia de una masacre en un perdido pueblo de Kansas. Su olfato periodístico lo orientó hacia el lugar. Le pidió a su editor en The New Yorker, cubrir la nota. De los miles de palabras arrancadas a la cerrada sociedad de Holcomb, las largas charlas con los detenidos, las seis mil hojas de expedientes y un pase por el patíbulo surgió, en 1965, A sangre fría, la novela que había inaugurado el género literario de no-ficción.
El libro relata los ingredientes y la cocina –paso a paso– del encuentro entre unos y otros, tal como había ocurrido. Capote describe en cada línea a los protagonistas, enmarcados en los sabores de dos Américas, casi opuestas: una puritana, familiar, rubia, alejada del alcohol, con aroma a tarta recién horneada. La otra huérfana, adicta, morocha, borracha, con aroma a aceite rancio de fritura barata.
Capote escribió la novela a mano, con lápiz, acostado en su cuarto de hotel, con un cigarrillo en los labios y, sobre la mesa de luz, una taza de café intercambiable por un vaso de vodka. El libro fue un éxito, produjo millones: una parte del adelanto se destinó al pago de los honorarios de los abogados para apelar la sentencia de muerte de Perry y Dick, los asesinos. Otra, fue a parar a las lápidas, cuando los ahorcaron. Una tercera porción alimentó el costado gourmet de Capote en un restaurante italiano del East Side –elegido porque supuestamente pertenecía a la mafia, con mozo asesino a sueldo incluido– y en cenas íntimas, donde el escritor cocinaba soufflé Furstenberg (la especialidad de la casa) que él describía como: “una mezcolanza de queso y espinaca en la que se sumergen seis huevos escalfados antes de la cocción; el truco es cuidar que las yemas de los huevos se mantengan blandas, líquidas casi, cuando se sirve el soufflé”.
Los unos. Holcomb es un pueblo agrícola, en Kansas, Estados Unidos. Tiene un café, el Hartman, donde se sirven bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación, porque Holcomb es un pueblo seco, “zona de Biblia”. Aquella madrugada de noviembre de 1959 ni un alma oyó los cuatro disparos que terminaron con los Clutter.
El jefe de esa familia, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y era el ciudadano más conocido de la comunidad: un self made man. Era metodista y profundamente religioso. El alcohol y el tabaco no podían cruzar las fronteras de su casa. Vivía con su mujer, Bonnie, enferma de los nervios, y dos de sus hijos: Kenyon, el varón, y Nancy, la mimada del pueblo. Como consecuencia de la enfermedad de su mujer, el padre de familia y la hija se hicieron cargo de la cocina familiar: en todo Kansas no había una mujer que amasara el pan o los pastelitos de coco como Herb. Los frutales eran su pasión. Su hija los transformaba en postres, como la tarta de cerezas doradas y calientes, debajo de un enrejado de masa, que ella le enseñó a preparar a una vecina, la víspera de la tragedia.
TARTA DE CEREZAS
Unir con la punta de los dedos 300 g de harina 0000 con 200 g de manteca bien fría, 100 g de azúcar y 1 huevo. Formar un bollo y dejarlo descansar 1 hora en la heladera. Estirar la masa con palote y forrar con parte de la misma, una tartera de 26 cm (enmantecada y enharinada), cortar el sobrante de masa y reservarlo. Pinchar la tarta, pincelarla con dulce de cerezas, espolvorear con bizcochos y almendras molidos. Distribuir por encima 300 g de cerezas descarozadas. Estirar el sobrante de masa y cortarlo en tiras de 2 cm. Hacer un enrejado sobre la tarta y cocinarla enseguida, en horno precalentado, moderado a fuerte, unos 25 minutos. Retirar, espolvorear con azúcar impalpable y servir caliente o tibia.
No por nada la joven Clutter ganaba los concursos de repostería y conservas en las ferias de la región. Kenyon también sumaba esfuerzos a la veta gastronómica familiar. Había inventado una sartén eléctrica, honda, como para cocinar un puchero o alguno de los patos o faisanes, aves que estaban en temporada de caza, y que eran protagonistas de las cenas íntimas. Los Clutter estaban preparando una gran comida para festejar el Día de Acción de Gracias con el resto del clan, proveniente de varios rincones del país. Eran una clásica familia americana.
Los otros. Perry Smith, de padre irlandés y madre cherokee –una alcohólica que murió ahogada en sus vómitos–, estaba en libertad bajo palabra y cargaba con una armónica y una guitarra, sus tesoros. Bebía root beer helada y aspiraba el humo de unos Pall Mall. Tenía piernas de enano porque había sufrido un accidente de moto. Las secuelas le requerían varios cócteles de aspirinas diarios.
Dick Hickock, compañero de andanzas de Perry, se las daba de sibarita. Le gustaba pedirse un Orange Blossom, vodka con jugo de naranja, y también estaba en libertad bajo palabra. Los dos viajeros habían planificado un golpe tan perfecto “como una breva madura”: en pocas horas se harían con un buen fajo de dólares y sin nada de testigos; podrían irse a México e iniciar una nueva vida.
Pero antes de pasar a la acción debían llenar las tripas. El menú estimulante consistió en dos bifes –bien sangrantes–, papas al horno, papas fritas, macarrones, succotash (guiso de maíz) y ensalada, aunque la guarnición no estaba completa si faltaban los aros de cebolla, condimentados con un toque hot: el aderezo de salsa picante Mil Islas.
AROS DE CEBOLLA
Cortar cebolla en aros anchos, de 2 cm. Hacer una pasta mezclando en un bol 300 g de harina, 3 huevos, 100 cc de cerveza, sal y la pimienta. Sumergir las cebollas en la pasta y freírlas en una cacerola con abundante aceite caliente, hasta que estén bien doradas. Escurrirlas y servirlas acompañadas con ketchup picante.
Para el postre, los viajeros optaron sólo por bollos de canela, tarta de manzana y café. La remataron con puros y cargaron con una buena cantidad de jelly beans, pastillas dulces y blandas, para matizar el largo viaje. Eran el antisueño americano.
El encuentro. El 16 de noviembre de 1959 era domingo. Los Clutter faltaron por primera vez a su cita con Dios. La tranquila comunidad de Holcomb no podía explicarse el motivo. Bob Johnson, el agente de seguros que después de largas persecuciones logró sacarle, el día anterior, a Clutter la primera cuota de un seguro de vida, se disponía a hundir su cuchillo en un faisán asado y caliente, cuando le dieron la noticia. Aún le quemaba el cheque en el bolsillo. Los parientes, que debían celebrar la Acción de Gracias, fueron convocados con anticipación; pero el motivo de la invitación había variado: los bocados pasaron a formar parte del menú servido en el funeral. Herb Clutter presidiría la mesa desde su ataúd. Por unos cuarenta dólares, a diez dólares la vida, los cuatro Clutter habían sido asesinados a sangre fría.
A mil doscientos kilómetros de distancia, Dick Hickock disfrutaba de una cena dominguera, donde no faltaron los pepinillos, su manjar predilecto y por el que algunos lo llamaban “Pickles”. Perry Smith descansaba con el sonido de una portátil “prestada” por el más chico de los Clutter. A los pocos días, para acompañar la lectura de sus hazañas, descriptas en las primeras planas, Dick comía emparedados de ensaladilla de pollo, que matizaba con bistecs, chocolatines Hershey y pastillas de goma, y su compañero, más clásico, optaba por hamburguesas, rot beer con aspirinas y cigarrillos. En sus sueños el panorama variaba, influenciado por el estilo de las víctimas: una gran mesa familiar aparecía cubierta con fuentes de ostras, pavos, salchichas y fruta como para hacer un millón de macedonias. Los sueños de Dick eran menos hambrientos; él se conformaba con pollos dorados. Para matar el tiempo, el dúo optaba por Coca-Cola, por aquello de que todo va mejor. Cuando partieron para México, la estadía tuvo sabor a tortillas y chile. La falta de metálico los hizo regresar al hogar, donde el menú era escaso: sólo chocolatines y algunos bocados que llegaban a rapiñar en comercios.
Por ese entonces, el sheriff Alvin Dewey, encargado del caso, disfrutaba de un mejor pasar gastronómico. Su esposa, oriunda de la ciudad gourmet de Nueva Orleáns y a quien le encantaba cocinar, le preparaba paltas rellenas con ensalada de cangrejo, carnes asadas y platos fríos, a base de productos orgánicos. Pero durante cuarenta días, el lapso de la investigación, por el garguero del agente sólo pasaba café.
Camino al segundo encuentro. Después de una larga pesquisa, el dúo fue puesto preso. En esa etapa, las ollas estuvieron a cargo de Josie Meier, la mujer del vicesheriff del condado de Finney. La tarde en que los llevaron, les preparó seis pasteles de manzana y algo de pan. El menú de la primera cena en galera consistió en una sopa caliente “de verdura, no de lata”, café, bocadillos y pastel. A Perry, por quien sentía compasión, Jossie llegó a prepararle arroz a la española, el plato de sus sueños. Después de un tiempo, Perry se había hecho adicto a la comida de “la otra América”. Engordó siete kilos. Cuando tuvo que recibir a un ex compañero de su paso por Corea, pidió a la cocina ganso relleno asado con salsa, papas a la crema, arvejas, gelatina de ensalada (aspic) con galletas calentitas, acompañado con leche fría, para terminar con tarta de cereza, queso y café.
Mientras tanto, la subasta de la finca Clutter atraía a miles de personas, fue como un segundo funeral. Los graneros fueron convertidos en una gran cafetería, provista de doscientos pasteles caseros, ciento veinte kilos de carne para hamburguesas y veinte kilos de jamón. Por supuesto, sin una gota de alcohol.
Durante el juicio, los chicles calmaban los jugos gástricos de ambos presidiarios. Después de la sentencia, pasaron a la penitenciaría masculina del estado de Kansas, al pabellón que se conoce como Hilera de las Celdas de la Muerte, que compartían con un joven, devorador compulsivo, que planificó convidar a su familia con un festín de arsénico pero que por un cambio de carta, de último momento, suplantó los platos por un salpicón de Luger, calibre 22.
El día D llegó. Perry y Dick coincidieron en el menú de la última cena. Ambos pidieron camarones, papas fritas, pan al ajo, helado y frutillas con crema. Después, camino a El Rincón, o “visita al almacén”, distintas maneras de llamar a la horca, masticaban chicle de menta, que escupieron en la mano del capellán. Iban con la panza llena, camino a un mundo mejor, al segundo encuentro con los Clutter.
Truman Capote, A sangre fría, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
La autora es periodista. Editora de la revista El Conocedor.
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