
DE CIRUELAS Y CEREZAS
Un film iraní y un viejo poema se unen por el sabor, por el deseo de celebrar la vida
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El sabor de la cereza tiene un algo de acidez medio perdido, y un dulzor que lo apaga sin matarlo. El gusto es agradable y refrescante. En cambio, el sabor de la ciruela roja -más común entre nosotros- es dulce e incitante. Las dos frutas crecen en árboles parecidos, con ramas que dan flores blancas que son como una fiesta.
En la película iraní de Abbas Kiarostami (precisamente, El sabor de la cereza), se cuenta que un joven padre de familia, perturbado por el sinsentido de la vida, decide matarse y sale de noche hacia el campo para cumplir su destino. Extraviado en la oscuridad, pierde los pasos y se entrevera en el ramaje de un monte de cerezos y, casi sin querer, come unas pocas cerezas maduras. En ese momento empieza a clarear, y el sabor y la luz de los frutos le devuelven el sabor y la luz de la existencia que ya creía perdida. Yo jamás había visto una película de Kiarostami y tampoco una película iraní. Irán, a primera vista, no sugiere la idea de que pueda disponer de una cinematografía propia. A primera vista, un país arrasado por la seca pasión del fundamentalismo, donde la libertad es siempre un sueño, ¿qué espacio permitiría a la imaginación creadora?
Pero he aquí este film, El sabor de la cereza, y entonces es preciso volver a preguntarnos todo alrededor de Irán. Sólo que no es ése el propósito de esta nota, sino el registro -mucho más modesto- de una provocativa y agradable sorpresa.
Al principio mencioné las ciruelas junto a las cerezas porque la película me recordó automáticamente un poema de William Carlos Williams, cuyo asunto consiste en unas ciruelas robadas en plena noche. No es que el film de Kiarostami tenga algo que ver con el poema de Williams ni que haya semejanzas tan notorias entre las frutas mencionadas, porque, en rigor, si bien las dos pertenecen a una misma familia no son siquiera similares, y si yo me acordé de Williams fue porque inmediatamente creí recordar que su poema se refería a unas cerezas y no a unas ciruelas. Volví al libro y vi entonces que el poema -que se llama Es sólo para decirte...- trata de ciruelas, salvo que, para el caso, esas ciruelas que el poeta norteamericano descubre en la heladera de su casa a la madrugada cumplen una función análoga a las de las cerezas del film, ya que le salvan la noche de insomnio y lo hacen feliz y le inspiran un pequeño poema donde se cuenta esa dicha, que yo ahora evoco y que asocio, quizá caprichosamente, con la muy bella y austera película iraní que vi hace pocos días.
El poema de Williams, por otra parte, es tan sintético y justo como una misiva doméstica, y en este sentido podría corresponderse con la economía de recursos y el rigor formal de la película. El poema está compuesto por tres estrofas de cuatro versos cada una (dado que la traducción es mía, pido anticipadas excusas por su imperfección) y dice así: Me he comido / las ciruelas / que estaban / en la heladera... Y que tú / probablemente / habías guardado / para el desayuno... Perdóname / Estaban deliciosas / Tan dulces / y tan frías...
Siempre me he figurado al poeta errando por la casa silenciosa, mientras su mujer duerme en la noche de verano y él procura derrotar el insomnio encaminándose al jardín. Un hombre solo y serenamente angustiado, que busca el consuelo de algo que no conoce y entonces da con esas ciruelas y las encuentra deliciosamente dulces y frías y seguramente nuevas, como un discreto pecado estimulante. El talentoso director de cine iraní Abbas Kiarostami se mete en la piel de un hombre joven que desea morir. La película no nos dice de dónde viene ese deseo de muerte, pero quizá se deba a que el joven nunca se topó -sorpresivamente- con un monte de cerezos o con ciruelas robadas en medio de la noche. Tal vez, en ciertas ocasiones, ya nada sea suficiente para alejarnos de ese último acto que todas las religiones condenan; ni siquiera la redención por los frutos. Pero yo tengo la impresión de que, con su bello y áspero film, despojado de toda complicidad esteticista, Kiarostami derrotó los peligros de sus propios suicidios y siguió adelante, él con sus cerezas, del mismo modo que Williams lo hizo con sus ciruelas.






