Descollante: la función primordial del cuello en el estilismo del vestido
Descollar es un verbo de empleo tan infrecuente que hay hasta quienes se atreven a considerarlo obsoleto. Pero no lo está y me viene de perlas para las partes del cuerpo que en esta crónica busco destacar: el cuello y el escote.
Sección emergente de la columna vertebral, el cuello revela, con una elocuencia imposible de ignorar, nuestros estados de ánimo y determina nuestro porte. Es el nexo donde se define la buena allure, la fina estampa, de cabeza alerta, espalda recta como con plomada, hombros relajados pero firmes y cuello llevado con gracia, cualquiera sea tu género. La distinción, concepto clave, se reafirma allí, en el cuello, lo que explica su gran importancia los asuntos del vestido. Mientras la moda fue expresión exclusiva de los valores de las clases dominantes, se tenía por ideal al cuello femenino, alargado, delgado, terso, y definido "aristocrático".
Cuando tras las privaciones de la Segunda Guerra el lujo volvió a la moda arrebatado, las modelos más significativas, como Dovima o Lisa Fonssagrives, de las revistas faro, Vogue y Harper's Bazaar, eran exquisitas criaturas, imperturbables y distantes, cuyos cuellos gráciles aseguraban un port de tête de reinas de fábula. Hacia comienzos de los 60, Richard Avedon capturaba en blanco y negro imágenes de mujeres de la nobleza europea, agentes de estilo, las más notables Marella Agnelli y Jacqueline de Ribes, de rasgos inusuales y cuellos como tallos, que parecen seres de ficción en una época, como la nuestra, en cuya cápsula estética no hay ninguna cabida para semejantes refinamientos.
Fue en aquellos mismos años cuando el gusto estaba aún regido por los códigos de las altas esferas que se admitió oficialmente, y sus colegas concordaron, que Cristóbal Balenciaga, era el couturier que coronaba las jerarquías de la moda. Una de las señales que caracterizan su visión y lo hacen instantáneamente reconocible son las varias tácticas que desplegó para dar al cuello un lugar de privilegio y una función primordial en su estrategia elitista del vestido.
Tu buscador te llevará hacia todos esos tesoros.
Y también hacia una pintura que contiene un ideal platónico de cuello y escote: el Retrato de Madame X, que John Singer Sargent ejecutó en París en 1883 y con el que escandalizó tanto a la sociedad hipócrita de la Belle Époque, que se vio obligado a proseguir su itinerario en Londres.
Sin embargo, el pintor mayor de la mundanidad lo consideró su obra más acabada. La señora en cuestión, Amélie Gautreau, fue la esposa, estadounidense, reputada por su belleza y sus infidelidades, de un banquero francés, notorio él por su riqueza. En la obra, de más de dos metros, ella posa de pie, con la cabeza de perfil, el pelo recogido hacia la nuca, y el cuerpo enfrentado a nuestra mirada. Finos breteles de brillantes apresan su vestido de raso negro, de la Maison Félix, de París, por los extremos del pronunciado escote en corazón. Un polvo de arroz color lavanda da una blancura irreal y un suplemento de desnudez a su rostro, cuello, escote y brazos.
Y eso es moda.
Irónicamente, la obra de Sargent pertenece, desde 1916, al Museo Metropolitano de Nueva York, el mismo cuyo Costume Institute se consagra a reescribir la historia de la moda en una versión conforme a la estrechez cultural de las grandes corporaciones.
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