El duelo necesario
El 14 de diciembre de 1861, a los 42 años, moría el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha. Era el marido de la reina Victoria, de Inglaterra. Ella, por su parte, falleció cuarenta años después. Su duelo por la pérdida de Alberto la sumió durante ese lapso en un luto ininterrumpido, acaso el más prolongado del que se tenga memoria. Durante esas cuatro décadas la reina preparaba cada mañana la ropa de su consorte, el negro en su propia vestimenta se instaló como señal y de allí se extendió socialmente la costumbre de que ese color designara al duelo. Era más que una formalidad. Victoria había amado profundamente a Alberto, y el príncipe había sido un guía fundamental en su reinado, bregando por una monarquía constitucional, menos imperial. El dolor de la reina jamás se mitigó hasta su propia muerte.
Más allá de algunas confusiones etimológicas que lo ligan con la idea de enfrentamiento (“duelo a muerte”, por ejemplo), el duelo que sigue a una pérdida proviene del término dolor. Duelar es dar espacio al dolor, dejar que siga su curso, permitir una emoción que honra al vínculo entre quien muere y quien lo sobrevive. En una carta a la viuda de un amigo, Freud escribió: “Quien ha sufrido una gran pérdida tiene derecho a que lo dejen en paz. Llorar a los muertos es un proceso íntimo que no debe soportar interferencias”. Proponía así no sofocar el dolor ni anestesiarlo con interpretaciones psicoanalíticas.
Por cierto, un duelo de cuarenta años, como el de Victoria, tiene rasgos patológicos. Pero saltearse ese proceso, reprimirlo, no es menos disfuncional. Y habría que preguntarse si no es éste un hábito que se instaló en estos tiempos. Resulta llamativa la predisposición de mucha gente que sufre pérdidas dolorosas y trágicas a aparecer rápidamente en televisión u otros medios sometiéndose a impiadosos, invasivos y hasta morbosos interrogatorios. El duelo abandona así su condición de proceso íntimo, interior y privado y se convierte en espectáculo. Aun en circunstancias que no se hacen públicas suele predominar la urgencia por transitarlo a toda velocidad para pasar pronto a otra cosa.
Quizás se trate de una faceta más de lo que Zygmunt Bauman bautizó como tiempos líquidos, en los que nada se consolida, hecha raíces, se corporiza, se mantiene y trasciende. En su breve ensayo En la tristeza pervive el amor, la psicoterapeuta y escritora austríaca Elisabeth Lukas (discípula dilecta de Víktor Frankl) recuerda que el luto requiere calma y soledad. No eternas, pero sí reales y necesarias para encarar lo que significa una pérdida existencial. Una cultura que hace permanente apología de la diversión, de lo instantáneo, de la novedad, de lo utilitario deja poco espacio, tanto colectivo como individual, a los duelos.
Un duelo es la consecuencia de la muerte de alguien o de algo. El terapeuta existencial Alfried Längle, también austríaco, apunta (en su trabajo Vivir con sentido), que los avances de la técnica y la ciencia llegaron a hacernos creer que podemos controlar todo y que ya no es necesario considerar seriamente a la muerte como una posibilidad. “Reprimiéndola y excluyéndola, escribe, nos deshacemos de buena parte de la vida”. Los duelos aceptados y transitados son procesos por los cuales se reconoce, se valora y se agradece lo vivido, lo sembrado, lo compartido. Pero necesitan tiempo y también ser respetados. En primer lugar por los propios y en segundo por los ajenos. La vida entera, con todas sus circunstancias, es un regalo, dice Lukas. Y un duelo nos confirma que hemos sido obsequiados. Podría decirse entonces que duelar es una señal de agradecimiento. No está de más darse tiempo, espacio y silencio para recordarlo.n