
El Impenetrable, un paraíso hostil que atrapa y no suelta
Una cronista se interna en el nuevo parque nacional, el número 33, para vivir una aventura que define como "extrema y rudimentaria"
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Hace cuatro días que exploramos este paraíso hostil. Un reino animal ambiguo por lo agreste y fatigoso del monte. Siento frío dentro de la bolsa de dormir y me acurruco para darme calor. El aislante térmico inflable no parece tan eficaz. Pero es mullido y cómodo, y amortigua las espinas y raíces del suelo. Antes de armar la carpa macheteé el terreno. Es evidente que olvidé un sector. Mis compañeros de aventura matean alrededor del fogón. Escucho sus risas. Seguro que Chiquito, uno de los guardaparques chaqueños, los está animando con uno de sus cuentos. Es un tipo duro pero histriónico, de dos metros y 110 kilos. Su presencia disuade, pero es noble como el frondoso algarrobo de 200 años, de nombre Arquati, que días atrás talaron por venganza. Gheringuelli, su compañero, y Cheschán, el policía ambiental, son más reservados. Los dos primeros actúan como soldados dispuestos a todo por su hábitat. Lo custodian en soledad. Sin armas ni chaleco antibalas, sin abrigo ni alimentos. Con un sueldo exiguo como contratados. Pero no se quejan y yo me pierdo el show de sus cuentos. Estoy cansada y me arden los ojos por las diez horas diarias arriba de un bote por el río Teuco. La autoridad releva la presencia de furtivos. En esa faena, el viento hirió mis retinas. A ellos eso no les pasa. Son gente cuya genética admiro: capaces de sobrevivir en la intemperie bajo condiciones extremas y a bajo costo.
Noté que a pesar del frío ninguno tiene guantes. "El cielo ya no puede esperar", me ordeno. Apago la linterna y cierro el libro cuando me faltan diez páginas para terminar Hombres buenos. Una novela atrapante que desentona en tiempo y espacio con el campamento donde estoy. Dejo las peripecias parisinas de dos académicos en vísperas de la Revolución francesa, levanto la vista y el hechizo es de tal intensidad que me nubla la razón. Me zambulle en una especie de vigilia de ensoñación: un tapiz plateado y la sensación de que en el cielo no cabe una estrella más. Resplandecen con un fulgor impar hasta en tonos violáceos. Las hay fugaces también. Horas antes vi la luz de Venus proyectada en el río como una lanza blanca. La ecuación para mí siempre es la misma: a menor desarrollo, mayor belleza. Y eso que en este viaje prácticamente no avistamos fauna. Salvo por los yacarés overos, cientos de sus crías recién nacidas, apiñadas en dulce montón, de las cuales sólo un 10 por ciento sobrevivirá, y variedades de aves de todo tamaño y color. Me enamoré de los jaribús, con sus "collares" granate, y de la elegancia de las garzas mora. Parecen salidas de un lienzo de Monet. Hay tanta agua en La Fidelidad que los animales (pumas, tapires, guazunchos, pecaríes, ocelotes, gatos monteses, zorros, aguará guazúes y popés, monos, tatús, hurones y zorrinos, entre las 62 especies de mamíferos de este parque cerrado por una cuestión legal) ya no se pasean por el "spa" de la ribera, donde se los suele ver. Se esparcen por las 150.000 hectáreas de bosques, pastizales, humedales, bañados y lagunas de este gran vergel. "Un futuro parque como el Kruger -me dijo antes Sofía Heinonen, una bióloga tesonera, capaz de empequeñecer a cualquier mujer-, donde el atractivo mayor será el avistaje de fauna silvestre y el ecoturismo de acampe." Quienes impulsaron la reserva apuntan a la demanda urbana creciente por la vivencia natural y sueñan con activar la economía local. Otra serían las perspectivas -dicen- para los asentamientos wichí, qom y mocoví en zonas aledañas, si el parque se estrena bajo el paradigma de la conservación como consecuencia de la producción: frutos del monte (miel, harina de algarroba, charque), artesanías en chaguar, servicios y guías turísticos. Sin baqueanos, acá no se llega lejos. La riqueza de la experiencia está en contar con intérpretes del hábitat y conocedores de la cultura del Gran Chaco. Como Alesio, que nos cocina guisos riquísimos en el caldero del fogón.
Ebria de estrellas, paso una hora de trance. El rocío se cuela por el enrejado transparente del techo de mi carpa. Tiene forma de iglú. Y un cierre previsor en el techo para espiar el universo. De pronto, cientos de manchas color canela surcan el cielo entonando al unísono si-ri-rí. Son los patos de ese nombre. Vuelan de noche y siempre en bandadas. "La unión hace la fuerza", y pienso que todo está cifrado en la naturaleza.
Repaso los puntos altos de la travesía hasta ahora: el caimán solitario más grande que vi, que retozaba pancho a orillas del Teuco. Nos acercamos tanto que, cuando bajé del bote para filmarlo, saltó eléctrico de un respingo, dobló el cuerpo como una lombriz y se hundió en el agua sin volver a salir. Dicen que entre el abdomen y el tórax se valen de un seudodiafragma que les permite contener la respiración por tres horas. Por eso Chávez, un lugareño que visitamos el primer día, se quejaba de sus ovejas y corderos muertos. Los agarran en la orilla del agua, los sumergen al fondo hasta ahogarlos para luego engullirlos.
La otra escena fue surrealista: los dorados saltan en el agua como delfines pero caen con ruido de sopapas y los sábalos, por sus piruetas, se creen mojarritas. Sofía me contaba que cien años atrás el Teuco o Bermejo era una pasarela de jaguares. Hoy están casi extintos en el Gran Chaco. Quedarán unos 20, según el conteo de científicos. Pero Sofía sueña con reintroducir una población mayor y convertir las selvas en galería en un desfiladero de yaguaretés. Así se los ve hoy en el Pantanal brasileño. Los turistas pagan fortunas por otearlos en acción: cazan, nadan, trepan y se aparean sin pudor. Yo me conformo con poder ver la sombra de un puma.
Con los primeros haces de luz nos despierta el canto de los "gallos del Teuco", las charatas, y se inicia la ronda de mates frente al fogón. Las reinas moras azules en lo alto de la copa de los alisos nos escudriñan con precaución. Cuesta levantar campamento. Hay demasiados bártulos. Somos una expedición trashumante, con cuatro puntos diferentes de acampe a lo largo de un tramo de 150 km del Teuco. Es la distancia ribereña que ocupa La Fidelidad, escindida entre Chaco y Formosa. La velocidad de Sofía para desarmar carpas, enrollar bolsas, armar mochilas y guardar la comida me deja a mí como una tortuga artrítica. Igual, cada tanto me "pierdo" entre chañares y palosantales, con la ilusión de tener un "encuentro cercano del tercer tipo" con grandes o pequeños predadores del monte.
"Lo bueno es que después de cinco días sin bañarnos, ninguno de los siete huele mal", se ríe uno ya en el tramo final. Nos espera la parte adrenalínica: dejar el bote en el Teuco fuera de La Fidelidad, en cuya tabla de madera quedó impresa mi humanidad; caminar 7km con nuestras pertenencias a cuestas por un bosque anegado, el agua cubierta de repollitos verdes hasta arriba de las rodillas, para alcanzar la laguna La China. Y atravesarla una hora a remo en canoas. Habrá que empujarlas -y pesan- cuando no haya profundidad. Luego, llegar hasta la camioneta para salir por el puente Zapallar.
El trekking mojado me entusiasma, aun convertida en mula. Traje las Crocs, ese "genocidio de la moda", más útil que las botas de goma de caña alta que actúan como termos de agua helada.
Sofía toma la delantera y se anota varios cuerpos de ventaja. Yo soy la feta del sándwich y Pristu viene atrás. Chiquito, el solidario, carga delante de todos los equipos de Pristu, un bolso que pesa como un tapir. Transcurre una hora y del rezagado no hay huellas ni eco. ¿Lo atacó un puma? ¿Lo picó una yarará? La heroína de Sofía desanda sus pasos para ir a buscarlo. Nos preocupa porque al grito de "Pristu, ¿estás?", no contesta. Treinta minutos después aparece con las suelas desprendidas de sus borcegos en ambas manos. La escena es cómica por lo trágica: en el fango hay cardones y espinillos filosos como dagas. Chiquito corre a alcanzarle unas alpargatas.
La laguna es un oasis donde reina la confraternidad: hay maticos tricolores (negro, amarillo y blanco) águilas solitarias y crestadas, garzas blancas, calacantes y el buen augurio del vuelo migrante de los gansos de monte, que parecen golondrinas. Quienes amen la aventura en su versión más extrema y rudimentaria, este nuevo parque nacional, el número 33, será una experiencia impar. Pero claro, antes habrá que estar a altura de semejante porción de naturaleza para apreciar un tipo de belleza que, una vez que te atrapa, ya nunca más te suelta.
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