
El no se que de los Parques de Londres
Los inmensos espacios verdes de la capital inglesa no sólo dan aire a la ciudad. También ofrecen esparcimiento muy variado a sus habitantes
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En pleno centro de una ciudad inolvidable, cerca de 500 hectáreas de parques transforman a Londres en una de las grandes capitales con más espacios verdes del mundo. Y no se trata de cualquier tipo de espacio verde. Los ingleses, siempre amantes de la jardinería, han hecho de estos sitios maravillosas zonas de césped, árboles y flores que constituyen remansos amables entre el trajín permanente de la ciudad.
El tráfico de Londres, en la que viven ocho millones de personas, resulta enrevesado y caótico. El movimiento de gente, sobre todo en el centro y en horas pico, es eterno y hasta molesto. La mezcla de razas y nacionalidades -indios, africanos, asiáticos, latinos- hacen de la capital del Reino Unido algo parecido a una Babilonia. Pero entre ese fárrago están los parques, donde siempre hay calma, salvo en los bulliciosos domingos, y una sensación de interminable llanura.
Los parques principales son el Hyde Park, los Kensington Gardens (ambos suman 260 hectáreas), el Saint James Park, el Green Park (los dos, unas 50 hectáreas) y, un poco más alejados del centro, el Regent´s Park y Primrose Hill (ambos, 160 hectáreas). Esto sin contar las decenas de plazas y plazoletas pequeñas que salpican toda la ciudad, y sin contar, tampoco, los enormes parques que hay alejándose un poco del centro. Además, estos jardines, que hasta hace unos siglos funcionaron como cotos de caza, no sólo son un muestrario de variedades de árboles y plantas, sino que ofrecen también una diversidad de fauna que los transforma en zoológicos de animales libres.
En el Saint James, por ejemplo, hay más de 40 especies de aves, desde patos hasta ampulosospelícanos, que transitan a gusto por el lago artificial. Muchas especies han sido llevadas desde otros sitios del mundo y no han tenido problemas de adaptación; el suelo es rico en vermes y gusanos, y eso ayudó. Ahora, genéticamente acostumbradas a las personas, no dudan en comer de la mano y en pasearse, orondas, entre los visitantes. Y no carecen de mimos; es algo usual toparse con londinenses que se dedican a alimentarlas.
Un joven anda por ahí con una bolsa en la que carga unos cinco kilos de pan lactal. "Vengo todos los días a darles de comer. Es mi diversión", explica, y lanza las rodajas al agua como si fueran monedas de harina.
Otro animal que abunda es la ardilla, de carácter absolutamente sociable. Han sido importadas de América del Norte y se adaptaron con facilidad a este entorno inglés. Si se les ofrece maní, o alguna fruta seca, no tendrán problemas en trepar por la pierna del benefactor hasta alcanzar su premio. Por supuesto, proliferan las palomas y otros pájaros, como la funeraria e inquietante corneja negra, que tiene pinta de mal presagio, pero que igual es hermosa. El colmo de estos zoológicos al aire libre está en el Holland Park, un parque pequeño dedicado, sobre todo, a los deportes; es sábado a la mañana y, en una de las calles vecinas, dos pavos reales se pasean sobre el pavimento, como dos exóticos y ostentosos peatones.
Todos los parques principales cuentan con su correspondiente lago y con sus animales. En esto no hay tantas diferencias; sí las hay en lo que respecta a los humanos que los transitan. Porque en los parques hay una serie de prohibiciones, que por ejemplo suman 47 en el caso del Green y del St. James, y que van desde la prohibición de pedir dinero, andar en bicicleta, tocar música o practicar deportes hasta la de realizar discursos en público.
Esto último no rige en el Hyde, o al menos no rige en una famosa esquina que da a Marble Arch, en pleno caos céntrico de Londres. Esa esquina se llama Speakers Corner y el nombre es muy gráfico: desde 1872, cuando la reina de Inglaterra advirtió que la gente necesitaba un lugar en el cual expresarse, allí se puede decir lo que uno quiere, como uno quiere, siempre que se trate de un El tráfico de Londres, en la que viven ocho millones de personas, resulta enrevesado y caótico. El movimiento de gente, sobre todo en el centro y en horas pico, es eterno y hasta molesto. La mezcla de razas y nacionalidades -indios, africanos, asiáticos, latinos- hacen de la capital del Reino Unido algo parecido a una Babilonia. Pero entre ese fárrago están los parques, donde siempre hay calma, salvo en los bulliciosos domingos, y una sensación de interminable llanura.
Los parques principales son el Hyde Park, los Kensington Gardens (ambos suman 260 hectáreas), el Saint James Park, el Green Park (los dos, unas 50 hectáreas) y, un poco más alejados del centro, el Regent´s Park y Primrose Hill (ambos, 160 hectáreas). Esto sin contar las decenas de plazas y plazoletas pequeñas que salpican toda la ciudad, y sin contar, tampoco, los enormes parques que hay alejándose un poco del centro. Además, estos jardines, que hasta hace unos siglos funcionaron como cotos de caza, no sólo son un muestrario de variedades de árboles y plantas, sino que ofrecen también una diversidad de fauna que los transforma en zoológicos de animales libres.
En el Saint James, por ejemplo, hay más de 40 especies de aves, desde patos hasta ampulosos pelícanos, que transitan a gusto por el lago artificial. Muchas especies han sido llevadas desde otros sitios del mundo y no han tenido problemas de adaptación; el suelo es rico en vermes y gusanos, y eso ayudó. Ahora, genéticamente acostumbradas a las personas, no dudan en comer de la mano y en pasearse, orondas, entre los visitantes. Y no carecen de mimos; es algo usual toparse con londinenses que se dedican a alimentarlas.
Un joven anda por ahí con una bolsa en la que carga unos cinco kilos de pan lactal. "Vengo todos los días a darles de comer. Es mi diversión", explica, y lanza las rodajas al agua como si fueran monedas de harina.
Otro animal que abunda es la ardilla, de carácter absolutamente sociable. Han sido importadas de América del Norte y se adaptaron con facilidad a este entorno inglés. Si se les ofrece maní, o alguna fruta seca, no tendrán problemas en trepar por la pierna del benefactor hasta alcanzar su premio. Por supuesto, proliferan las palomas y otros pájaros, como la funeraria e inquietante corneja negra, que tiene pinta de mal presagio, pero que igual es hermosa. El colmo de estos zoológicos al aire libre está en el Holland Park, un parque pequeño dedicado, sobre todo, a los deportes; es sábado a la mañana y, en una de las calles vecinas, dos pavos reales se pasean sobre el pavimento, como dos exóticos y ostentosos peatones.
Todos los parques principales cuentan con su correspondiente lago y con sus animales. En esto no hay tantas diferencias; sí las hay en lo que respecta a los humanos que los transitan. Porque en los parques hay una serie de prohibiciones, que por ejemplo suman 47 en el caso del Green y del St. James, y que van desde la prohibición de pedir dinero, andar en bicicleta, tocar música o practicar deportes hasta la de realizar discursos en público.
Esto último no rige en el Hyde, o al menos no rige en una famosa esquina que da a Marble Arch, en pleno caos céntrico de Londres. Esa esquina se llama Speakers Corner y el nombre es muy gráfico: desde 1872, cuando la reina de Inglaterra advirtió que la gente necesitaba un lugar en el cual expresarse, allí se puede decir lo que uno quiere, como uno quiere, siempre que se trate de un El tráfico de Londres, en la que viven ocho millones de personas, resulta enrevesado y caótico. El movimiento de gente, sobre todo en el centro y en horas pico, es eterno y hasta molesto. La mezcla de razas y nacionalidades -indios, africanos, asiáticos, latinos- hacen de la capital del Reino Unido algo parecido a una Babilonia. Pero entre ese fárrago están los parques, donde siempre hay calma, salvo en los bulliciosos domingos, y una sensación de interminable llanura.
Los parques principales son el Hyde Park, los Kensington Gardens (ambos suman 260 hectáreas), el Saint James Park, el Green Park (los dos, unas 50 hectáreas) y, un poco más alejados del centro, el Regent´s Park y Primrose Hill (ambos, 160 hectáreas). Esto sin contar las decenas de plazas y plazoletas pequeñas que salpican toda la ciudad, y sin contar, tampoco, los enormes parques que hay alejándose un poco del centro. Además, estos jardines, que hasta hace unos siglos funcionaron como cotos de caza, no sólo son un muestrario de variedades de árboles y plantas, sino que ofrecen también una diversidad de fauna que los transforma en zoológicos de animales libres.
En el Saint James, por ejemplo, hay más de 40 especies de aves, desde patos hasta ampulosos pelícanos, que transitan a gusto por el lago artificial. Muchas especies han sido llevadas desde otros sitios del mundo y no han tenido problemas de adaptación; el suelo es rico en vermes y gusanos, y eso ayudó. Ahora, genéticamente acostumbradas a las personas, no dudan en comer de la mano y en pasearse, orondas, entre los visitantes. Y no carecen de mimos; es algo usual toparse con londinenses que se dedican a alimentarlas.
Un joven anda por ahí con una bolsa en la que carga unos cinco kilos de pan lactal. "Vengo todos los días a darles de comer. Es mi diversión", explica, y lanza las rodajas al agua como si fueran monedas de harina.
Otro animal que abunda es la ardilla, de carácter absolutamente sociable. Han sido importadas de América del Norte y se adaptaron con facilidad a este entorno inglés. Si se les ofrece maní, o alguna fruta seca, no tendrán problemas en trepar por la pierna del benefactor hasta alcanzar su premio. Por supuesto, proliferan las palomas y otros pájaros, como la funeraria e inquietante corneja negra, que tiene pinta de mal presagio, pero que igual es hermosa. El colmo de estos zoológicos al aire libre está en el Holland Park, un parque pequeño dedicado, sobre todo, a los deportes; es sábado a la mañana y, en una de las calles vecinas, dos pavos reales se pasean sobre el pavimento, como dos exóticos y ostentosos peatones.
Todos los parques principales cuentan con su correspondiente lago y con sus animales. En esto no hay tantas diferencias; sí las hay en lo que respecta a los humanos que los transitan. Porque en los parques hay una serie de prohibiciones, que por ejemplo suman 47 en el caso del Green y del St. James, y que van desde la prohibición de pedir dinero, andar en bicicleta, tocar música o practicar deportes hasta la de realizar discursos en público.
Esto último no rige en el Hyde, o al menos no rige en una famosa esquina que da a Marble Arch, en pleno caos céntrico de Londres. Esa esquina se llama Speakers Corner y el nombre es muy gráfico: desde 1872, cuando la reina de Inglaterra advirtió que la gente necesitaba un lugar en el cual expresarse, allí se puede decir lo que uno quiere, como uno quiere, siempre que se trate de un El tráfico de Londres, en la que viven ocho millones de personas, resulta enrevesado y caótico. El movimiento de gente, sobre todo en el centro y en horas pico, es eterno y hasta molesto. La mezcla de razas y nacionalidades -indios, africanos, asiáticos, latinos- hacen de la capital del Reino Unido algo parecido a una Babilonia. Pero entre ese fárrago están los parques, donde siempre hay calma, salvo en los bulliciosos domingos, y una sensación de interminable llanura.
Los parques principales son el Hyde Park, los Kensington Gardens (ambos suman 260 hectáreas), el Saint James Park, el Green Park (los dos, unas 50 hectáreas) y, un poco más alejados del centro, el Regent´s Park y Primrose Hill (ambos, 160 hectáreas). Esto sin contar las decenas de plazas y plazoletas pequeñas que salpican toda la ciudad, y sin contar, tampoco, los enormes parques que hay alejándose un poco del centro. Además, estos jardines, que hasta hace unos siglos funcionaron como cotos de caza, no sólo son un muestrario de variedades de árboles y plantas, sino que ofrecen también una diversidad de fauna que los transforma en zoológicos de animales libres.
En el Saint James, por ejemplo, hay más de 40 especies de aves, desde patos hasta ampulosos pelícanos, que transitan a gusto por el lago artificial. Muchas especies han sido llevadas desde otros sitios del mundo y no han tenido problemas de adaptación; el suelo es rico en vermes y gusanos, y eso ayudó. Ahora, genéticamente acostumbradas a las personas, no dudan en comer de la mano y en pasearse, orondas, entre los visitantes. Y no carecen de mimos; es algo usual toparse con londinenses que se dedican a alimentarlas.
Un joven anda por ahí con una bolsa en la que carga unos cinco kilos de pan lactal. "Vengo todos los días a darles de comer. Es mi diversión", explica, y lanza las rodajas al agua como si fueran monedas de harina.
Otro animal que abunda es la ardilla, de carácter absolutamente sociable. Han sido importadas de América del Norte y se adaptaron con facilidad a este entorno inglés. Si se les ofrece maní, o alguna fruta seca, no tendrán problemas en trepar por la pierna del benefactor hasta alcanzar su premio. Por supuesto, proliferan las palomas y otros pájaros, como la funeraria e inquietante corneja negra, que tiene pinta de mal presagio, pero que igual es hermosa. El colmo de estos zoológicos al aire libre está en el Holland Park, un parque pequeño dedicado, sobre todo, a los deportes; es sábado a la mañana y, en una de las calles vecinas, dos pavos reales se pasean sobre el pavimento, como dos exóticos y ostentosos peatones.
Todos los parques principales cuentan con su correspondiente lago y con sus animales. En esto no hay tantas diferencias; sí las hay en lo que respecta a los humanos que los transitan. Porque en los parques hay una serie de prohibiciones, que por ejemplo suman 47 en el caso del Green y del St. James, y que van desde la prohibición de pedir dinero, andar en bicicleta, tocar música o practicar deportes hasta la de realizar discursos en público.
Esto último no rige en el Hyde, o al menos no rige en una famosa esquina que da a Marble Arch, en pleno caos céntrico de Londres. Esa esquina se llama Speakers Corner y el nombre es muy gráfico: desde 1872, cuando la reina de Inglaterra advirtió que la gente necesitaba un lugar en el cual expresarse, allí se puede decir lo que uno quiere, como uno quiere, siempre que se trate de un domingo. A eso de las 11 de la mañana comienza el espectáculo. Provistos de una tarima, o directamente con los pies en el suelo, aquellos que tengan algo o nada para decir pueden hacerlo en ese sitio. Abundan los discursos religiosos tanto como los ateos, los humorísticos tanto como los apocalípticos, los llenos de significado o los vacuos.
Por ejemplo, un domingo de enero, a las 11.20, un miembro de la organización One World soltaba parrafadas histriónicas para las cincuenta personas que se habían reunido a escucharlo. Hablaba de responsabilidades del gobierno, de su injerencia en la vida de la gente, movía las manos y soltaba bromas que hacían reír mucho al público, mientras que alguno de los presentes lanzaba réplicas serias y hasta airadas. Todo en broma. A cinco metros de ahí, una mujer disertaba, con tono de nervioso predicador, acerca de religión y de castigos divinos. Estaba enfurecida, pero nadie se paraba a escucharla.
Salvo en Speakers Corner, en los parques de Londres no hay estridencias. Como en cualquier parque del mundo, proliferan los que llevan allí a sus perros para que paseen; como en no muchos parques del mundo, y menos en los de la Argentina, esos dueños portan bolsas de plástico para hacerse cargo de la caca de sus animalitos. Ya en un extremo de educación, en el Holland hay un breve rectángulo de arena y un cartel que indica su uso: es un dog toillette, es decir, un baño para perros.
Además de los paseadores de mascotas, en los parques hay muchos meros diletantes del clima bucólico a un minuto del centro y los que practican deportes. En ciertos parques está prohibido jugar fútbol, cricket, rugby o alguno de aquellos que los ingleses aman; esto no ocurre con el footing, y son varios los que lo practican. En el Holland hay una magnífica cancha de fútbol y en el Regent’s, si bien no existen arcos, los habitantes de Londres, como en los potreros de la Argentina, los arman con camperas y bolsos y a jugar. En esos partidos sobra la dinámica, el pressing y el despliegue físico, pero falta la artística gambeta y el dribbling que sí campean en las canchas informales de la Argentina.
El visitante argentino que se ponga a charlar de fútbol con uno de estos ingleses tendrá que soportar el amargo recuerdo que, aún hoy, ellos tienen del Mundial 86, el de México. Nadie recordará el segundo gol de Maradona contra los ingleses, pero sí volverán una y otra vez sobre aquel hermoso primer tanto de Diego; se detienen en nimiedades, en anécdotas que giran en torno de la supuesta ilegalidad de que lo haya convertido con la mano. El césped sobre el que se juegan estos partidos es espectacular y ya lo quisieran para sí la Bombonera o el amplio Monumental de Núñez. Y no hay problemas con la tendencia destructiva del pelotazo perdido, eterno terror de canteros y almácigos. Las zonas de deporte y los jardines están claramente delimitadas. Por ejemplo, todo un sector circular del Regent está cerrado pues alberga un fino tesoro de la botánica, como son los Queen Mary Gardens, creados en 1876. Hoy exhiben al visitante decenas de variedades de rosas y otras tantas variedades de plantas; no falta la cascada artificial, los patos y la fuente que versa sobre temas mitológicos.
En cuanto al diseño de jardines, es el Regent’s el que ofrece mayor belleza. Además de los jardines de la reina, diversos sectores del parque son un dechado de buen gusto y de simetrías delicadas. El paisaje cambia con las épocas. En marzo y abril, por ejemplo, los tulipanes del Regent son un despliegue de colores que parecen mentira entre tanto frío; luego, esas flores dejan paso a otras, que se van turnando en la tarea de hacer del parque una gloria visual.La razón de la gran cantidad de verde que exhibe Londres tiene que ver con los incendios, con la nostalgia, con las bombas. En el caso de los antiguos St. James, Green y Hyde, originariamente formaban parte de los terrenos reales destinados a la caza y, po-co a poco, fueron abriéndose al público. Y eran terrenos de caza porque así lo deseaban los ricos y los integrantes de la monarquía, que habían dejado atrás, en muchos casos, sus moradas de la campiña y habían decidido instalarse en la ciudad, que les otorgaba vida social, acceso a la cultura y diversión. Pero extrañaban lo bucólico y buscaron remedarlo en la ciudad.
Otra de las razones para tanto parque y plazoleta se vincula con el gran incendio de septiembre de 1666, que comenzó en una panadería y asoló la ciudad durante cuatro calientes jornadas. Dentro del muro medieval, el ochenta por ciento de Londres resultó destruido; el fuego tuvo la enorme ayuda del hacinamiento y de las casas edificadas con madera. Así comenzó la reconstrucción de Londres -con la obligación de trocar madera por ladrillos-, y se pudieron destinar al verde espacios antes habitados.
Si bien todo incendio es abominable, éste tuvo su cuota de bendición, ya que, además de permitir el reordenamiento de una ciudad que crecía de manera desmelenada, logró que no quedaran rastros de la gran peste que había diezmado a la población los dos años anteriores.
Ya en este siglo, y debido a la Segunda Guerra Mundial y a sus bombas, otros espacios quedaron libres de edificaciones y algunos de ellos fueron destinados a parques y plazas.
El más antiguo de los parques principales es el St. James; en 1532, Enrique VIII se lo quitó a un hospital y funcionó como coto de caza, hasta que no mucho después fue abierto al público. Hoy es imposible andar por su césped con una escopeta, por más tentadores que sean sus patos y pelícanos. Su actual estilo es el mismo que le dio el arquitecto John Nash en 1827, y refleja el gusto de aquella época por emular, artificialmente, un clima natural. El Green fue elegido para tareas tan dispares como los duelos de honor entre caballeros, la suelta de globos y la realización de grandes espectáculos de pirotecnia.
Casi en el mismo año que el St. James nació el Hyde, que en 1730 fue convertido en jardín público. Era el lugar elegido para las citas elegantes de los ingleses de alcurnia. Muchos años después, a principios del siglo XIX, y debido a un proyecto de Nash, surgió el Regents, cuyos terrenos también habían estado dedicados a la caza. El último de los parques céntricos de Londres es el Holland, creado en 1952.
En Londres hay otros parques importantes y, de hecho, el más grande de todos es el Richmond, pero dista unos diez kilómetros del centro de la ciudad. También está el Hampstead Heath, con su perfil boscoso, el Greenwich y el Battersea. No es como para desmerecerlos, porque son bellos y muy amplios, pero carecen de la cercanía céntrica y de la importancia histórica que sí tienen los otros. Ya con Hyde, Kensington, St. James, Green, Regents y Primrose Hill es más que suficiente para estirar las piernas y disfrutar de mucho campo en el corazón de una Londres que mezcla, de manera gloriosa, tradición y modernidad.
¿Tiene Ud. buenas piernas?
Para hacer una visita a los parques de Londres hay que tener buenas piernas. El recorrido puede empezar en el trillado Big Ben, junto al río Thames. A dos cuadras está el St. James y, pegado a él, despliega su verde el Green; entre ambos se halla el Buckingham Palace. Péguele una ojeada y camine una cuadra hasta el Hyde, cuya continuación son los Kensington Gardens. Ya en el Regents husmee en los Queen Mary Gardens; después cruce y estará en Primrose. Para entonces, habrá caminado unos 16 kilómetros. Como no es bueno el fanatismo -sobre todo si mañana quiere seguir-, no sea amarrete y retorne en taxi al hotel.
Cada uno con sus atractivos
Los parques de Londres también funcionan como lugares de esparcimiento. El Regents tiene un teatro al aire libre abierto en primavera y verano, casa de té, infraestructura para deportes acuáticos, vestuarios, canchas de cricket, softbol, fútbol, hockey y beisbol; además, dentro del predio está el zoológico de Londres. El Hyde cuenta con canchas de ténis y de bowling, pista para equitación, bicisendas... Su vecino, Kensington Gardens, ofrece restaurante, espacio para remontar barriletes, juegos para niños, restaurante y teatro de marionetas. El Holland, cancha de fútbol y tenis, y el St. James y el Green ofrecen la posibilidad de disfrutar de una casa de tortas y de bandas de música. Además, se alquilan reposeras para disfrutar del casi nunca muy enfático sol inglés.
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