El remise de la última apuesta
A diferencia de los taxistas, los remiseros ejercen un oficio que conoció otro prestigio y se jactan de un pasado tan glorioso como el del país, cuya crisis acompañan
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Se lo presenta en ocasiones como remise, otras como remis y hasta como remiss, aludiendo quizás a alguna re-reina de belleza, dos veces coronada.
Lo curioso es que, pese al evidente error que entraña este último redoblamiento (tan cercano al lenguaje adolescente, que todo lo duplica, a saber, te requiero), la idea de una segunda vuelta no resulta ajena al sentido del término.
La palabra correcta, remise, es francesa, pero en Francia la institución no existe: hay sólo radiotaxis a los que uno puede abonarse, si quiere, pero que no remiten a nada. En el diccionario, los sentidos son varios: reposición, remisión, entrega (de un paquete o de un premio, si es literario mejor), remesa, envío, descuento o rebaja (sólo concebibles en un negocio árabe), condonación o cancelación de la deuda (hecho poco común), comisión, demora, cochera o cobertizo.
Por su parte, el verbo remiser quiere decir encerrar en una cochera, guardar, echar con cajas destempladas o volver a hacer una apuesta.
En resumen, es una de esas palabras que en Francia hay que aprenderse para no decir nada, para decirlo todo o bien, para solicitar una prórroga en el pago, en general graciosamente concedida.
¿De dónde salió el remise argentino? ¿Quién fue el primer elegante que en épocas de influencia francesa -digamos allá por los años veinte- decidió denominar así a los automóviles que deben enviarse sin demora, antes de volver a guardarlos en la cochera?
Recuerdo que, en mi infancia, llamar un remise era cosa de mucho lujo. La gente llegaba en remise a un casamiento, a una gran recepción. Y es cierto que algo de aquel espíritu han conservado los remiseros que se bajan reverentes a abrir la portezuela.
Aunque con una diferencia: en la actualidad, el gesto evoca la cortesía, pero también la desesperación por quedar bien con una clientela cada vez más raleada.
Diferencias o no, el remisero porteño siempre parece venir de otro tiempo, por supuesto mejor. Parafraseando a Simone de Beauvoir al referirse a la mujer, uno no nace remisero, se hace.
La melancolía del remisero no se parangona con la del taxista. El taxista no se siente desplazado de su lugar de origen. El no es un ángel caído. Puede ser amargo o escéptico o filósofo, pero no melancólico, porque tachero sí se puede nacer. En cambio, el remisero vive su actividad actual como un exilio del que sólo lo salva el relato de su vida anterior.
Así, cada uno de ellos reproduce en la parábola de su existencia la difundida leyenda nacional: "Hasta los años veinte (fecha presumible, casualmente o no, de la invención de los remises), tuvimos el mismo nivel de vida que Canadá".
¿Qué le pasó al remisero para haberse derrumbado hasta el nivel de vida de Biafra en versión individual? Aquí viene el relato, que comienza por: "Yo no he estado siempre acá arriba", fórmula que alude a arriba del remise y que podemos traducir por: "Yo no he estado siempre acá abajo". He viajado con ex jockeys de Palermo y San Isidro, con ex gerentes de empresas de computación, con ex preparadores de autos de carrera que recorrieron el mundo entero. Un remisero que conozca París y Nueva York es de lo más común. Nunca me he topado con ninguno que viniera de un fracaso en pequeña escala, de un desastre modesto, el cierre de una panadería, la quiebra de un tallercito de zapatero remendón. Los esplendores pasados asoman a sus ojos y a menudo los nublan cuando una se acerca a la remisería y los ve allí, sentados, esperando, alzando apenas el párpado mientras el patrón designa con aires de Madama al favorecido de turno, ese súbitamente despabilado al que le toca salir.
¡Remisero argentino! Todos los sentidos de la palabra francesa confluyen en él. Lo han echado con cajas destempladas y sólo resta esperar que no sea sin remisión. Algo nos dice, sin embargo, que remise todavía contiene una esperanza: volver a apostar.
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