Eranse una vez... los dioses
Ulises es don Nadie
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La Revista presenta, desde hoy, adelantos exclusivos de un libro único, que será publicado por el Fondo de Cultura Económica. Se trata de Eranse una vez... los dioses, cuyo título de reminiscencia infantil no es casual, como se verá. Su autor, Jean-Pierre Vernant, es tal vez el máximo especialista mundial en mitología griega, profesor honorario en el College de Francia y autor, entre otras obras ya clásicas, de Mito y religión en la Grecia antigua y En el ojo del espejo. Cuando Julián, el nieto de Vernant, era un niño pequeño, pasaba las vacaciones con sus abuelos y cumplía con un rito esencial de la infancia: no se dormía sin su cuento. "Yo me sentaba a su lado y le narraba una leyenda griega. Hurgaba sin mucho esfuerzo en el repertorio de mitos que analizaba, pero se los transmitía de otra manera, espontáneamente, como me venían a la mente, a la manera de un cuento de hadas", dice Vernant. Luego reunió esos relatos en un libro, tan disfrutados por los niños como por los adultos, como se comprobará en las próximas semanas. Los cuentos del abuelo Vernant fueron ilustrados para la Revista por el notable Carlos Nine La presente selección para la Revista no respeta necesariamente el orden de los relatos que aparecen en el libro de Jean-Pierre Vernant, que publicará el Fondo de Cultura Económica
Después de años de sitio y batallas frente a los muros de Troya, la ciudad cae por fin. Los griegos vencen. No satisfechos con la victoria, saquean e incendian la ciudad. Ulises decide volver inmediatamente hacia Itaca con sus doce naves. Se embarca con Menelao, pero riñe con él y vuelve a Troya para reunirse con Agamenón. Partirán juntos con la esperanza de llegar al mismo tiempo a la Grecia continental. Pero los dioses disponen otra cosa. Desencadenan vientos, tormentas, huracanes. La flota se dispersa. Pocos griegos regresan a sus tierras.
El olvido, la pérdida del recuerdo de la patria y el deseo de regresar a ella será el trasfondo de todas las aventuras de Ulises y sus camaradas, la fuente del peligro y la desgracia.
El barco de Ulises navega y bruscamente la flotilla es envuelta por una especie de bruma que no permite ver nada. Anochece, la nave avanza, pero los marinos no pueden remar ni ver lo que les aguarda. Bruscamente llegan a un islote que no habían avistado y en el que nada se distingue. El mismo mar, acaso los dioses, ha llevado el navío hacia esa isla invisible en la que desembarcan en medio de la oscuridad total. Ni siquiera se ve la Luna. No se distingue nada. Han llegado allí sin saber qué les espera. Ponen pie en tierra. La isla está rematada por un promontorio donde habitan esos gigantes monstruosos con un solo ojo en medio de la frente a los que llaman Cíclopes.
Ulises deja su nave al abrigo de una caleta y con doce hombres asciende a la cima de la colina, donde divisa una cueva. Entran en la enorme gruta excavada y encuentran canastos con quesos. No hay allí cereales, pero sí majadas de cabras, acaso algunas viñas silvestres. Naturalmente, los compañeros de Ulises sólo piensan en robar algunos quesos y alejarse lo antes posible de esa caverna que no ofrece nada valioso. "¡Vámonos!", le dicen a Ulises, pero éste se niega. Quiere conocer al habitante del lugar. Ulises no sólo es el hombre que debe recordar, sino también aquel que quiere ver, conocer, experimentar todo lo que puede ofrecerle el mundo, incluso ese mundo subhumano al cual lo han arrojado. Su curiosidad siempre avanza más allá, y ahora amenaza con destruirlo. Poco después llega el Cíclope con sus cabras, corderos y el carnero macho, y todos entran en la cueva.
El Cíclope es enorme, gigantesco. Al principio no advierte a esos hombrecillos como pulgas, ocultos en los rincones de la cueva, temblando de pavor. De golpe los descubre y le pregunta a Ulises, que se ha adelantado a los demás: -¿Quién eres?
Ulises responde con mentiras: -He perdido mi nave. (Primera mentira, ya que ésta lo aguarda.) Mi nave naufragó, estoy a tu merced, vengo a implorar tu hospitalidad. Somos griegos, combatimos valientemente con Agamenón frente a Troya, tomamos la ciudad y henos aquí, desgraciados náufragos.
-Sí, sí, de acuerdo -responde el Cíclope-, pero a mí esas historias me importan un bledo.
Toma a dos compañeros de Ulises por los pies, los arroja contra la pared de roca, les destroza la cabeza y los devora crudos. Los demás quedan paralizados por el terror y Ulises se pregunta en qué situación se ha metido. No tiene esperanza de huir, porque durante la noche el Cíclope ha cerrado la entrada de la caverna con una roca que ningún griego, ni siquiera muchos, podría mover. Al día siguiente se repite la escena: el Cíclope devora a cuatro hombres, dos por la mañana y otros tantos por la noche. Ya son seis, la mitad de la partida. El Cíclope está encantado. Ulises ha tratado de engatusarlo con palabras melifluas, y entre los dos se ha establecido una suerte de hospitalidad. Dice Ulises: -Te haré un regalo que, creo, te complacerá.
Así nace un diálogo, una relación personal de hospitalidad.
El Cíclope se presenta, dice llamarse Polifemo. Es locuaz y goza de renombre. Pregunta a Ulises su nombre. Para crear una relación de hospitalidad, es habitual que cada uno diga al otro quién es, de dónde viene, quiénes son sus padres y cuál su patria. Ulises dice que se llama Outis, es decir, Nadie.
-El nombre que me dan mis amigos y mis padres es Outis.
-¡Outis, Nadie! -exclama el Cíclope-; ya que eres Nadie yo también te haré un regalo. Te comeré el último de todos.
Entonces Ulises le entrega su regalo, un odre de ese vino que le había obsequiado Marón y que es como un néctar divino. El Cíclope lo prueba, lo encuentra delicioso, bebe más. Ahíto de queso, de los dos marinos que acaba de devorar, embriagado por el vino, se duerme.
Ulises tiene tiempo de templar en el fuego un gran tronco de pino al que ha tallado en punta. Todos los sobrevivientes colaboran en el trabajo de carpintería y luego en la tarea de hundir el extremo candente en el ojo único del Cíclope, que despierta aullando de dolor. Está ciego. Librado a la noche, a la oscuridad, clama por ayuda y acuden los cíclopes de los alrededores. Cada uno vive por su cuenta, es amo de su hogar, no reconocen dioses ni amos, pero cuando es necesario responden y desde afuera, puesto que la gruta está cerrada, exclaman: -Polifemo, Polifemo, ¿qué tienes?
-¡Es espantoso, me está matando!
-Pero, ¿quién te hace mal?
-¡Nadie, Outis!
-Pero si nadie te hace mal, ¿por qué nos fastidias con tus gritos?
Y se van. Ulises, que se ha ocultado, se ha desvanecido detrás del nombre que ha adoptado, está a salvo. Pero no del todo, porque aún debe salir de la gran cueva cerrada por una roca. Comprende que la única manera de salir es atar a cada uno de los seis griegos sobrevivientes al bajo vientre de los carneros. El mismo se aferra a la lana gruesa del carnero preferido del Cíclope. Cuando éste se coloca en la entrada del antro y desplaza la roca que lo sellaba, hace pasar a cada animal entre sus piernas y le palpa la espalda para que ningún griego aproveche para escapar. No advierte que están atados al vientre. Cuando sale el carnero con Ulises, el Cíclope se dirige al animal, que en realidad es su único interlocutor: -Mira a qué me ha reducido este espantoso bruto, este Nadie. Pagará por ello.
El carnero avanza hacia la salida, y Ulises con él.
El Cíclope coloca la piedra en su lugar, convencido de que los griegos permanecen en el interior, aunque todos han salido. Descienden por los desfiladeros rocosos hasta la bahía donde se oculta su nave. La abordan, sueltan amarras y se alejan de la costa. En lo alto, cerca de su gruta, está el Cíclope, que arroja enormes piedras al mar. En ese momento, Ulises no resiste el placer de la jactancia y la vanidad: -Cíclope, si te preguntan quién ha enceguecido tu ojo, diles que fue Ulises, hijo de Laertes, Ulises de Itaca, saqueador de ciudades, vencedor de Troya, Ulises fecundo en ardides.





