Fue campeón del mundo, ganó millones y hoy trabaja en el Congreso: “Fui ingenuo, invertí mal y me robaron”
En la década de los ´90, Julio César Vásquez se convirtió en uno de los mejores boxeadores de la historia . Su demoledor zurdazo fue su marca registrada. A continuación, las memorias de un campeón.
A Julio César Vásquez le brilla la mirada al recordar sus peleas, en especial aquella que lo coronó por segunda vez campeón del mundo en 1995, tras vencer por nocaut al norteamericano Carl Daniels. Lejos quedó su pasado de gloria: hace ocho años que trabaja en el depósito de la imprenta del Congreso de la Nación. Aunque está agradecido por su nueva actividad, el exboxeador convive con el sinsabor de haberse retirado “fuera de tiempo” y la bronca de sentirse estafado por su promotor y los “amigos del campeón”.
“Ya lo dijo [Oscar] Bonavena: ‘La experiencia es un peine que te regalan cuando te quedas pelado’. Si vuelvo atrás y tengo 200 mil dólares te puedo asegurar que me dura más que todo el dinero que hice en mi vida. Te lo firmo”, cuenta quien puede considerarse uno de los mejores boxeadores de la historia argentina. El Zurdo fue dos veces campeón del mundo, ganó el Olimpia de oro y también el Konex de platino.
-¿A qué le teme un boxeador?
-Durante un tiempo, yo tenía mucho miedo a perder. Porque si perdía pensaba ‘¿cómo vuelvo a Santa Fe, a mi barrio?’. Era ese miedo, esa era mi vergüenza. No sé por qué. El que va a pelear y dice que no está nervioso, miente. Siempre tenés esa adrenalina... A mí me pasó.
“Mamá, vos no vas a trabajar nunca más”
Julio nació hace 55 años en el barrio Santa Rosa de Lima, de la ciudad Santa Fe. “Mi viejo era albañil, panadero, se daba maña para todo. Y mi mamá trabajaba de empleada doméstica. Antes de ser campeón del mundo le dije: ‘Mamá, vos no vas a trabajar más’ y le di la plata. Y no trabajó nunca más”, cuenta con satisfacción.
-¿Qué dijo su madre cuando se consagró campeón del mundo?
-Me acuerdo que fue al aeropuerto de Santa Fe a recibirme. Estaba contenta. Pero ella es como yo. A mi siempre me dijeron que tenía que creérmela más, pero uno es como es...
-Entiendo que tuvo una infancia difícil, con muchas necesidades.
-Sí, teníamos carencias y hasta a veces pasábamos hambre. Mi mamá laburaba para darnos de comer -con suerte- un guiso, pero yo siempre decía que iba a ser campeón del mundo. Lo irónico es que después, cuando fui campeón, me metía en un sauna para bajar doscientos gramos que, por ahí, tenía de más.
-Se podría decir que usted fue el orgullo de su familia
-Si. Mi mamá siempre dijo que fui el único que la hizo viajar, porque yo a mis padres los lleve a Montecarlo y Atlantic City (New Jersey).
El Zurdo era el segundo de cinco hermanos y con ellos compartía la pasión por el boxeo. No puede olvidar aquellas navidades, en las que él y sus hermanos, esperaban con ansias el par de guantes que les regalaba su padre. “Todos los años recibíamos ese regalo”. “El patio de mi casa se llenaba de amigos y hacíamos peleas. Yo a mi hermano más chico lo mataba a piñas y después el más grande me agarraba a mí y me liquidaba”, cuenta.
-¿Quién les transmitió la pasión por el boxeo?
-Fue mi papá. Él hizo unas peleas y mis hermanos también, pero cuando vos no sos para eso… En cambio, a mí me gustaba mucho.
-¿Cómo llegó al mundo del boxeo?
-Cuando cumplí 16 empecé a entrenar e hice mi primera pelea amateur. Luego, 33 peleas sin perder una. Enseguida, como andaba bien, me hice profesional. Tuve la suerte de debutar en el Luna Park con el hermano de Marcelo Chancalay (”el bombardero de Lugano”, una promesa del boxeo que luego se convirtió en referente de la Villa 20), eran varios hermanos, el más conocido era Marcelo, pero yo pelee con Fabián, el hermano. Y le gané.
Los años de gloria y los amigos del campeón
Desde que le ganó a Chancalay, en 1986, la carrera del Zurdo fue en ascenso. Seis años después, el 21 de diciembre de 1992, llegó a la cima, tras derrotar en el primer round al japonés Hitoshi Kamiyama y se convirtió en campeón del mundo de peso mediano junior (superwelter) de la Asociación Mundial de Boxeo, en el gimnasio Héctor Echart del Club Ferro Carril Oeste.
Sin embargo, en marzo de 1995, perdería el cinturón con Pernell Whitaker, en Atlantic City. “El americano era un buen boxeador, pero era jodido. Cuando me invitaron a pelear con él, le dije a mi promotor que lo iba a hacer, pero quería más dinero. Él me respondió que me ofrecían 500 mil dólares, pero era mentira. Después, entrenando, me enteré que eran tres millones. ¿Te imaginás cómo entrenaba? Perdí, cobré los 500 mil dólares y me fui a la casa de mi promotor a reclamarle. Se levantó y me tiró en la mesita del living 30 mil dólares más... ¡Imagínate la que me robó! Pero ya está. Yo hablé con otros boxeadores que él representó y todos me dicen que no les robó. Yo digo: ¿Cómo puede ser? ¿Al único que le robó fue a mi?”, dice con indignación.

-¿Ganó mucho dinero?
-Sí. Aunque no la que tendría que haber ganado. Tenía mi moneda, pero si vos sacás y no ponés, algún día se acaba. Cuando peleaba y me pagaban, yo enseguida empezaba a repartir a todo el mundo. Mi hermano me decía ‘Vos no aprendes más’... pero bueno, ya está.
-¿A quién le repartía dinero?
-En Santa Fe, a la gente que me pedía o me proponía negocios. Una vez uno me dijo de poner un lavadero. Yo supuestamente compré las lavadoras, el techo y me gasté como 200 mil pesos -que eran dólares- y nunca vi nada. Soy tan pelotudo. Lo que pasa es que cuando vos llegás a la cima aparecen esos que te proponen, pero la plata la tenés que poner vos. Ellos solo ponen la idea.
A la par de su crecimiento profesional, Julio conoció a Mónica, con quien está casado desde 2002. “En esa época estaba por ir a pelear a Croacia. Un día me levanté temprano para ir correr y se me metió una pestaña en el ojo. Con esa molestia fui a hacer guantes. Me pegaron una piña en el ojo y terminé en el Hospital Santa Lucia. Tuve que ir un par de veces para hacerme un tratamiento. Un día, camino al hospital, pasamos un Registro Civil y vemos una pareja de recién casados a la que la gente le tiraba arroz y felicitaba. Y le dije a Mónica: ‘¿Vamos a casarnos?’. Ella me dijo: ‘Y vamos’. Entramos y apareció un juez que me reconoció y me dijo: ‘Zurdo querido, yo te caso. Vení conmigo’. Y así fue, de repente. Mónica es hija única y cuando le contó a su padre, no entendía nada. No nos creía, tuvimos que mostrarle la libreta. Mi mamá reaccionó igual”.
A fines de 1995, en Filadelfia (Estados Unidos), Julio fue protagonista de lo que The Ring -la revista de boxeo más importante del mundo- llamó “el nocaut del año”. Así, con un asombroso zurdazo que puso a dormir al norteamericano Carl Daniels, recuperó el título de campeón del mundo. Aunque esta nueva victoria tendría un sabor especial porque fue la concreción de una promesa que el boxeador hizo sobre la tumba de su hermano.
“Después de pelear y perder con Whitaker, volví a Santa Fe. Con mi hermano Víctor y unos amigos fuimos a San Justo a comer un asado y jugar a la pelota. Al regreso, sufrimos un accidente con el auto en el que murió mi hermano. Después de semejante desgracia, le prometí a mi hermano, sobre su tumba, que iba a volver a ser campeón mundial. Y lo logré”, recuerda Julio, aunque reconoce que en algunos momentos se preguntaba que pasaría si no llegaba a cumplir con su promesa.
“A Daniels le gané en el round 11, gané por knockout, pero me estaba matando. Él era un muy buen boxeador que en el primer round me tiró. Me estaba matando a piñas. Pero en el round 11 le pegué una zurda que lo maté. Yo me di cuenta cuando le pegué que lo había liquidado. Sentí un alivio tan grande”, cuenta.

“Cuando llegué a Buenos Aires lo primero que hice fue agarrar el auto e irme al cementerio de Santa Fe. Tenía un alivio muy grande por haber cumplido la promesa a mi hermano. Lloré mucho”, recuerda.
Sin embargo, la gloria sería efímera: pocos meses después de su coronación, perdería el cinturón contra el francés, Laurent Boudouani. Desde ese momento, su carrera profesional se fue a pique y su salida del mundo del boxeo se precipitó.
“Por ser de familia humilde llegás a la meta y después por ignorancia fuiste”
A Julio le contaron hasta diez por última vez en febrero de 2008, cuando Rubén Acosta lo derribó en el primer round, en el Polideportivo de Mar del Plata, por el titulo sudamericano de los supermedianos. Fue el ocaso de una brillante carrera deportiva.
-Hace 14 años tomó la decisión de retirarse del mundo del boxeo. ¿Se arrepiente?
-Sí, a los 41 años. Me retiré joven. Hoy pienso ‘qué pelotudo, me retiré mal’. Podría haber esperado un poco más, yo estaba bien.
-Pero seguramente hubo algo que lo llevo a tomar esa decisión...
-Si. Cuando lo que te gusta te cuesta, es que ya está. Hacía una pelea y perdía. Yo decía ‘no puede ser que pierda con éste’ y volvía a perder. Mis últimas peleas fueron con Bruer, con Acosta... ¿quién los conoce? Yo estaba mal y Mónica me decía ‘Hacé una cosa: retírate. Ya ganaste todo ¿Qué tenés que demostrar?’. Ellos me ganaban a mí y se iban a Australia; en cambio si yo les ganaba a ellos, para mí era una pelea más.
-Claro, un desenlace que parecía obvio.
-Si. Me reconfortaba saber que llegué a lo máximo, que fui campeón del mundo, Olimpia de oro y Konex de platino. Me acuerdo que pensé: ‘Me retiro, estoy bien. Tengo plata prestada en la calle’. Porque presté mucha plata, fui muy ingenuo. Y en ese momento creí que me la iban a devolver y que la iba a poder trabajar, pero no. Ninguno de los que me debían me devolvió un centavo. Yo terminé la escuela a los ponchazos, otros boxeadores también. Los únicos boxeadores que conozco con estudios son los Klichkó, unos rusos. Uno es licenciado en filosofía y el otro, creo que es abogado. Son cultos. Nosotros, los argentinos, en cambio no. Yo hablo por mí, pero pienso que justamente por eso, por ser humildes llegamos a la meta y después por la ignorancia dejás que otros te manejen los números y fuiste.
“Ahí se terminó todo”
-¿Y cómo llegó a trabajar en el depósito de la imprenta del Congreso de la Nación?
-Yo quería trabajar, estaba muy al pepe. No dormía de noche, me levantaba a las tres de la mañana a tomar mate, estaba muy deprimido. Yo pensaba ‘¡No tengo 45 años loco! ¡Déjate de joder!’. Entonces, sucedió que justo me llamó Osvaldo Príncipi para hacer una nota para El Gráfico. Fue él quien me dijo que iba a tratar de ayudarme. Y por intermedio de un amigo que conocía a Julián Domínguez, que era presidente de la Cámara de diputados, me consiguió este trabajo.
-¿Y cómo es su trabajo?
-Llego a las seis de la mañana y estoy hasta las 13. Es un trabajo tranquilo. Por ahí llaman desde el edificio central avisando que va a pasar el camionero a buscar resmas papel. Con los compañeros cargamos las resmas en el camión. Es un laburo piola y me mantiene ocupado. Llego a casa y ya se me pasó la mañana.
-¿Siente que la sociedad no reconoce sus logros?
-Lo que pasa que la gente acá en Argentina es así. En otros lugares, como Croacia y Francia, me reconocían y me saludaban. Ahora voy a Santa Fe, no se si será porque me ven todo el tiempo, pero nada... Está bien.
-Si pudiera elegir ¿Le gustaría hacer otra cosa?
-Volvería a boxear. No sabés como lo extraño.
-Y si lo llaman ahora para hacer una pelea ¿La haría?
-No. No quise hacer ni una exhibición. No estoy de acuerdo que vuelva [Evander] Holyfield con 58 años. Tiene un físico bárbaro, pero la edad la tiene. Pienso que cuando te vas, te vas. Ahí se terminó todo.
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