Gales vive en el Sur
Parecía tener los días contados. Pero los bisnietos de los pioneros no se resignaron. Y la refundaron. Entonces, sí, la cultura galesa volvió para desembarcar en la Patagonia, donde encontró su lugar
La corona inglesa sometió al reino de Gales en el siglo XIII. Pero no le prestó mayor atención hasta mediados del XIX, cuando la Revolución Industrial demandó las abundantes reservas de hierro y carbón de la gwyllt Walia (agreste Gales). A la opresión religiosa se sumó, entonces, la esclavitud de las minas. La respuesta fue el éxodo. Los galeses se esparcieron por el mundo, gatillando la preocupación de sus dirigentes. “Nuestro modo de emigrar –decía uno de ellos en 1854– nos ha sembrado por los cuatro puntos cardinales, para perder por siempre, como nación, nuestro idioma y nombre, absorbidos por otros pueblos.” Se imponía establecer una colonia galesa en un apartado rincón del planeta, donde no pesaran influencias extrañas y el pueblo del Ddraig Goch (Dragón Rojo) pudiera cultivar libremente su lengua, su religión y sus tradiciones.
La dirigencia galesa barajó varios nombres: Missouri (Estados Unidos), Palestina, Australia, Nueva Zelanda, Uruguay, el sur de Brasil y la isla Vancouver (Canadá). Alentada por un informe del capitán Fitz Roy –aquel que espió las costas americanas en compañía de Darwin–, terminó eligiendo el valle inferior del río Chubut (corrupción de Chupat, nombre tehuelche que las autoridades hallaron inconvenientemente parecido a chupar). El grupo inicial llegó en 1865 a bordo del bergantín Mimosa. Lo integraban poco más de ciento cincuenta hombres, mujeres y niños, provenientes de casi todos los condados de Gales. Había desde picapedreros hasta maestros de escuela, tipógrafos y farmacéuticos.
Con estos pioneros arrancó la primera colonización perdurable de la Patagonia tres lustros antes de la Conquista del Desierto, cuando los indios señoreaban y nuestra población más austral era Carmen de Patagones. Años después, el aporte de nuevos inmigrantes sumó cinco aldeas al primigenio Trerawson (Pueblo de Rawson, homenaje al ministro argentino que apoyó la aventura) y llevó la Nueva Gales del Sur hasta el pie de los Andes.
Tiempo de navegación
El último contingente poblador desembarcó en 1911. Desde entonces, la cultura galesa del Chubut fue erosionándose a fuerza de años y mestizajes. Paralelamente, se produjo la declinación económica del valle y el consecuente éxodo hacia las ciudades. El proceso dispersó la familia rural y dejó a solas las capillas, centros religiosos y sociales de la colonia (apenas sobrevive un puñado de las treinta y cuatro originales, y la mayoría está abandonada). Además, obligado a trabajar de lo que podía en la ciudad, el chacarero devino galenso (galés pobre) y perdió orgullo por su cultura. Esta negación –que prendió en la segunda y tercera generaciones– estuvo a punto de desalojar al idioma galés de la Patagonia.
Las cosas empezaron a cambiar en 1965, con los festejos del centenario de la colonización. Espoleada por ese ejercicio de la memoria, o quizá por una muy galesa hiraeth (nostalgia), la comunidad tuvo mejores ojos para la tierra, la lengua y las reliquias de los taid (abuelos). Y en los jóvenes creció el deseo de recuperar las raíces. No sorprende que entonces resurgieran los eisteddfod (festivales de poesía y canto), brotaran casas de té y galenso dejara de ser un término despectivo. Tampoco, que se revalorizara el estilo arquitectónico tradicional. Y mucho menos que se trajeran profesores de Gales para enseñar a los más chicos la lengua que un siglo antes había bajado del Mimosa.
Afilando la memoria
Actualmente, hay más de cuatrocientos estudiantes de galés en el valle. La mayoría es de Gaiman (piedra de afilar, en tehuelche), epicentro de la revitalización cultural de los galeses del Chubut. “Acá tenemos hasta un jardín de infantes que se maneja con galés y en la escuela secundaria casi todos lo prefieren al francés como idioma optativo –comenta la profesora de música Edith Mac Donald, descendiente de pioneros–. Incluso los que no tienen una gota de sangre galensa. Años atrás, por ejemplo, entre los alumnos más destacados, viajó a Gales un chico llamado Mariano García, que ni siquiera nació en la zona. Mariano, además, se dio el lujo de dirigir un eisteddfod en galés.” La realización anual de estos certámenes poético-musicales constituye otro síntoma de recuperación. “Ya no se canta camino de la capilla como antaño; pero la tradición coral de los galeses sigue viva –apunta Edith–. Gaiman, de hecho, es un pueblo cantor. Hay siete coros para tres mil habitantes, proporción tal vez única en el país. Por otra parte, la escuela de música creada por Clydwyn Jones rebosa de alumnos, los jóvenes se juntan a tocar en Tavarn Las (taberna azul) y en los eisteddfods se escuchan voces magníficas.” “Los coros, en cierto sentido, reemplazaron como centro de reunión a las capillas –señala Archie Griffiths, segunda generación y diácono de Bethel–. Antes se enseñaba en ellas música, canto e incluso a leer y escribir. Pero hoy, con pastores traídos de Gales, se limitan a la función religiosa. Y sólo en dos se celebra el culto todos los domingos: Tabernacle (Trelew) y Bethel (Gaiman). Las restantes están cerradas o funcionan en contadas ocasiones. Entre ellas, está la capilla Seión, de Bryn Gwyn (Loma Blanca), que fue declarada monumento histórico nacional.”
Una torta eterna
En las últimas décadas, con la revalorización de su patrimonio arquitectónico, los descendientes de galeses no sólo se preocuparon por conservar joyas como Seión. También trataron de mantener la coherencia estilística de sus poblados. En Gaiman, por ejemplo, existe una ordenanza que obliga a construir respetando las pautas tradicionales: ladrillo a la vista, techo de chapa, puertas estrechas y ventanas de guillotina. Las nuevas generaciones, sin embargo, no necesitan imposiciones. Se inclinan naturalmente por la arquitectura de sus antepasados. Algunos hasta recompran la chacra del taid y la reciclan como casa de fin de semana. Plas y Coed, la casa de té más antigua de Gaiman, es otro ejemplo de refuncionalización. Sus paredes tienen alrededor de ciento veinte años, casi tantos como el pueblo. Entre ellas, funcionó el primer juzgado, la primera escuela y el primer consultorio médico. En 1944, Deylis Owens de Jones convirtió el edificio en casa de té. Y así llegó hasta nuestros días. A su frente, está Marta Roberts de Rees, nuera de Deylis y nieta de uno de los inmigrantes del Mimosa. “Acá hay otras cinco casas de té atendidas por descendientes de galeses; pero quienes organizaron la visita de la princesa de Gales decidieron llevarla a la de un gallego, que encima tenía apenas un año de inaugurada –se enardece Marta–. La que más lo lamentó fue Lady Di, que sabía lo que es un auténtico té galés.” En una mesa bien servida, jamás falta tarta de crema (una variante patagónica de la cheesecake), de manzana y, desde luego, la célebre torta galesa. “Cada familia tiene su receta –acota Marta–. Es la típica torta de bodas y bien hecha dura una eternidad. Según la costumbre, el piso superior se guarda en una lata para festejar los veinticinco años del matrimonio o el cumpleaños de 15 de la hija. Hace poco, una vecina cortó una torta de treinta y siete años. Aunque cueste creerlo, aún estaba esponjosa.” Los pioneros del Mimosa entrevieron en la Patagonia la lata que conservaría su cultura. Y no se equivocaron. A ciento treinta y seis años del desembarco, Gales late en Chubut con más fuerza que en las propias islas británicas. La explicación es sencilla: nuestros galensos están hechos de buena masa.
Lomas doradas
“Los galeses creemos firmemente en las premoniciones –dice Mirna A. Jones de Ferrari, dueña de la casa de té Ty Nain (La Casa de la Abuela)–. Mi bisabuelo, Evan Jones, que llegó en el Mimosa con los pioneros, soñó una noche con lomas doradas. Estaba seguro de que era una señal. A los pocos días, encontraron varada una ballena. Y hubo aceite durante un año para las lámparas de la colonia. Tenía el mismo color que las lomas del sueño.”
Una larga historia de buenos vecinos
Con idas y vueltas, la convivencia de los colonos galeses y los aborígenes de la región fue tejiéndose entre los resquemores y la necesidad. Cierta madrugada de 1871, unos indios se alzaron con sesenta y cinco caballos de la colonia. Los galeses salieron en su persecución a la mañana siguiente. “No eramos en realidad un grupo adecuado –reconoce el reverendo Abraham Matthews, cronista de la Nueva Gales del Sur–. Aunque todos teníamos rifles, algunos no estaban en condiciones de uso, muchos colonos no los sabían manejar y varios habían partido tan de prisa que olvidaron llevar las municiones.” En 1899, con la fundación de Trevelin (ciudad del molino), la colonización galesa se extendió al pie de los Andes. El viejo molino harinero es ahora museo. No faltan casas de té. Y puede visitarse la tumba del célebre caballo Malacara, que con un formidable salto salvó al líder John Evans de las lanzas indígenas.
Sus tres compañeros de exploraciones auríferas no tuvieron tanta fortuna. El 4 de marzo de 1884, creyéndolos espías de las tropas gubernamentales, los tehuelches los masacraron en un paraje conocido después como Valle de los Mártires.
Pero, pasando por alto uno que otro arreo de vacas extraviadas, la trágica confusión fue la única mancha de una larga y armónica convivencia. Los indios llegaron a ser recibidos como hermanos en la colonia, donde pasaban los meses más crudos del invierno y comerciaban sus plumas, cueros y mantas. Algunos hasta se aficionaron al té y el pan, asistían a los eisteddfod y confiaban la educación de sus hijos a familias galesas. Los colonos jamás olvidaron que les debían su destreza como cazadores, que tantas hambrunas había evitado.
Aquella amistad tiene hoy un entrañable reflejo. En la recreación de la llegada del Mimosa, que cada 28 de julio se realiza en Puerto Madryn, Rosita Chiquichano –descendiente de un cacique tehuelche– es quien recibe con los brazos abiertos a los galensos.
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