Hace exactamente 50 años, un individuo de voz temblorosa, disciplinado pero lleno de miedos, pasiones y remordimientos como todo ser humano, descendía con firmeza por una escalera para luego poner un pie (el izquierdo) en un mundo ajeno al suyo.
Se estima que alrededor de 600 millones de personas –una quinta parte de la población mundial en julio de 1969– siguieron en vivo el desembarco en la Luna, considerado la experiencia más compartida por la humanidad: "El primer evento viral que capturó toda la atención", según Richard Jurek, autor de Marketing the Moon: The Selling of the Apollo Lunar Program.
Hace exactamente 50 años, un hombre caminaba sobre la Luna y se suponía que iniciaba nuestra esperada colonización del espacio. Sin embargo, como predijo el escritor J. G. Ballard, el gran paso pareció también ser el último.
Y yo me lo perdí. No estuve ahí, encadenado al televisor en blanco y negro, cuando a las 22.56 (hora argentina) del domingo 20 de julio de 1969, Neil Armstrong –el Capitán Frío de 38 años que había experimentado la peor tragedia que un ser humano puede sufrir: perder una hija– lanzó su famosa frase, tan de galletita china de la suerte, a un universo que de repente se volvió más chico. Se suponía que aquel eslogan daba inicio a una nueva era. En realidad, constituía su epílogo.
"¿Cómo se me pasó aquel hito más político que científico movido por el orgullo nacionalista, un triunfo de valor y tecnología, trascendental para la imaginación moderna?", me repito una y otra vez cada tanto. Hasta que, eventualmente, caigo: aún no había nacido. Faltaban 10 años para mi big bang personal. Y, sin embargo, por alguna razón que no comprendo del todo (una paradoja cuántica quizás o por los efectos del desgarro del tejido del espacio-tiempo, que el evento mismo con seguridad provocó), recuerdo vívidamente la tensión masoquista de la espera, el éxtasis comunal de aquella invasión y, por supuesto, la desilusión que emergería con los años, como si lo hubiera visto con mis propios ojos, como si un escalofrío hubiese recorrido mi columna vertebral de punta a punta acelerado por un estado de perplejidad y abandono.
De alguna manera, lo hemos experimentado todos. Las imágenes cuasi fantasmales de Armstrong y Buzz Aldrin saltando como chicos en la superficie virginal y estéril de la Luna atraviesan nuestros poros. Pese a quien le pese (a los negadores seriales de la evidencia, a los bufones de los terraplanistas, a los que encuentran e inventan conspiraciones debajo de cada piedra): estos hechos forman parte de nuestro ADN cultural, de una memoria colectiva y compartida que trasciende nuestra fugaz materialidad y que pasa por alto el pequeño detalle de haber estado vivos o no en aquel momento, un paréntesis en un mundo que se caía a pedazos gracias a los magnicidios, las guerras –en Vietnam, en el canal de Suez o en la frontera entre El Salvador y Honduras–, los disturbios ubicuos, Rosariazos y Cordobazos que terminarían por asfixiar el gobierno del dictador Onganía.
"El tiempo se detuvo para mí, creo que se detuvo para todos", dijo segundos después del alunizaje el escritor Arthur C. Clarke, quien había vivido ya tantas veces aquel momento en su cabeza, antes de volcarlo en sus novelas. "Mi corazón y mi respiración se detuvieron".
Absolutamente nadie, ningún explorador, en ninguna generación precedente, nunca, había ido tan lejos como Armstrong, un ingeniero parco de temperamento intenso y obsesivo, el único ser humano, como le gustaba especular al escritor británico J. G. Ballard, cuyo nombre con seguridad se recordará dentro de 50.000 años.
Mitos del futuro próximo
"Mucho antes de que finalice este siglo, el primer niño humano nacerá allí", predijo Clarke, aún embriagado por las imágenes. Junto a otro jinete de la imaginación técnica –su colega Robert A. Heinlein–, había sido invitado aquel día a un programa de la CBS conducido por Walter Cronkite para intentar descifrar lo que estaba sucediendo.
"Creo que todo este asunto hoy se ha pensado en términos demasiado pequeños", advirtió Heinlein, conocido por clásicos como Starship Troopers y La Luna es una cruel amante. "Este es el evento más grande en toda la historia de la especie humana. Hoy es el Día de Año Nuevo del año cero. Si no cambiamos el calendario, los historiadores lo harán". Al aterrizar en otro mundo, afirmaba Heinlein, la humanidad ha pasado por la pubertad, la confirmación y un bar mitzvá a la vez.
"Mucho antes de que finalice este siglo, el primer niño humano nacerá allí", predijo el escritor Arthur C. Clarke, aún embriagado por las imágenes.
No creían estar exagerando. Estaban convencidos de que aquel show fuera de escala era, en el fondo, un parto, el acto de apertura de un nuevo episodio de la aventura expansiva humana por el cosmos. Sin celulares que encadenaran la mirada hacia abajo, por entonces, levantar la cabeza significaba una cosa: mirar cara a cara el universo infinito que solo habíamos comenzado a explorar.
Aquellos pequeños grandes pasos hacia lo desconocido, acordaron estos (y varios) pesos pesados de la ciencia ficción, serían seguidos rápidamente por vuelos frecuentes a nuestro compañero celestial más cercano, hospitales lunares para jubilados, ciudades en cráteres, colonias en Marte y en el cinturón de asteroides. Era inevitable: dentro de unas pocas décadas, la especie humana estaría en camino de desparramarse por todo el sistema solar, con las estrellas a la espera del siguiente gran salto hacia delante.
Y nada. Asfixiado el optimismo progresista, el sueño se desvaneció a un segundo plano. Aún seguimos aguardando, como lo hacen los llamados "huérfanos de Apollo", la generación posterior a la década de 1970, cuyas esperanzas de un futuro extraterrestre se vieron frustradas por la naturaleza vacilante de la NASA, la organización que una vez alimentó las esperanzas mundiales del espacio.
La exploración espacial no unió al mundo ni calmó las guerras.Los chicos de 6 años ya no sueñan con caminar en la Luna. Veinticuatro personas han estado allí, en la más completa soledad. De esas 24, 12 caminaron en la superficie. ¿Cuántas personas podrían recitar sus nombres sin googlearlos?
A contramano de las visiones demasiado optimistas de la ciencia ficción de por entonces, J. G. Ballard percibió como un sismógrafo los temblores emocionales de la época. Como recuerda Pablo Capanna en J. G. Ballard: el tiempo desolado (recientemente reeditado por Letra Sudaca), Ballard renegó de la euforia que inspiraba la carrera espacial. El autor de Crash, La exhibición de atrocidades y El imperio del Sol simplemente se estaba adelantando más de una década a las mudanzas de la opinión pública.
Consideraba que el programa espacial no había logrado excitar la imaginación de la gente. "Mirando hacia atrás, podemos ver que, lejos de extenderse para siempre en el futuro, la era espacial duró apenas 15 años: desde el primer vuelo del Sputnik y Yuri Gagarin en 1961 hasta la última misión de la estación espacial Skylab en 1974", opinó en varias entrevistas recogidas en libros como Extreme Metaphors: Interviews with J. G. Ballard 1967-2008 y Para una autopsia de la vida cotidiana (de la editorial Caja Negra). "Después de una mirada casual al cielo, la gente se dio la vuelta y se metió para adentro".
Después de una mirada casual al cielo, la gente se dio la vuelta y se metió para adentro.
Los humanos podrían aventurarse en el espacio por un tiempo, afirmó, pero finalmente terminarían por abandonar los vuelos espaciales para retirarse en su planeta de origen. Mucho antes de que los astronautas hicieran el show de plantar la bandera estadounidense y dejar una placa con el mensaje: "Llegamos en paz para toda la humanidad", Ballard había imaginado en su cuento "La jaula de arena" (1962) un desolado Cabo Cañaveral, solo habitado por unos pocos vagabundos aún obsesionados con las breves aventuras de la humanidad fuera de la Tierra. "Los viejos andamiajes de lanzamiento y las pistas de aterrizaje se recortaban contra el cielo como piezas abandonadas de una escultura gigantesca".
También soñó con astronautas muertos en sus féretros orbitales; con héroes olvidados y viajeros que habían caído en el alcoholismo, el silencio, el seudomisticismo y los colapsos mentales como castigo por su acto de piratería espacial. "Al abandonar su planeta para aventurarse en el espacio exterior –escribió Ballard en "Noticias desde el sol" (1981)–, el hombre había cometido un crimen evolutivo, una transgresión de las reglas que regían su lugar del universo, y de las leyes del tiempo y el espacio. Puede que el derecho a viajar por el espacio perteneciera a seres de otro orden, pero el crimen de los humanos era castigado de la misma forma que si intentaran ignorar las leyes de la gravedad".
Melancolía espacial
Ballard tenía razón, pero en parte. El alunizaje operó de maneras múltiples y hasta contradictorias. Hechizó y desencantó. Expandió los horizontes de la imaginación y anestesió a toda una generación sumergiéndola en una indiferencia casi zen.
La carrera hacia la Luna no marcó el comienzo de la era espacial, pero sí el de la era digital. Como recuerda Charles Fishman en su libro One Giant Leap, el programa espacial en la década de 1960 sentó las bases de la revolución, cuyos frutos hoy disfrutamos. La demanda de circuitos integrados de la NASA, y su insistencia en su fabricación casi perfecta, ayudaron a crear el mercado mundial para los chips, así como contribuyeron a reducir su precio en un 90% en cinco años.
A medida que la fantasía lunar se convertía en historia y ascendía al reino de la mitología no solo estadounidense, sino de la humanidad entera, el virus de la exploración espacial se filtraba y se esparcía en el imaginario colectivo. No es casual que, bajo las habituales profecías expansivas de la ciencia ficción, el thriller espacial se haya convertido en los últimos años en un género cinematográfico casi autónomo, buscando canalizar estas inquietudes y aspiraciones en la ficción por medio de películas como Gravity, Interstellar, The Martian, Moon, Sunshine, Europa One, Life y, en breve, Ad Astra (con Brad Pitt) y Proxima (con Eva Green).
"Hubo un momento en el que la Luna funcionó como una imagen del futuro", escribe Oliver Morton en su reciente The Moon: A History for the Future. "Ahora parece, en el mejor de los casos, un futuro entre otros, y un poco retro".
Hubo un momento en el que la Luna funcionó como una imagen del futuro. Ahora parece, en el mejor de los casos, un futuro entre otros, y un poco retro.
Por eso, el alunizaje es una historia profundamente melancólica, marcada por un fuerte sentido del drama, de la participación colectiva, del asombro. Y que, de una manera u otra, sigue conservando su eficacia simbólica.Para algunos, es un futuro al que la humanidad le ha dado la espalda –uno de los tantos futuros prometidos que no fueron–, una oportunidad que hemos dejado escapar. Para otros, es una aventura aún por comenzar.
Pasaporte a la eternidad
Nos ha resultado difícil desconectarnos emocionalmente de la Luna, una vieja conocida que nos ha seducido desde la infancia de la humanidad. Reguló los calendarios y las mareas, presidió los partos, embrujó a los locos.
La Luna nos ha inspirado a alcanzar los cielos, a querer ir más allá. En parte, lo hemos hecho. Nos hemos desparramado por el vecindario cósmico (y más allá) gracias a nuestros descendientes artificiales, las sondas espaciales. Marte es un planeta completamente gobernado por robots.
Pero, como sugirieron profetas como Isaac Asimov, Olaf Stapledon, Stanislaw Lem, Ursula K. Le Guin y Ray Bradbury, entre otros, en el fondo sabemos que la exploración del espacio es un esfuerzo espiritual. Nada sustituye escuchar el sonido de voces humanas provenientes de lugares donde nadie ha estado nunca. "La Tierra es azul, qué maravilloso, es increíble", se escucha decir con una voz temblorosa cargada de emoción al cosmonauta Yuri Gagarin durante el viaje inaugural de un ser humano al espacio el 12 de abril de 1961. En este caso, ocho palabras valen más que mil imágenes.
El alunizaje está tan arraigado en la mente de toda la humanidad que aún resuena. El calentamiento global no acelera únicamente el derretimiento de los casquetes polares. También está sacando estos sueños olvidados de su larga hibernación.
Unos 18.250 días después de que Armstrong y Aldrin dejaron en la Luna cientos de huellas, un módulo de descenso, una bandera (que no sigue en pie), una placa, un pequeño disco con mensajes de 77 jefes de Estado, un reflector láser, un experimento sísmico, pinzas, cucharas, un martillo, bolsas de alimentos, una cámara de televisión, una manta aislante y contenedores varios de orina y materia fecal, estamos más cerca que nunca de volver.
Revitalizada por una renovada fascinación por la exploración más allá de las fronteras de la Tierra, una nueva carrera espacial se despliega. Esta vez es tácita, es decir, no declarada entre naciones, pero igualmente movida por el orgullo y por la búsqueda de ganancias.
Ahora la "operación retorno" depende más de los caprichos y de los egos cósmicos de multimillonarios. Sin embargo, la NASA busca recuperar posiciones.
Llegar a la Luna es relativamente menos difícil de lo que solía ser. En la década de 1960, se requirió el esfuerzo económico y político de naciones enteras. Ahora la "operación retorno" depende más de los caprichos y de los egos cósmicos de multimillonarios como Jeff Bezos y Elon Musk.
A principios de mayo pasado, Bezos reveló Blue Moon, un módulo de aterrizaje diseñado para colocar un equipo científico en la superficie lunar. Unos meses antes, en 2018, Musk había anunciado el nombre del primer pasajero de Space X en un viaje alrededor de la Luna: el multimillonario japonés Yusaku Maezawa.
Mientras tanto, aprovechando el impasse estadounidense, China acecha. En los últimos cinco años, ha enviado dos robots, uno de los cuales por primera vez aterrizó en la cara oculta lunar. Y ya se está hablando de mandar taikonautas en 2030.
La India, por su parte, intentará convertirse en la cuarta nación en aterrizar una sonda en la superficie lunar a fines de 2019, luego de que un esfuerzo israelí fracasara en abril.
En esta nueva contienda, la NASA aceptó el desafío y ya busca recuperar posiciones. "La primera mujer y el próximo hombre en la Luna serán, ambos, astronautas estadounidenses, lanzados por cohetes estadounidenses, desde suelo estadounidense", anunció en tono propagandista y casi evangélico el vicepresidente norteamericano Mike Pence en marzo pasado.
Para entonces –se presume el año 2024–, ahí estaré, abrazado quizás no al televisor, sino al celular, la computadora o la tablet, en un estado de concentración extrema y en comunión con gran parte del planeta a la espera de un nuevo capítulo de la odisea. Una performance que convalide nuestra insignificancia cósmica y, a la vez, nuestro destino en el universo.