Un tano recién desembarcado de Pordenone, al norte de Italia, conoce a un gaucho judío. El primero tiene 13 años. Llegó con papá, mamá y cinco hermanos, huyendo de la guerra –allá todos trabajaban en el campo–. El segundo tiene 17. Se conocen en un taller mecánico, bastante famoso en la década del 50: Casa Marcos, sobre la avenida Warnes. El tano se llama Antonio Gobbo. El otro, Mario Rosemberg.
Se hacen amigos. Trabajan duro. Mario le enseña a Antonio los pormenores del oficio. Esta herramienta es para esto. Esta para aquello. La soldadura funciona así. Gobbo diseña caños de escape y tiene un don: no solo le salen simétricos y power, también le salen armoniosos y estéticos.
A los 15 años, el tano Antonio prepara su primer auto: el dueño es Pascual Puopolo, un ingeniero que luego se haría reconocido como corredor y llegaría incluso a competir en Europa. Gobbo empieza a lo grande. Y sigue a lo grande.
Trabajan, él y Rosemberg, nueve años allí hasta que el dueño de Casa Marcos, muere y, cuando el negocio naufraga en manos de familiares, deciden probar suerte y hacer rancho aparte. Ya tienen su cartera propia de clientes y proveedores que los conocen bien, y les prometen que, emprendan lo que emprendan, ellos los seguirán.
En mayo de 1959 –fecha 19, martes para ser más exactos–, Gobbo y Rosemberg inauguran local propio sobre la avenida Córdoba 5672: Cañossilen. Lo instalan en un local que, tiempo atrás, era cantina de barrio. Los primeros cuatro años, trabajan sin fosa ni nada. Se tiran sobre el piso de cemento y tierra. Al final del día, parecen un poco mecánicos, otro poco soldados de regreso de una guerra. "Y así empezó la mística", dice Gobbo.
Antonio Gobbo tenía 13 años cuando empezó a trabajar en un taller mecánico. Hoy lleva 60 años en actividad
Rosemberg se hace cargo de los números y de difundir el negocio. Gobbo, ya lo dijimos, es el artesano: sus caños de escape eran obras de arte. No solo están compensados, sin choque de gases; los diseños son estilizados, las curvas, femeninas. "No podíamos estar los dos debajo de los autos", dice Gobbo. "Alguien tenía que estar arriba en la oficina y hacer los números. Uno tenía que salir a vender".
Los caños del tano Gobbo se hacen populares entre los corredores del momento y corredores ya retirados. Desde los hermanos Gálvez –153 carreras Juan, que murió en un accidente en Olavarría, y 309 Oscar–, a Froilán González –que inició la gloria de Ferrari y compitió en 26 grandes premios–. "Con Froilán nos hicimos tan amigos que ya éramos como de la misma familia", recuerda Gobbo. Desde los hermanos Emiliozzi a Álzaga, y al grandísimo, imbatible y number one Fangio: 53 grandes premios, 24 victorias, todos los laureles y el bronce encima, no hubo otro como él. La mayoría, ya retirados, seguían trayéndole coches para que arreglara. Una vez, Fangio llegó con un Porsche 911 a la noche, y a la mañana ya volvía al Autódromo con su caño de escape a todo trapo. Los milagros del tano Gobbo.
En los 50 y los 60, tener a esa gente en el local era como tenerlo a Messi: Oscar Gálvez hablaba con todo el mundo; su hermano, Juan, en cambio, era tímido y no le gustaban los reportajes. Con Fangio compartían religiosamente todos los cumpleaños en su casa de Palermo. Los organizaba el humorista Luis Landriscina. Y Antonio colaboraba con el asado. Al taller, sin embargo, era el que menos iba. "Más que estrellas, todos ellos eran amigos", dice Gobbo. "Venían a comer acá con nosotros cada 15 días".
En 1961, colocaron el escape al primer coche de carreras: el auto de Jorge del Río, de Necochea, una cupé Chevrolet. En la época de oro, daban turno para colocar los caños. A veces, había que esperar una semana. La gloria siempre tiene lista de espera.
Asociado a los grosos, el emprendimiento de Gobbo y Rosemberg picó en punta. No había carrera, ni podio ni foto en revista El Gráfico donde no estuviera estampada su firma, y el local, en consecuencia, con los años se expandió. Compraron, primero, los terrenos de al lado. Luego el de atrás. Tiempo más tarde, anexaron otro con salida a la calle Bonpland. Y el taller devino en emblema del rubro en Argentina.
Tres lotes añadieron al local original sobre la Avenida Córdoba 5672
En los 60, todo el mundo hablaba de la historia del tano y del gaucho judío que atraían a los pilotos del momento, y de cómo habían empezado, culo en el suelo, sobre un piso de tierra. Y la historia se convirtió en leyenda y mística. Y las obras del tano Gobbo, en piezas de coleccionista. Tan cerca estaba en el círculo íntimo de los pilotos que cada dos por tres, en tiempos en los que no había pruebas de alcoholemia en las competencias, Gobbo debía arrastrar a ilustres campeones a la ducha porque, antes de la largada, tenían encima algunas copitas de más.
Venden, entre filtros, silenciadores, caños y demás delicias de la vida tuerca, unos 10.000 productos al año.
Para sumar puntos, en su local introducían al mercado argento los avances en la materia: fueron los primeros en dar el salto, en 1963, de soldadura autógena y en trabajar con soldadura eléctrica. Luego reemplazaron la soldadura eléctrica por la Mig. Y luego por la Tig. Y luego por un mix de ambas. Primeros en incorporar el acero aluminizado. Luego el acero austenítico, cuando acá ni siquiera sabían cómo pronunciarlo. Sus terminaciones y acabados eran, por ese entonces, de vanguardia. Los viejos pilotos pasaban al retiro –cuando no morían en el intento– y venían nuevas generaciones, y todos seguían el efecto hipnótico de los caños de don Gobbo: Mouras, Traverso, Maldonado, el eterno Tito Bessone. Parietti, Satriano, Guerra, Oreste Berta. La lista es infinita. Y hasta Luis "El loco" Di Palma ponía el grito en el cielo de los dueños, cuando sacaba arando el auto marcha atrás por la fosa de 30 metros. Un capo.
O cuando el Pincho Castellano, celoso de su mecánica, se plantaba al lado del auto para que nadie viera la clase de suspensión de su vehículo. Ya por entonces, había espionaje. Otros tiempos. Otros códigos.
Pasaron 60 años de la inauguración. El tano Gobbo sigue en pie –Rosemberg murió en 2014 a los 82–. Ahora, Antonio va por los 82 años. Hoy en día, llegan a su local clientes de tres generaciones: hijo, papá y abuelo a ver el mito viviente en vida. Y sus caños como garras trenzadas, como chimeneas rutilantes, que aún hoy maravillan a toda una familia de tuercas. Nunca hubo otro igual. Y nunca lo habrá.
Y el taller de piso de tierra se transformó en pyme con 15 empleados. Todos ellos capacitados por el propio Gobbo, el alma del asunto. "Cada uno de ellos conoce de primera mano todo el proceso", se enorgullece el tano Antonio. "Pueden instalar un caño o un silenciador ellos solos. Aunque no lo creas, ahora tarda más en hacerse un caño de escape. Porque los autos vienen cada día más complicados". Hoy, en el taller hay 10 fosas equipadas con sus propias máquinas de soldar –es decir, no más pecho en el suelo de tierra–. Al comienzo, sus piezas iban a todo el país por intermedio de colocadoras; ahora llegan por MercadoLibre. Son líderes en caños de escape y en silenciadores. Y la historia de gloria y loor del tano ya tiene aire de Hollywood.
Hoy en día, el hijo de Gobbo continúa el negocio: Gustavo. Importan escapes de motos. También tienen su propia línea motoquera. Importan línea de espirales alemanes: los mejores del mundo, los HR. Una línea de filtros Pipercross. Venden, entre filtros, silenciadores, caños y demás delicias de la vida tuerca, unos 10.000 productos al año. Y la fama de Gobbo continúa, potente y rumiante, en tiempos de selfies y redes, y sus caños siguen rugiendo, reyes indiscutidos en la jungla de asfalto.