
Jean Tinguely: un delírio a toda máquina
Poco conocido en la Argentina, se empeñó en unir su fascinación por los prodigios de la mecánica con el color, la fiesta y el puro goce de vivir. Varios de sus trabajos se exhibirán por primera vez en nuestro país
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Había una vez un hombre que amaba las máquinas. Las quería tanto, que las hacía explotar.
El suizo Jean Tinguely (1925-1991) creó un universo a la altura de la célebre máxima surrealista, aquella que proclamaba "el encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser…": inauditas estructuras de metal, ensamblajes de piezas industriales, esculturas dotadas de movimiento, humor, una pizca (o más) de locura y unas desaforadas ganas de celebrar a la humanidad y su intensidad creativa. Celebración que más de una vez incluía la denuncia de la alienación: ahí era cuando sobrevenía el estruendo, los estallidos, la infinidad de piezas de metal saltando por los aires.
Quien haya visitado París probablemente habrá visto, próxima al Centro Georges Pompidou, la Fuente Stravinsky: un conjunto de esculturas que giran, se balancean o arrojan agua; algunas de acero, otras de brillante poliéster coloreado. Realizada por el artista y su mujer, Niki de Saint Phalle, la obra es parte del imaginario visual de la Ciudad Luz. Sin embargo, poco se conoce –al menos, en nuestro país– sobre su creador, quien este año por primera vez tendrá una muestra individual en la Argentina.

Virginia Fabri, cocuradora de la exhibición del Centro Cultural Borges que, en el marco de la Semana Suiza 2012, permitirá a los porteños acercarse al espléndido delirio creativo de Tinguely, cuenta que desde hace tres años venía alimentando el sueño de hacer esta muestra. Cuando la posibilidad surgió, invirtió un año en investigar la figura del artista. Estudió los trabajos que se preservan en el Museo Tinguely de Suiza, conoció Friburgo –la ciudad medieval donde nació el que luego sería un neto exponente de las búsquedas expresivas del siglo XX–, visitó obras emblemáticas como El Cíclope, una monumental escultura de metal emplazada en el bosque próximo a Milly-la-Forêt (pueblo francés donde residió otro creador asociado a las búsquedas del surrealismo, Jean Cocteau). "Fue como vivir mi propio cuento", cuenta Fabri, imbuida de la fantasía que desprende una obra que, paradójicamente, también era un canto a esa entidad generalmente desprovista de toda ilusión, la era posindustrial.
Tender puentes

Para la curadora, no fue poca cosa recorrer las callecitas de Friburgo, ver la catedral gótica, los puentes, el trazado de una ciudad fundada tantos siglos atrás. "Tinguely creció con las leyendas de la región en que nació –explica Fabri–, llenas de magia negra, brujas, demonios y fantasmas." Pero también de reenvíos, podría suponerse, a un tiempo donde los hombres estaban ligados, casi sin mediaciones, a la tierra y a todo aquello que sus manos generasen. En el afán con que Tinguely trabajaba, ensamblaba y componía sus esculturas podría verse un eco (¿o una añoranza?) de aquellos tiempos de esforzado trabajo manual. "Incluso él manifestaba como ideal volver a la forma organizativa de los gremios, que justamente fueron creados en el Medievo –cuenta Fabri–. Se sentía un hombre de su tiempo, pero sin embargo iba y venía entre épocas distintas. Hizo un puente entre el Medievo y la era posindustrial."
Para entender mejor este derrotero, la investigadora recurrió a Umberto Eco y su concepto del neomedievalismo. En diversos trabajos, el semiólogo italiano traza algunos paralelos entre la sociedad medieval y el mundo de la segunda mitad del siglo XX: incertidumbre, plagas y violencia, por un lado; amenaza nuclear, sida y terrorismo, por el otro. Desde esta perspectiva, si las catedrales eran algo así como los libros de piedra de la Edad Media, las artes visuales contemporáneas también podrían estar cumpliendo un rol de integración de públicos, gustos y saberes.

No sería de extrañar, entonces, que del niño criado en una ciudad medieval, luego artista crecido bajo el influjo de las vanguardias del siglo XX, surgiesen obras inspiradas en las antiguas catedrales, en las máscaras del carnaval, en los prodigios artesanos y en la gozosa confusión de la fiesta. "Pantagruel de la vanguardia, hedonista de las máquinas sin objeto y derrochador de energías festivas", lo llamó, en un artículo publicado en el diario El País, el crítico español Francisco Calvo Serraller, quien además escribió: "Tinguely no sólo pudo con la seriedad compacta de sus compatriotas, sino con todo ese espíritu de domesticación productiva que ha convertido al hombre contemporáneo occidental de la civilización industrial en un disciplinado y unidimensional ser que trabaja para consumir. Pero no lo hizo de cualquier manera, sino de la forma más precisa y eficaz: desde el interior de esas máquinas que se habían convertido en las catedrales del mundo contemporáneo".
Otros tiempos modernos
Porque lo más curioso de esta historia es que él, a las máquinas –a su intrincado andamiaje, a su vocación de autómatas, al esforzado mecanismo que les permitía funcionar–, sin duda las quería.
"Su padre era operario", cuenta Virginia, destacando la inmersión que desde temprano tuvo Tinguely en este universo. "Mi sensación es que –continúa– buscaba humanizar las máquinas."

Como si fueran una contraversión del film Tiempos modernos (aquella hilarante pero también feroz crítica a la mecanización, que incluía la célebre secuencia donde Chaplin casi era engullido por una línea de montaje fabril), las a veces estrafalarias máquinas de Tinguely asumen otro rasgo: ya no son ellas las culpables de la alienación humana, sino más bien todo lo contrario.
"Hay una crítica al industrialismo, pero no a la máquina en sí –insiste Fabri–. Tinguely hacía sus máquinas autodestructivas en alusión al hombre alienado por la industrialización, que se suicida."
Había, además, otro elemento: organización, repetición y eficacia administrativa era lo que se encontraba en la base de la industrialización. Pero, como observaron con horror las mentes más lúcidas del siglo XX, de esos mismos elementos se nutrían también los campos de exterminio. El detalle no podía ser obviado por un espíritu como el de Tinguely, lector de Rousseau, marxista en su juventud y libertario el resto de su vida, decidido defensor de la fusión entre vida y arte que predicaron las vanguardias en general y el surrealismo en particular.

En 1962, en plena Guerra Fría, pocos meses antes de que se desatara la crisis de los misiles entre los Estados Unidos, la Unión Soviética y Cuba, Tinguely realizó una particular acción en el desierto de Nevada: hizo estallar su Estudio para un fin del mundo II, una de sus máquinas autodestructivas que, en ese lugar y en ese entramado de sucesos políticos, adquiría un componente crítico aún mayor. Ocho años después, Michelangelo Antonioni ubicaría en un paisaje similar la ensoñación final de Daria, la sesentista heroína de Zabriskie Point, cuando la chica ve cómo una explosión arrasa con una lujosa construcción en medio del desierto y, de paso, arroja por los aires los diversos emblemas de la sociedad de consumo.
"Siempre realizo mis máquinas con un componente humano –decía Tinguely–. No quiero utilizar el movimiento sólo por el hecho mismo del movimiento. Quiero regresar la máquina al hombre." ¿Qué pensaría este hombre, fallecido antes del advenimiento del siglo XXI, frente a los desafíos de la cultura digital? Quizá sus obras puedan responderlo.
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