
La dimensión desconocida
Duros golpes, gritos en clave, cascos y hombreras. Una liga de fútbol americano en pleno Buenos Aires con personajes de otro planeta
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La imagen, en principio, no tiene nada de extraordinaria. Es sábado a la tarde en un club de la zona norte del Gran Buenos Aires y a simple vista conviven tres géneros que suelen llevarse muy bien: el hockey sobre césped, el rugby y –no menos importante, a juzgar por los sándwiches de bondiola ofrecidos en el mostrador– el quincho en el que se hará el tercer tiempo.
Un fenómeno singular, sin embargo, se percibe en una de las canchas más alejadas del anexo de Champagnat, en Talar de Pacheco. Al fondo se mueven unos jóvenes que, mirados a la distancia, parecen desfasados en el tiempo y el espacio, como si descendieran de relatos homéricos o de Ray Bradbury. Corren con cascos y usan hombreras que les infunden unos cuerpos desproporcionados.
El espectáculo desconcierta. El andar de los atletas, algo robótico, siempre feroz, le escapa al de los deportes conocidos: se arrojan de cabeza uno sobre el otro, se chocan entre sí y festejan jugadas incomprensibles. Es la versión criolla de esas rarezas estadounidenses que cada tanto vemos en medio de un zapping. Lo que sucede en Champagnat es mucho más que un hobby importado: es una salvajada feliz, y también un imán para los curiosos.
Ya de cerca, a un par de metros de la cancha, se escucha que los jugadores se comunican con gritos cifrados. Uno dice: "Fk 23 roll 84-0-7-4-block", y el resto decodifica el mensaje y lo pone a la práctica. Hasta preguntar quiénes juegan es una invitación a un mundo de fantasía: dos equipos, llamados Jabalíes y Corsarios, se desafían en el partido más peculiar del fin de semana y dan comienzo a una nueva fecha de la liga de la Football Americano Argentina (FAA).

Aunque la FAA cumplió 10 años el 29 de abril último, su prehistoria arrancó antes de 2004. Tal vez los memoriosos de rarezas lo recuerdan. En 1998, unos locos simpáticos jugaban a un simulacro de fútbol americano en la cancha de Defensores de Belgrano. En concreto se trataba del flag football, una variante que evita el contacto físico. Los atletas llevan un pañuelo colgando de sus pantalones y gran parte de la competencia consiste en que los defensores traten de sacárselo a los delanteros que llevan la pelota. Para los cultores del fútbol americano, ese entretenimiento no era más que una recreación de la mancha a la que jugaban en la escuela –o a una tocata de rugby–, y de aquellos albores se escindió un grupo que quería más adrenalina y mayor fidelidad al deporte que los fascinaba por televisión: la National Football League (NFL), la liga más popular de Estados Unidos, incluso por encima de las de béisbol y básquet.
Los díscolos quedaron en juntarse en el club Municipal de Vicente López una vez por semana bajo el liderazgo de, entre otros, Tomás Hurden y Guillermo González, dos de los futuros fundadores de la FAA. Además de ausencia de pudor o de sentido de la vergüenza, tenían algo: ganas de jugar. Les faltaba el resto, por ejemplo, compañeros y rivales. Al comienzo eran diez o incluso menos, o sea que ni siquiera llegaban a los once necesarios para armar un equipo según las reglas de la NFL. De organizar un partido ni hablar, pero igual siguieron reuniéndose. Los movilizaba un impulso infrecuente a ojos argentinos, en el límite del prejuicio del cipayismo, pero a la vez genuino. ¿O acaso el fútbol que nos permitió a Maradona y a Messi no tiene raíces inglesas, o el básquet que nos regaló a Ginóbili no nació en una escuela de Massachusetts?

En ese despertar contra natura del fútbol americano en la Argentina, el reclutamiento de nuevos intrépidos no era una misión sencilla. Los interesados recién se multiplicarían después de varios años e intentos. El golpe de gracia fue una tarde de 2004, cuando 30 jóvenes respondieron a un aviso en el diario Olé: "Si tenés ganas de jugar al fútbol americano, te esperamos en Comunicaciones". El llamado fue un éxito y enseguida nacería la FAA. Una década después, y recién mudados al norte del GBA (durante 10 años la sede oficial fue la misma cancha polvorienta del club Comunicaciones, en Agronomía), el partido entre Corsarios y Jabalíes también puede verse a través del streaming de www.faarg.com.ar, la Web de FAA. Vendría a ser el clásico de la fecha: los duelos, que comienzan los sábados, a las 13, son transmitidos en vivo. Es otro ensayo para trascender fronteras. La cancha de césped sintético de rugby en el anexo de Champagnat le da mayor glamour a una liga, que cuenta con seis equipos de mayores: Tiburones, Osos Polares, Cruzados, Legionarios, Corsarios y Jabalíes, y tres de juveniles: Aztecas, Yacarés y Coyotes. Como Córdoba y Rosario también organizan sus propios torneos, cada región cuenta con un combinado local. El enfrentamiento anual entre Buenos Aires y Córdoba sería una suerte de Copa Argentina.
Lo más relevante, sin embargo, es que la Argentina tiene una selección nacional de fútbol americano y que en respuesta a la zoología que denomina a los Pumas, las Leonas y las Panteras ya adoptó su nombre de National Geographic: los Halcones. La máxima convocatoria fue en mayo del año pasado, cuando dos mil personas asistieron a la cancha de Colegiales, en Munro, para ver un desafío contra los Boxers, un selectivo de la Universidad del Pacífico, Oregon. No tiene ningún misterio señalar cuál de los dos equipos perdió 49 a 0 y jamás pasó la mitad de la cancha. En cambio los clásicos rioplatenses contra Uruguay, en diciembre, suelen favorecer a los Halcones.

Mirar el partido entre Corsarios y Jabalíes implica zambullirse en una dimensión desconocida. A diferencia de los partidos de las ligas superprofesionales de Estados Unidos (y de Canadá, México y Japón, los otros países con tradición), en los que cada franquicia debe presentar once jugadores en la cancha, en el torneo argentino se juega con nueve por lado. No es rebeldía criolla, sino una aceptación de las limitaciones: el problema para Corsarios, Jabalíes y compañía no es llegar a los once deportistas (que los tienen, y superan esa cifra), sino la falta de un plantel que les permita el recambio suficiente. El fútbol americano es un juego tan detallista que cada equipo tiene tres formaciones independientes entre sí, ataque, defensa y unidades especiales, que se van rotando infinidad de veces, por lo que un partido se convierte en un permanente ingreso y egreso de especialistas (la complejidad llega al punto que los encargados de unidades especiales se subdividen en seis ramas para distintas fases del juego). Lo cotidiano es que entren once jugadores y enseguida vuelvan a salir. En Estados Unidos, un plantel (en el argot de la NFL se lo denomina roster) de los Broncos de Denver y de Seattle Seahawks, por mencionar a los finalistas del último Super Bowl, se forma con 53 jugadores, una cifra imposible para nuestros Osos Polares o Legionarios, que no tienen más de 20 o 25 muchachos cada uno. La solución de la FAA, entonces, fue reducir los equipos titulares de once a nueve.
Atrás, al comienzo de la tarde en Champagnat, había quedado el grito de guerra con el que los jugadores se arengan antes de salir a la cancha, una especie de haka, pero con aullidos en inglés. La cultura nacional y popular entraría en llamas. De inmediato Corsarios-Jabalíes comenzó como arrancan todos los partidos, no con las formaciones de ataque o de defensa de cada equipo, sino con las unidades especiales: de un lado los encargados de kick-off para pegarle a la pelota y salir en manada para ganar metros, y enfrente los de devolución de patada para cavar trincheras y resistir el primer impulso. Quince segundos después habría nueve cambios por equipo.

Los jugadores de la FAA son amateurs. Incluso pagan 200 pesos por mes por el alquiler de la cancha. Al menos los cascos y las hombreras corren por cuenta de la liga: el presupuesto para salir a la cancha ronda los 400 dólares. Apenas uno de ellos, Guillermo González, de Cruzados, llegó a entrenarse en un equipo universitario de EE.UU. Es un contexto de aficionados en el que la figura de Martín Gramática alcanza la reverencia del Dalai Lama en la diáspora tibetana. Gramática fue un pateador que consiguió una doble proeza: ser el primer argentino en debutar en la NFL y, más difícil aún, salir campeón.
Mientras Corsarios y Jabalíes terminan su partido (son cuatro tiempos de 12 minutos netos cada uno), los jugadores de Tiburones y de Cruzados, que se enfrentarán a continuación, comienzan la entrada en calor a un costado de la cancha. Las chicas de hockey miran sus cuerpos pétreos y cuchichean:
–Quiero un novio así –dice una jugadora.
–Yo quiero un novio –se conforma la otra.
El más llamativo es Allan Kotliar, que podría pasar por Otto Mann, el melenudo de Los Simpson que conduce el ómnibus escolar: tiene rastas jamaiquinas, auriculares en sus oídos y un chupetín en la boca. Es la imagen de la indolencia antes de entrar a la cancha para jugar un deporte al que los pocos argentinos que lo practican lo definen como un shock de adrenalina. Al chico de los dreadlocks, que nació en Estados Unidos y de muy chico se mudó a Vicente López (el camino inverso de Gramática), nada lo intimida: está abstraído en la música.
–Puse reggae. Me viene bien porque hoy juego de mariscal y tengo que estar tranqui. Si no, entro remanija. A mí me gusta el hip hop, pero ahora no puedo estar al palo. Por mi puesto tengo que estar zen, ¿viste? –dice Kotliar, de Tiburones, como si estuviera en una playa de Kingston, o en algún estadio de fútbol americano de Connecticut o Dakota del Sur.
Ser mariscal, como Kotliar (que también juega en la selección), es ser el capitán de la ofensiva, el armador del ataque, el que debe organizar el juego alrededor de sus socios, los corredores y los receptores, y evitar ser interceptado por los defensores que le salen al choque como hienas en la pradera sudafricana.

¿No es peligroso el fútbol americano?
No, la verdad que no. Hay que tener ciertos recaudos, sí, pero no más que otros deportes.
Es una frase repetida por quienes se dedican al fútbol americano: no hay de qué preocuparse. El contraste es que, cuando termina el primer turno del sábado, cinco jugadores de Jabalíes vuelven renqueando. Están doloridos de verdad: de hecho tuvieron que abandonar el partido antes de que termine. La lista de lesionados, que denota la presencia de extranjeros que estudian o trabajan en la Argentina (en Jabalíes también juega un estadounidense, Stephen Raymond), parece un parte de guerra: el panameño Viviano Romero y el colombiano Juan Álzate tuvieron problemas en la rodilla, el chileno Diego Núñez se luxó el brazo y el argentino Franco Pellecchia se torció el tobillo. Pero el que peor la pasa es el mariscal, Matías Martucci, que se rompió el tendón, no puede apoyar el pie y tiene que salir de la cancha en andas. Martucci llegó en moto y nadie sabe cómo manejarla. El dilema es quién se la llevará de regreso a la casa.
La mayoría de las lesiones, se desentiende el propio Grois, son de ligamentos, en especial de rodillas: nada muy distinto de lo que sucede en el fútbol o el rugby. Muy cada tanto sucede algo más grave, por ejemplo la fractura de cadera que hace un tiempo sufrió Federico Poy, jugador de Corsarios y de la selección argentina. Pero ni al mismo Poy pareció importarle demasiado: le colocaron una placa de titanio y volvió en estado más salvaje que antes.
Mirándolo desde afuera parece un milagro. El deporte es un choque constante de locomotoras humanas. Sin embargo, el jefe de prensa de FAA, Hugo Ferreyra, explica que los jugadores saben cómo tacklear a los rivales. El secreto consiste en usar todo el cuerpo y no solamente el hombro, una técnica que evita problemas realmente mayores, como la rotura de vértebras. Lejos de ser un detalle ocasional, es una de las tantas enseñanzas que se aplican en los llamados campamentos de novatos, el filtro que los interesados en dedicarse a este deporte deben pasar a comienzos de año. No basta con tener entre 19 y 45 años (el rango de edad permitido) y decir hola, quiero jugar al fútbol americano, sino que durante los sábados de tres meses, de marzo a mayo, y de 12 a 19, hay que aprobar una serie de entrenamientos muy rigurosos. El aprendizaje incluye charlas técnicas y físicas, por ejemplo cómo alimentarse y cepillarse los dientes, una doble forma de evitar lesiones.
A minutos de entrar a la cancha para jugar contra Cruzados, Kotliar muestra un papel que en el argot se llama muñequera. Contra lo pensado, y acaso para confirmar que el fútbol americano rige bajo su propio universo (por ejemplo tiene cinco árbitros que tiran pañuelos amarillos y rojos), la muñequera no está escondida donde uno supone, sino en el pantalón. La llevan los mariscales de cada equipo y es una especie de GPS de las jugadas que pondrán en práctica en cada posesión de pelota. Tiburones tiene 40 alternativas de ataque y los compañeros de Kotliar las saben de memoria. Antes de cada ofensiva, el mariscal consultará su muñequera y gritará frases como I derecha toss sweep derecha, un código que implica directivas para corredores, receptores, linieros y demás integrantes de la formación de ataque, siempre en búsqueda del nirvana de este deporte, que no es el gol, sino el touchdown. Habrase visto.






