La rebelión de Juan Manuel
Caía la noche en la boca del Salado. Por la única ventana, alta como la de los calabozos, la luna asomaba su blancura, creando sombras fantasmales en el cuartucho. El niño rubio la miraba anhelante. Las ansias de libertad le cosquilleaban en el cuerpo, aunque más lo acicateaba la furia. Doña Agustina no se andaba con chiquitas. Llevaba horas de encierro a pan y agua, y todavía le ardían las orejas por los coscorrones propinados por su madre. En el fondo de su corazón, aunque resentido ante el castigo, el muchachito admiraba a la mujer que lo había dado a luz; bebía de ella su fortaleza, la seguridad con que arremetía en los rodeos, montada en su redomón. Agustina López de Osornio había amamantado a sus hijos con celo de loba, pero los criaba con la severidad de un carcelero, vigilando el menor desliz para hacerles sentir su látigo. Esa vez, le había tocado a él.
Juan Manuel aguardó a que el bullicio de la peonada se apaciguase en el Rincón de López y trepó por el muro, desollándose las manos, desesperado por atisbar el campo de afuera, donde la luna arrancaba destellos de plata al río. La nariz aristocrática del niño se inundó con el aroma del trébol y sus oídos se ensordecieron con el estrépito de los grillos.
-¡Ahora o nunca! –se dijo, decidido.
Se desvistió con rapidez: chaleco, camisa, bombachas, calzoncillos, botas, cinto, boleadoras…Todo fue a parar en confuso montón al piso de tierra. Con ayuda de un trozo de carbón escribió sobre el muro encalado: "Me llevo sólo lo que me pertenece".
Y pasó desnudo por entre las rejas del ventanuco.
Ebrio de alegría y eufórico de victoria, corrió hasta la hilera de sauces que acariciaban las aguas. Tendido de espaldas sobre el pastizal, saboreó el instante de rebelión, más aún por el rescoldo de miedo que ardía en él. Había desafiado la autoridad de su madre. ¿Y por qué lo castigaba, al fin y al cabo? Sólo por negarse a ayudar. Las ínfulas de juventud le coloreaban las mejillas, pero muy adentro del pecho, una voz le decía, al compás de la espuma que arrullaba los hierbajos: "el orden, el orden, el orden…"
La misma voz que repiquetea ahora en su mente de hombre solitario, mientras sus manos acarician distraídas la trenza de la madre muerta. Juan Manuel de Rosas rememora en su destierro aquel episodio lejano que marcó a fuego su voluntad.
El orden, primero que nada.
Y los ojos azules se pierden en un horizonte que sólo existe en su recuerdo: el de la Aduana empequeñeciéndose a medida que el barco se adentra en el río.
Afuera, una luna inglesa, fría y distante, crea sombras en el pequeño solar de Southampton.
(Nota de la autora: Agustina López de Osornio gobernaba la casa y a sus hijos con rigor. Tuvo varios enfrentamientos con Juan Manuel hasta que él se alejó de modo definitivo del hogar cuando su matrimonio con doña Encarnación Ezcurra, otra mujer de armas llevar en la vida de Rosas, hizo imposible la convivencia familiar).
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