
Las olas más famosas de Europa
Hossegor y Guéthary, en Francia, son puntos de encuentro para los surfistas de todo el mundo
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HOSSEGOR, Francia.– Ese segundo tubo en una ola de casi tres metros por el que el hawaiano John John Florence se desliza durante varios segundos, performance que el jurado calificará con un 8,83 sobre 10, lo consagra como ganador del Quiksilver Pro France, novena etapa del torneo mundial de surf. La bocina se escucha en toda la playa y marca el final después de 13 días de competencia. Una de las cuatro motos acuáticas que se mueven en un mar agitado arrima al vencedor hasta la costa. Una marea humana de al menos 10 mil personas lo alza por los aires y lo acerca hasta el podio, bajo un cielo totalmente celeste y en medio de aplausos. La escena podría transcurrir en Fiji, Australia o California, si no fuera porque los franceses suelen hablar el inglés con un acento pronunciado. Y eso incluye al comentarista deportivo que cuya voz resuena en los altavoces.
A 40 minutos en auto de Biarritz, Hossegor es desde 2002 una de las once etapas del circuito World Championship Tour (WCT), organizado por la Asociación de Surfistas Profesionales (ASP). Es la competencia más importante, pero sólo una de la decena que alberga esta estación balnearia del sudoeste de Francia. Las olas del Atlántico la convirtieron en un punto de encuentro de los surfistas del mundo. Al desembarco natural de los primeros amantes del surf en los años 70 le siguió una serie de emprendimientos privados y la voluntad política de hacer de este deporte una de las principales atracciones del lugar. Con los años, la cultura surfista se impuso en el estilo de vida y en la actividad económica de gran parte de sus 3800 habitantes. Montaron escuelas de surf, trabajan como instructores o fotógrafos del agua, fabrican y reparan tablas, venden ropa y todo tipo de accesorios ligados a ese deporte.

Este espíritu peace & love parafinado se extiende a lo largo de toda la costa de la región de las Landas e incluso más al sur, hacia el País Vasco francés. Comunas como Guéthary y Bidart, pasando Biarritz, son verdaderas cunas del surf. Las combis Volkswagen y las camionetas de todo tipo se desplazan con tablas en el techo y con toda una vida adentro: equipos de neoprene, parafina, ropa y hasta miniinstalaciones para poder parar a comer en el camino en busca de las buenas olas. El estilo imperante son los bermudas, el buzo canguro, la gorra y las ojotas. Una verdadera California, rodeada de tapas y con acento francés.
"Tenemos las mejores olas de Europa y de las mejores del mundo. Esta es una etapa obligada para cualquier apasionado del surf. En el pasado, el Ayuntamiento no consideraba al surf como una ventaja turística, pero es el mayor vector de atracción de Hossegor. Genera beneficios económicos directos y permite que se hable de esta ciudad en el mundo entero. Eso es capital y vale oro. Sin el surf, ésta sería una ciudad de jubilados. Con él, nos aseguramos la afluencia de jóvenes internacionales con espíritu de apertura. Vehicula una imagen muy positiva. Es una suerte para Hossegor y para toda la costa landesa", explica el alcalde adjunto de turismo y presidente de la Oficina de Turismo, Jerôme Lacroix.
Parte de ese espíritu es el que también vienen a buscar los 40 mil visitantes que se acercan durante el verano, en julio y agosto, en particular los adolescentes que invaden las playas anchas y con dunas, atípicas en Europa donde suelen ser chicas, privatizadas y con piedras. Una especie de Punta del Este de los 80, excepto que aquí las jirafas de hormigón son reemplazadas por casas de estilo vasco-landés construidas a principios del siglo XX, con fachadas blancas, vigas y persianas de madera, y techos que caen simétricamente de ambos lados. Los chivitos se reconvierten en ostras y caracoles.
Cruzando el lago marino en el que se inspiraban en los años 20 escritores y artistas, el mismo en el que hoy los jóvenes juegan a tirarse desde el puente cuando la marea está alta, en las calles céntricas de Hossegor hay un sinfín de opciones ligadas a la moda surfista. Aquí, donde pasearse en torso desnudo está prohibido por la Municipalidad, las boutiques de surf se multiplican, pegadas la una a la otra y abiertas todo el año. "Es incontestable: el surf es provechoso para todos. Pero su imagen desborda todo. Solíamos tener una elegancia oceánica, como se la llamaba, un art de vivre chic que en parte fue invadido por el surf. Quizá se debería variar la oferta", propone el comerciante Philippe Ravailhe, dueño de un puestito en la playa y de un restaurante regenteado seis meses al año por dos surfistas australianos. Algunos lugareños se inquietan de que el carácter y la identidad de la región sean barridos por la uniformización del fenómeno surf, aunque ambas filosofías parecen cohabitar armónicamente.

Dieciséis empresas de surf establecieron su sede europea en esta zona, entre ellas cuales gigantes como Billabong, Rip Curl, Element y Nixon. Quiksilver está a algunos kilómetros, en Saint-Jean de Luz. La primera en desembarcar fue la australiana Rip Curl, en los años 80. "La cultura del surf estaba, pero faltaba la industria. Instalarnos permitió consolidar esa cultura que florecía. Hoy la gente de aquí posee un conocimiento profundo sobre el surf", cuenta el cofundador de Rip Curl en Europa, Frédéric Basse, hoy presidente de Eurosima, la pata europea de la Asociación de Fabricantes de la Industria del Surf. Si bien esta industria genera una facturación de 400 millones de euros anuales sólo en la zona de Hossegor, y de 1000 millones en toda la región de Aquitania (comprende las Landas y el País Vasco francés), el mercado se está reponiendo luego de tres años de golpes y consecuentes restructuraciones. Las bajas más fuertes se sintieron en el sector textil, que representa el 60% del mercado. Algunos negocios tuvieron que cerrar.
Los talleres se descubren a lo largo de toda la ruta, a veces rústicamente instalados en el garaje inutilizado de alguna de esas casas típicamente vascas. La crisis pasó, pero la cultura quedó. Los shapers (artesanos que fabrican tablas) tienen que enfrentarse con la dura competencia de la fabricación china y tailandesa, pero saben que, pasados los primeros años de aprendizaje en donde se usan tablas más rudimentarias y menos costosas, los surfistas comprometidos acudirán a ellos. Nicolas Delors tienen 33 años y desde el 96 trabaja con resina. Primero arreglando barcos, luego tablas y, desde hace dos años, fabricándolas él mismo. Por mes repara entre 150 y 200 tablas (los arreglos van de 30 a 130 euros), y fabrica dos que vende a partir de 850 euros. "No te permite ir al restaurante todos los días, pero se puede surfear."
Como dice el veinteañero John John, trofeo en mano y rulos dorados todavía mojados después de media hora en el mar, las olas en esta región son poderosas e impredecibles. A metros de esa playa, el dueño del hotel 202 recibe emocionado una foto y una dedicatoria del mejor surfista del mundo, Kelly Slater, once veces campeón mundial. Su autobiografía está expuesta en primera línea, sobre esos mismos estantes donde a veces los diarios nacionales no se encuentran. Aquí, saber cómo mejorar la técnica para surfear la ola es la noticia de todos los días.







