
Made in Argentina
Cuál es el camino y el destino de las artesanías del país: expresiones culturales que dan clima y color a los ambientes urbanos, pero a costa de una dura competencia de mercado
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Seis palos gigantes se clavan como estacas en la tierra cuarteada. Están unidos entre sí por hilos de lana, y en un extremo hay una mujer que teje y teje. La manta va naciendo silenciosa en la Puna, y no es la primera en llegar. En ese telar desmesurado se han parido ponchos, fajas, tapices, cubrecamas y alforjas; se ha entramado la lana como lo hacían los abuelos de esta mujer que hoy también es abuela; se ha tejido como posiblemente lo hagan sus nietas, bajo el mismo sol quemante y al lado de un ranchito de adobe y viento.
-El artesano cuenta mucho cuando hace una pieza -explica Héctor Lombera, presidente del Mercado de Artesanías Tradicionales Argentinas-. Su imaginario cultural está puesto ahí, y eso es importantísimo: la mercancía del tercer milenio es la cultura, y eso es lo que nos puede salvar de la globalización y la uniformidad.
Sostiene Lombera que la artesanía es como un disco o un libro o un parque nacional. Que es patrimonio intangible, un "algo" que la Unesco define como "las obras colectivas que emanan de una cultura y se basan en la tradición". Con esta frase en la cabeza, Lombera está encarando la dirección del Programa Federal de Desarrollo Artesanal Argentino. Es la primera vez que el Estado, en el nivel nacional, monta una estructura para fomentar un área usualmente ignorada por los gobiernos.
Menuda tarea la de Lombera: en el país hay unos 300 mil artesanos y cada uno de ellos debe sobrevivir como pueda. A la competencia feroz con los precios de los artículos industriales, se suma también la llegada de productos importados a precios imposibles de igualar. Los costos de la materia prima, más el valor agregado de los intermediarios, hacen que un tapiz tejido amorosamente en la Puna se venda en el mercado a 100 pesos, mientras que uno de calidad similar hecho en el extranjero se consiga por 20.
Y es que la artesanía regional extranjera se ha globalizado. En cualquier bazar del país hay piezas con maderas de Africa, pañuelos indios y tejidos mexicanos, vendidos a valores que desguazan al productor local. Por dos puñados de arroz al día, los cinco millones de cesteros que hay en la China trenzan la paja hasta armar las paneras más baratas del mundo. En la India, donde el tercer rubro de exportación es el textil, hay talleres de setecientas personas produciendo en serie y las ropas se pagan centavitos. Algo parecido ocurre en Bali, Filipinas o Bangladesh, donde a veces quienes trabajan a precio de ganga son niños.
-Es tan barato que aunque pusieras un arancel de importación del 200 por ciento va a seguir siendo competente en relación con nuestros costos -se queja el orfebre Jorge Lozzi-. El gran negocio siempre lo hacen los comerciantes.
-Son precios que a un comerciante le convienen -agrega Lombera-: el que pone un local lo hace para ganar dinero, así que hará sus cuentas, entrará en todos los negocios de contenedores cerrados que pueda y así le cerrarán los números.
Lombera dice que no: sobre el tema contenedores cerrados no sabe y no contesta. No conoce. Sí sabe sobre su área: el Programa Federal intentará que, en este contexto deplorable, los números empiecen a cerrar para los trabajadores manuales.
-¿Subsidios?
-No. Lo que es subsidiado a corto plazo termina. El estado debe capacitar y asistir técnicamente, y después que los proyectos sean autosustentables. El artesano produce para que su trabajo ingrese en la red comercial, y ahí nos caen las leyes para todos. Hay artesanos que están vendiendo muy bien sin apoyo estatal, y es porque su trabajo es muy bueno. Lo que queremos es que el mediocre pueda capacitarse para llegar a los mercados. La palabra competitividad no se inventó con Cavallo.
En términos de mercado, una abuela colla es incompetente. En términos artísticos, muchas veces la belleza está en la imperfección y entonces una abuela colla es capaz de hacer algo muy bueno. Arte quizás.
-Recuerdo una abuela de la comunidad que había hecho un saco con una manga más larga que la otra. No me animé a decirle que no se lo podía vender, así que me lo traje. Cargué con ese saco no sé cuánto tiempo, hasta que le expliqué a una señora por qué tenía mal las mangas, y le gustó. Lo quiso llevar porque lo había hecho una abuela.
Rosalía Gutiérrez es colla, miembro de la Comunidad de Estudiantes de las Primeras Naciones de América (Cepna), e integra uno de los catorce pueblos indígenas que habitan la Argentina. Cada uno de ellos vive de sus trabajos manuales y guarda en la artesanía el corazón de un acervo cultural que resiste en silencio la globalización. Rosalía también está organizando la primera feria artesanal para los indígenas argentinos.
-No queremos incentivar la competencia entre pueblos hermanos -asegura-. Pero en Bolivia, por ejemplo, un poncho sale 6 pesos y entonces lo venden acá a 20 y a nosotros nos matan, porque por ahí nuestro tapiz sale 100. La gente piensa que le robamos con el precio, pero vivimos en realidades distintas. En Ecuador un pasaje en colectivo sale 12 centavos. Acá tenés que sobrevivir pagando un alquiler carísimo.
Rosalía alquila un departamento chiquito a dos cuadras de la Facultad de Sociología, donde estudia sus últimas materias. En su casa, un espacio de insólito silencio en Córdoba y Uriburu, hay un prolijo abarrotamiento de tapices, máscaras, adornos pequeños, pósters y prendedores: desde hace diez años, tiene un permiso que la habilita para vender los productos de toda su comunidad en parque Lezama. Suena fácil, pero en realidad es un pequeño infierno. Exhibir las artesanías en la ciudad de Buenos Aires es complicado, hacerlo sin intermediarios es aún peor, e intentarlo en una feria taquillera -como la de plaza Francia- es casi un acto suicida.
-Muchas veces piensan que venimos de afuera: nos piden documentos, los policías nos amenazan y asustan diciendo de dónde trajiste eso, y es trabajo nuestro. Y si mostramos los documentos argentinos dicen que es falso. Así casi se llevan a mi hermano a Bolivia. Y después está el otro problema: el permiso nos habilita para que una vez al mes podamos ir a una feria rentable como la de plaza Francia. Estoy legal, no sé qué más necesitan de mí, y ya casi quedo yo sola porque mis otros compañeros se fueron yendo porque no aguantaron el maltrato en las ferias urbanas. Una vez fuimos a vender a plaza Francia con el permiso, pero nos hicieron levantar todo. Y cuando pedí explicación me dijeron que yo era boliviana. ¿Cómo quieren que no seamos rebeldes si al final ni la Argentina puede reconocer a sus propios indios? Este telarcito, esta muñeca, los hago yo, y resulta que ellos dicen que lo traigo de Bolivia.
La muñeca es una hilandera con gesto cansino, tendida sobre su telar y con pollera desplegada como un florón de pétalos revueltos. Sale 12 pesos.
-La gente dice que es caro.
-¿Y cómo se los convence para que compren?
-Explicándoles.
Con precios más económicos y sin ninguna explicación al dorso, existe en el país una potente industria de la artesanía: se hacen artículos parecidos a los manuales, pero con un alto componente de maquinaria. De los productos que pueblan las ferias de artesanías regionales del interior, un 95 por ciento está hecho en serie en el Gran Buenos Aires. Los trabajadores manuales, entonces, proponen crear un sistema de sellado que acredite que un producto es efectivamente artesanal; y también sugieren que se exija una matrícula: para sacarla sería imprescindible una nivelación, y es ahí donde las escuelas y los talleres cobran importancia.
En el Programa Federal se busca formar y capacitar artesanos en temas técnicos, de diseño y de organización de ferias. Por su parte, el orfebre Jorge Lozzi está tramitando con el Ministerio de Trabajo un proyecto sobre escuelas móviles y oficios. Y el decorador Ricardo Paz junto con la Fundación Rocca editaron un libro sobre artesanías argentinas del monte que se reparte gratuitamente en 650 escuelas de Santiago del Estero. La publicación forma parte de un interesante proyecto educativo llamado Un arte escondido, que tiene tres años de antigüedad e intenta que los maestros y alumnos revaloricen su conocimiento ancestral. Además, la dupla Paz-Rocca está por abrir la primera escuela de telar en el monte, donde se enseñará mucho más que tejido.
-La idea es que entiendan qué es un producto vendible, porque la gente tiene arraigada la idea del asistencialismo -explica Paz-. Las artesanías se suelen realizar y promover en las provincias con un carácter feudal fuerte y un tremendo clientelismo político, entonces la gente está acostumbrada a recibir donativos por sus trabajos, especialmente en época de elecciones. No tiene una noción muy clara de cuál es la relación entre la calidad de su trabajo y la de su remuneración. Entonces es normal para ellos que se pague lo mismo un hilo bien trenzado que uno mal trenzado. Cuando hay asistencialismo no se revaloriza la excelencia, y eso es clave: la única forma de competir con productos importados e incluso exportar hacia todo el mundo es aumentando la calidad.
Hace quince años, Ricardo Paz recorría el interior buscando antigüedades para restaurar y vender. Y en medio de ese largo paseo provinciano confirmó sus sospechas: las artesanías argentinas son mucho más que un mate, un tango, un poncho y un par de boleadoras. Hay mucha belleza, y está brillando justo detrás de nuestra nuca.
-Nadie va a pagar en el mundo por las artesanías argentinas si nosotros no las valoramos, y para que eso pase las tenemos que comprar. La Argentina no se enorgullece de su cultura, y por lo tanto no ha hecho una defensa. A un porteño las cosas del interior le parecen caches.
Cuando la casa de decoración más importante de la Argentina tiene que combinar sus muebles con objetos de arte primitivo elige artículos que vienen de China, India, Bali o Africa. El turista argentino es capaz de volver de Venezuela silbando joropos y envuelto en tapices chillones, pero jamás comprará una manta jujeña. Y al argentino con remera del subcomandante marcos le da fiaca defender la causa de un mapuche. El compre argentino, entonces, es lo menos argentino que existe.
Y para muchos eso es inexplicable: la artesanía tiene una potencialidad económica, estética, social y ecológica interesante. Es una alternativa para que la gente no necesite migrar desesperada a las ciudades. Es también una forma de defender el medio ambiente, porque muchas veces la materia prima se quema: para hacer una tonelada de carbón, que se vende a 80 pesos, hay que cortar diez toneladas de madera. Con esa cantidad se pueden llenar todas las mueblerías de Buenos Aires. En cuanto a las ovejas, muchas veces se las esquila para evitarles sofocones de verano, y se tiran toneladas de lana que podrían ser aprovechadas generando más trabajo.
-Para que funcione hay que usar la cabeza -recomienda Paz-. En las comunidades mapuches, por ejemplo, se hacen muchísimos patines para el piso: hace 50 años, una señora tuvo esa fantástica idea porque entonces sí se usaban. Pero ahora no, y sin embargo los mapuches siguen tejiendo cantidades industriales de patines. Ahí tenes una idea asistencialista, no sé si política o eclesiástica, de gente que les manda a hacer cosas pensando en el artesano y no en el consumidor. Si lo pensás desde el punto de vista del mercado, en vez de un patín para el piso encargás 20 patines unidos, que se transforman en un almohadón, y el mercado consume almohadones. También habría que hacer hincapié en los colores: en muchas comunidades un fucsia es alegre, pero en Buenos Aires resulta chillón. El fucsia no se obtiene con tintes vegetales, sino con anilina, y ése es un tema: en las ciudades no podés vender artículos que tengan un mensaje industrial, porque para eso el cliente compra un producto de fábrica. Pero hay que ser cuidadoso: una cosa es adaptar los trabajos para que sean vendibles, y otra perder la identidad en pos del marketing.
Cuando necesitaron dinero, los miembros del Cepna decidieron sacarse la identidad por un rato y salir a vender medias de fábrica. No les iba mal, y sin embargo los soquetes hoy están hechos un bollo en una bolsa.
-No estábamos convencidos de lo que vendíamos -explica Rosalía-. Me sentía un comerciante mendigando para que me compren. En cambio con nuestros trabajos es distinto: tengo alegría por dentro cuando estoy explicando cómo y por qué se hace una artesanía. Ahí está el sufrimiento de la mujer indígena, el trabajo que nos da conservar las lanas de llama. Y si una persona rica compra un pulóver con el dibujo de una llama y se lo pone por esnobismo, yo estoy feliz porque esa persona sabe que se lo compró a los indígenas. Ya con que diga la palabra indígenas me contento. Porque muchos piensan que nosotros no existimos más, explica Rosalía, con toda la furia y la paciencia.






