
Un taller de fotografía en una escuela del conurbano brinda oportunidades de expresión para adolescentes. Una exploración por el lenguaje de las imágenes
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A la secundaria número 12 de Adrogué le dicen "La alcoholera" porque antes de su actual uso fue fábrica de alcohol. Son los últimos días de exámenes para los que se llevaron materias y la escuela está casi vacía. Quienes vienen a rendir lo hacen en silencio, entre repasos urgentes e invocaciones a la buena suerte. Con el patio y las aulas desiertas, se vuelven más visibles los murales con caricaturas de Manuel Belgrano y José de San Martín, fragmentos pintados del Guernica de Pablo Picasso, láminas sobre quién es Estela de Carlotto y por qué es nociva la minería a cielo abierto.
La alcoholera de Adrogué es el punto de encuentro con Lucila Romero, Florencia Mardaras y Florencia Maldonado, las tres en el último tramo del secundario. Ellas representan a un grupo más grande: once alumnos de dos escuelas de la zona que participaron de un taller intensivo de fotografía. No tanto para saber cómo sacar fotos, sino para aprender el lenguaje de la fotografía. Eso de las mil palabras que valen menos que una imagen.
"Es una investigación que está mirando cómo las escuelas secundarias en sectores vulnerables gestionan proyectos de inclusión educativa. Nos interesa el trabajo que hacen los directores con sus equipos, apropiándose de las ofertas que el Estado hace en términos de inclusión", cuenta Ingrid Sverdlick, directora del proyecto gestionado por el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación y por la Universidad Pedagógica de la Provincia de Buenos Aires. Además del trabajo con los docentes y las autoridades, se busca conocer la voz de los estudiantes. Y el taller de fotografía fue el marco elegido para eso.
La fotógrafa Mariana Eliano estuvo al frente de las clases. Seis encuentros intensos, a los que se sumaron horas y horas de fotos en el patio, las aulas, la biblioteca. "Una llega con el prejuicio de que no van a entender, pero me sorprendían todo el tiempo con las cosas que decían, con el compromiso que pusieron –dice Mariana–. La foto es algo recomún para ellos, pero entendieron que también es una manera de expresarse más allá del Facebook".
Lucila y las dos Florencias eligen una de las aulas para la entrevista. La que les parece que tiene mejor luz. Sobre los pupitres distribuyen sus fotos y las de sus compañeros. Cada uno podía elegir entre tres temas para su producción fotográfica: la escuela, la familia o el barrio. La mayoría eligió la primera opción. "Vimos lo que los chicos dicen a través de la foto. Por ejemplo, que para ellos la escuela, además de ser un lugar donde se aprende, es un lugar de afecto. Algunos quisieron mostrar su escuela linda. Cuando el espacio se construye como espacio identitario, se vivencia como lugar lindo y alegre", analiza Ingrid. Terminado el taller, se imprimieron las mejores fotos. "Cuando hicimos las copias grandes, flasheaban", se acuerda Mariana. Con 17 y 18 años, la mayoría nunca había visto sus fotos en papel.
<b>Sin poses en el patio </b>

Florencia Mardaras toma la palabra antes que sus compañeras y habla con soltura frente al grabador. Tiene diecisiete, está en quinto año e hizo cursos de teatro y modelaje además de aprender fotografía. Con maquillaje suave pero vistoso y un pantalón de jean nevado, le gusta que le saquen fotos tanto como disfrutó sacar las propias. Pese a los intentos de la fotógrafa para que se olvidara de la cámara que tiene enfrente, no deja de mostrar todos los dientes con una sonrisa de oreja a oreja.
Como en la primera clase del taller, donde la consigna también era mostrarse. Sacarse un autorretrato en pocos minutos, volver al aula y presentarse. "El objetivo era mostrar la parte de cada uno de nosotros que nos identifica. Había chicas que le sacaban a su pelo, o a su sonrisa. Yo me saqué entera. Es como me veo, es como soy", dice Florencia.
<b>El piano en primer plano </b>

Lucila Romero es tímida, mastica las frases antes de escupirlas. Dieciocho años, flaquita, pelo larguísimo. Muestra las imágenes que captó en el taller de fotografía: el lado bello de su escuela, a la que muchos consideran horrible. "Yo quería mostrar que la gente cuando viene a la escuela no se interesa por el lugar. La escuela tiene escrituras, pero también hay murales. La gente cuando entra no se fija, la miran como una escuela fea. Por ejemplo, le saqué fotos al piano, que me encanta", señala. Le dijeron que luciría mejor abierto y con alguien tocando. Pero ella no quiso. El piano está desafinado y en desuso. Y en la foto se ve así, cerrado y olvidado.
A diferencia de muchos de sus compañeros de sexto año, no tenía el hábito de usar la cámara de fotos del celular. Pero a partir del taller, el telefonito se convirtió en una herramienta de expresión.
<b>El saludo a la bandera</b>

Usa una remera con la cara del Indio Solari. Tiene diecisiete años, tendría cuatro cuando se separaron los Redonditos. Florencia Maldonado llega más tarde que sus compañeras al encuentro y habla menos. Dice que le resulta más fácil mostrar que contar. Será por eso que le encantó el taller y sacar fotos en clase y en el recreo. "Eran espontáneas, los demás ni se daban cuenta", dice.
En su proyecto fotográfico, refleja "lo informal y lo formal del colegio", explica. La imagen que retrata la bandera argentina y el mural del patio es su favorita. El símbolo que saludan los alumnos todos los días, como un ritual sagrado, y las manos enormes y entrelazadas que otros alumnos pintaron antes que ellos. "Viendo los trabajos que nos mostraron en el taller, aprendí que se pueden contar historias con la fotografía. Con dos fotos o con treinta podés contar la misma historia", asegura.
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