“Mataron a mi marido”: la primera vez, después del atentado a las Torres Gemelas, que un air marshal aplicó el nuevo protocolo de seguridad
El 7 de diciembre de 2005, hace exactamente 20 años, una pasajero tuvo una crisis y todo terminó en tragedia
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Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, nada en la aviación volvió a ser igual. Aunque habían pasado cuatro años, en los Estados Unidos se vivía un clima de desconfianza y controles reforzados; un escenario de vigilancia permanente, donde cualquier gesto podía convertirse en alarma.
En ese contexto, la agencia estadounidense encargada de la seguridad en vuelos comerciales (Federal Air Marshal Service) era la protagonista: miles de agentes federales, que pasaban desapercibidos a simple vista, mezclados entre los pasajeros, volaban de incognito cada día listos para intervenir ante amenazas o situaciones de peligro. Desde los atentados, ningún air marshal había disparado su arma. Nunca. Hasta el vuelo de esta historia donde un gesto inesperado y una errada percepción llevaron a un polémico desenlace.

El vuelo 924 de American Airlines
El vuelo fue el 924 de American Airlines. El 7 de diciembre de 2005, alrededor de las dos de la tarde, en el aeropuerto de Miami, los pajeros se acomodaban en sus asientos antes de continuar la ruta Medellín/Orlando. Hasta ese entonces, parecía un vuelo más. Nada hacía pensar que pasaría a la historia de la seguridad aérea.
En la fila 30, en dos de los asientos del medio de clase turista, viajaban Rigoberto Alpizar, de 44 años, y su esposa Anne Buechner. El matrimonio había estado discutiendo en voz baja. “Es solo un vuelo más, vamos”, recordaría luego Emmanuel Mendoza, un pasajero que los escuchó. De pronto, Alpizar se levantó, dijo que tenía que bajar del avión y con su mochila entre las manos empezó a correr por el pasillo hacia la puerta de embarque aún abierta. En su urgencia, se chocó con una azafata empujó a varios pasajeros que todavía acomodaban su equipaje.
“¡Está enfermo! ¡Es bipolar y no tomó su medicación!“, gritaba Anne que lo seguía a unos metros detrás. Mientras él avanzaba, dos hombres -que nadie sabía que eran air marshals- aparecieron desde la zona de primera clase. Ya estaban en la pasarela de embarque, cerca de la puerta del avión, con las armas desenfundadas, a unos seis o siete metros de distancia. Se identificaron y le ordenaron que se detuviera y se tirara al suelo, y le dijeron a su esposa que regresara a su asiento. Él, con la mochila colgada sobre el pecho, no obedeció. Ella volvió al interior y caminó hacia la parte trasera del avión con la intención de buscar sus pertenencias.
“No pude distinguir las palabras, pero después escuché crack-crack, y luego crack-crack-crack-crack. No tardé ni un segundo en darme cuenta de que eran disparos”, contó entonces un pasajero de primera fila de turista, Mike Beshears a la revista Time.
Antes de llegar a la mitad del camino Anne escuchó los tiros. Intentó regresar, pero las azafatas la detuvieron. Intentó convencer a las azafatas de que la dejaran salir a la pasarela; “Quiero hablar con él. Quiero decirle que lo amo”, les dijo. “Mi marido está muerto, ¿no?“, añadió.
Alpizar murió en el acto, fuera del avión pero aún dentro del túnel que lo conecta con la puerta del aeropuerto.

¿Quién era Alpizar?
Alpizar era un ciudadano estadounidense nacionalizado. Nació en Costa Rica y en 1986 se mudó a los Estados Unidos en 1986. Vivía junto a su esposa, Anne, en Maitland, Florida. Estaban casados desde hacía 20 años y no tenían hijos. Él trabajaba en el departamento de pintura de un local de Home Depot, en Florida.
El 25 de noviembre de 2005 la pareja viajó a Ecuador para hacer trabajo misionero con Faith Medical Mission: ayudaban al equipo médico traduciendo del ingles al español y viceversa. Estuvieron allí durante siete días y, al terminar, decidieron seguir el viaje por placer en Perú.
Después de pasar por Lima, volaron a Cuzco. Hicieron una excursión de un día y luego tomaron un tren a Machu Picchu. Allí ocurrió algo que Anne no esperaba: Alpizar empezó a mostrarse ansioso, indeciso ante las cosas más simples, abrumado por la altura y preocupado por la seguridad (días antes le habían robado su riñonera de la silla de un restaurante). En Machu Picchu se alejó del grupo sin aviso y regresó solo a Cuzco, un comportamiento que su esposa atribuyó luego a que no estaba tomando la medicación completa para su trastorno bipolar. En los días siguientes siguió inquieto, preocupado por su seguridad y llevando su mochila apretada contra el pecho.
Aún así, ambos lograron volar de regreso a Ecuador y luego a Miami. Allí, Alpizar se mostró desorientado y tenso. No quería subir al avión.
Según el informe oficial de la Fiscalía, la esposa de Alpizar declaró que su marido sufría trastorno bipolar y su psiquiatra lo trataba con carbonato de litio. Antes de lo ocurrido en el vuelo, nunca había tenido otro episodio más allá del primero, más de una década atrás.

Después de los disparos
Según el informe oficial de la fiscalía, después de los disparos aparecieron los equipos especiales: bomberos, personal de rescate, la policía y también miembros de la fiscalía. Los oficiales que se identificaron como air marshal, mostrando sus placas, dijeron que el hombre en el suelo había dicho que tenía una bomba.
“Tengo una bomba. Voy a hacer explotar esta bomba. Se los voy a demostrar”, aseguraron los oficiales que decía Alpizar.
Dave Adams, portavoz del Servicio Federal de Alguaciles Aéreos, dijo que los oficiales le dijeron “Suelte su bolso, suelte su bolso. Venga al suelo. Soy un agente federal de la ley. Policía. Suelte su bolso”. Pero Alpizar no acató las órdenes. A la par, hubo pasajeros que aseguraron que nunca lo escucharon decir la palabra “bomba”.

Al rato, llegó al lugar el escuadrón antibombas. Retiraron la mochila, la llevaron a la pista y la “neutralizaron”. A la par perros detectores de bombas registraron el lugar. No encontraron explosivos.
“Un pastor alemán y otros dos perros mestizos estaban allí. El pastor alemán parecía ser el perro que vigilaba a cada pasajero. Tuvimos que dejarlo todo. Salimos con las manos en la cabeza, sin equipaje, sin nada. Si no lo llevabas puesto, lo tenías que dejar”, dijo un pasajero a la prensa.
Una vez que pasaron el control de los perros, los pasajeros fueron sometidos a otro cacheo, antes de que los subieran a un colectivo que los llevó a otra explanada, donde un agente del FBI y un detective de homicidios de Miami-Dade los interrogaron de forma individual. El último paso del proceso fue pedirles que firmaran una declaración jurada con sus testimonios que habían sido tomados por un taquígrafo.

La autopsia y pericias forenses confirmaron que Alpizar recibió los disparos de frente mientras sostenía la mochila contra el pecho. Por otra parte, los análisis toxicológicos mostraron un nivel bajo de litio y que Alpizar no estaba tomando bien su medicación: las pastillas aparecieron en un frasco con otra etiqueta y su esposa dijo que había dejado de tomarlas durante el viaje. Con esos datos, los forenses concluyeron que no estaba correctamente medicado, algo que podría explicar su conducta errática en las horas previas.
“Lo acribillaron como a un delincuente”
La muerte de Alpizar conmocionó a la sociedad y reabrió el debate sobre los estrictos controles de seguridad que implementó Estados Unidos en sus aeropuertos después de los atentados del 11 de septiembre de 2011. No era un caso menor: era la primera vez, desde el 11-S, que un air marshal disparaba su arma en servicio.
Incluso, antes de que se terminen de tomar los testimonios de todos los pasajeros, la Casa Blanca salió a respaldar el accionar de los agentes que mataron a Alpizar. Scott McClellan, entonces portavoz del presidente George W. Bush, declaró desde Washington que: “nadie quiere ver que se llegue a una situación así, pero los agentes parecen haber actuado de acuerdo con el entrenamiento riguroso que recibieron”. También informó que ambos marshals habían sido separados temporalmente de sus funciones con un “permiso administrativo mientras avanzaba la investigación oficial”.Mientras tanto, organizaciones de derechos civiles, expertos en salud mental y asociaciones de viajeros reclamaban explicaciones más claras. The New York Times y AP señalaron que varios testigos aseguraron no haber escuchado a Alpizar decir la palabra “bomba”, lo que abrió un fuerte interrogante sobre la percepción del riesgo y los protocolos de actuación. Para otros, en cambio, el contexto de paranoia posterior al 11-S explicaba, aunque no justificaba, la reacción.
Días después, tras las gestiones del consulado de Costa Rica en Miami, el cuerpo de Alpizar fue repatriado y enterrado en el cementerio de su ciudad natal, Cariari de Guápiles. Su funeral reunió a familiares, vecinos y autoridades locales, y fue seguido de una conferencia de prensa en la que su padre expresó el dolor y la furia de la familia. “Mi hijo era un hombre bueno, gentil y cariñoso, pero murió acribillado como si fuera un delincuente”, dijo ante los medios.
En mayo de 2006, la oficina del fiscal estatal de Miami-Dade consideró que los air marshals actuaron amparados en su entrenamiento porque, según ellos, Alpizar repitió varias veces que tenía una bomba y que la iba a detonar mientras avanzaba hacia ellos con la mochila en el pecho y desobedecía las órdenes de detenerse. “La muerte a tiros del señor Alpizar, si bien trágica, está legalmente justificada a la luz de las circunstancias que la rodean”, explica el informe.
El caso quedó en la historia de la aviación como un antecedente incómodo: no hubo sanciones para los oficiales y el debate sobre riesgo y salud mental sigue abierto. Veinte años después, lo que ocurrió aquel día se menciona cada vez que se discuten los límites de la seguridad aérea.
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