Mercado de extras
Diariamente, una multitud se instala durante horas en el local del Sindicato Unico de Trabajadores de Espectáculos Públicos, a la espera de trabajo en TV o cine. Se los llama extras. Estas son sus historias
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Es verano y hay poco trabajo. Sobran suspicacia, temor, acusaciones tremendas, desmentidas enérgicas. ¿Qué pasa en ese local que antes fue mercadito y carnicería y que hoy, a su modo, sigue siendo mercadito y carnicería?
El local de la calle Perón es el lugar donde se juntan, de lunes a viernes, aquellos que esperan conseguir trabajo como extras en cine y tevé. Desocupados, jubilados, buscavidas y actores aguardan a que les llueva un bolo, mientras cuentan penurias en voz baja o se niegan, no sin misterio, a realizar declaraciones.
Un bolo es una participación en programas, comerciales o películas. Suele ser sin diálogo; el extra integra una tribuna, toma café en una confitería, hace de portero o fuerza una risa de claque. Tienen una especie de lema: El mejor perfil de un extra es la nuca o detrás de un árbol . Cuanto menos se les vea la cara, cuanto más anónimos sean, más probabilidades tienen de volver a ser llamados para el mismo programa.
Extra también es un doble para escenas de riesgo o un enano, pero ésa es gente especial, más cotizada, y no va al local del gremio. Los que concurren al gremio son los del montón. Y van, sobre todo, porque precisan la plata. Hay muchos desocupados y jubilados. También alguna que otra chica joven, ninguna demasiado fulgurante, y varios muchachos comunes.
Son pocos metros cuadrados y escasas las comodidades; sólo algunas sillas y unos bancos largos de madera. A partir de las 13, cuando abre el local, empiezan a llegar los extras potenciales. En general, se quedan hasta que se baja la cortina, a las 18; nunca se sabe cuándo surgirá trabajo.
-El otro día, por ejemplo, a las seis menos cinco apareció un pedido de veinte personas para televisión -dice Adriana Fernández, de 30 años-. Hay que estar aquí.
Ella empezó a trabajar como extra hace ocho años, pero luego dejó. Ahora está separada y tiene dos hijos. Estudió teatro con Alezzo y Villanueva Cosse. Prefiere los bolos con diálogo. "Ocurre que ésos son los papeles en los que te podés destacar", dice. Le gusta este trabajo, pero lo que necesita es la plata. Antes conseguía unos diez bolos por mes; ahora, cuatro.
-Yo disfrutaba. Por ejemplo, íbamos a La Biblia y el calefón y pasábamos cuatro horas. Pagaban poco, 19 pesos, pero me gustaba. Siempre me interesó ver si los famosos eran, personalmente, como en la tele. ¿Viste que dicen que la televisión engorda?
Los extras añoran programas como Cebollitas , la tira diaria de Telefé. Todos los sábados necesitaban 70 personas para llenar tribunas; del mercadito de extras se llevaban variedad y cantidad, sin discriminar edades o aspectos. Pero esa panacea terminó.
Por sólo 5 pesos
El local es manejado por la rama Extras del Sindicato Unico de Trabajadores de Espectáculos Públicos. En los hechos, funciona como una bolsa de trabajo, de la misma manera que las otras siete bolsas de trabajo gremiales que hay en la actualidad. Con una diferencia: en la de los gastronómicos, por ejemplo, es necesario tener experiencia en el rubro para conseguir algo, mientras que en este caso no. Sólo hay que afiliarse, pagar los 5 pesos mensuales que exige el gremio y esperar.
La espera, justamente, es lo más arduo. Benicio Pérez, jubilado ferroviario, tiene 65 años y 19 de extra. Viaja todos los días desde Pilar hasta la Capital para sentarse en esos bancos. "A veces pasan dos o tres meses y solamente consigo uno o dos bolos", se queja, y les echa la culpa a los planilleros. Son los villanos de esta película, según la visión amarga de varios. Planillero es aquel que, enviado por el gremio, se encarga de manejar los extras para determinado programa, película o comercial. Tienen el poder: vos sí, vos no . Y, según varios, son un tanto ruines para ejercerlo.
-El año último empezó a bajar mucho el trabajo debido al descontrol de los planilleros -asegura Adrián Caparra, de 30 años-. Los tipos ni siquiera vienen acá; llaman directamente a sus amigos y familiares. A las minas les piden algo a cambio, ya sabés qué. Es así.
Caparra es consciente de que puede empezar a mermarle el trabajo, ya de por sí exiguo. El, junto con otros, reunió hace poco más de 150 firmas para exigirle al gremio que los planilleros vayan al local a buscar extras. "Sé que por haber hecho esto, por defender a los compañeros, no me van a dar más laburo", sentencia con resignación.
De hablar con unos y con otros se cae en la cuenta de que los jubilados son los más predispuestos al diálogo y a la denuncia escandalosa. En un momento, en el fondo del boliche aparece un típico muchachote gremial.
-Vení, dice.
-¿Adónde?
-Vení. Quieren hablar con vos.
-¿Para qué?
-Quieren hablar con vos.
El local se ha ido llenando de gente. Hay unas cincuenta personas. Quizás aparezcan en televisión o en cine, cerca de las estrellas y lejos del estrellato, pero no abunda el glamour. Ya ha corrido la información de que hay un periodista preguntando. Incluso tres o cuatro se negaron a charlar, sin más trámite. Alguno que al fin cedió dijo que se había negado por miedo. Pero si otros habían hablado, él iba a hablar. La cuestión es que, ahora, el preguntón debe comparecer ante el jefe.
El jefe es Néstor Páez, secretario general de los extras desde hace dos años. Trabajó en el rubro durante dos décadas. No llega a los 40 años y está tostado; es bastante más refinado que el estereotipo clásico del gremialista. Dice que él no ha dado autorización para entrevistar gente en el local. El preguntón le explica que la nota no pretende ser conflictiva o amarillenta. El diálogo es áspero al principio, pero se suaviza y deviene cuestionario.
-Lo que ocurre es que ellos ponen al gremio como culpable -se queja-. Pero la realidad es que en tevé piden gente joven, de entre 25 y 35 años. Es lo que ocurre con Chiquititas , Salvajes o los programas bailanteros. Encima, en verano cae mucho el trabajo.
Rechaza la acusación de que los planilleros llamen a sus amigos, aunque agrega: "También es cierto que, si tienen que conseguir gente de inmediato, es lógico que llamen a los que ellos conocen".
El gremio tiene un fichero en el que hay unos 3000 extras anotados, desde personas centenarias hasta bebes. Por lo tanto, y siempre según Páez, no es necesario que los planilleros concurran al local, porque pueden llamar a la gente a partir de esos archivos.
Los extras jubilados, hombres y mujeres, no aceptan razones, y dicen cosas terribles vinculadas con intercambios de favores sexuales para conseguir trabajo. Como es lógico, lo saben porque se lo han contado, pero no por experiencia.
Hernán Gálvez, de 60 años, narra historias fuertes sobre homosexualidad masculina. Cuenta algo sobre conversiones forzadas, y no se trata de religión. Una señora que está al lado suyo agrega kilos de carbón a ese fuego de denuncias.
Aquellas simpáticas jóvenes que podrían confirmar o no los rumores, esquivan el tema. En cambio, una cuarentona de minifalda y piernas firmes y largas se presta a la conversación.
-A mí nunca me pidieron nada a cambio de trabajo -afirma-. Tengo una hija adolescente que está en lo mismo que yo y tampoco le pasó algo así. Lo máximo que le ocurrió fue cuando le pidieron que mostrara el tórax, digamos, en el programa Memoria . Por supuesto, no lo hizo.
A esta altura, el local rebasa de extras. Algunos charlan en la puerta. Justo llega un tipo y resulta que es planillero.
-Perdoná, estoy haciendo una nota. ¿Podemos charlar un rato?
-¿Sobre qué?
-Sobre el oficio de los extras.
-No.
Se le pregunta por qué no quiere hablar. Por qué hay varios que no quieren hablar. Por qué tienen miedo.
-Yo no tengo miedo. A nada ni a nadie.
Minutos después, el mismo planillero se acerca al preguntón. Lo invita a pasar al fondo. El periodista se niega una, dos, tres veces, hasta que accede. Se ve tentado de pedirle a un extra que, si en 5 minutos no retorna del fondo, llame a las fuerzas de aire, mar y tierra.
En la oficina, el jefe está con dos hombres grandotes. También hay dos señoras.
-Cuando vienen a hacer notas, los periodistas están media hora, una hora, y se van. Vos hace mucho que estás en el local. No se puede.
Otra vez la frialdad, el clima ríspido. Hasta Saddam Hussein fue más abierto y transparente cuando los Estados Unidos quisieron examinar sus arsenales. El preguntón argumenta que, en la primera charla, no se fijó un horario. Los grandotes tercian en la discusión. Dudan del periodista. Le piden ver su credencial de prensa, pero no han de tener el gusto. Poco a poco llega la calma. Uno de los grandotes se llama Raúl Burghi y, con 50 años, pasó casi la mitad de su vida en este trabajo.
Ahora es planillero de películas. En su época de extra hizo muchas cosas, aunque nunca le interesó consolidarse como actor. Y eso que, por lo visto, es dúctil. Hace años, en El Rafa, protagonizado por Alberto de Mendoza, debió reemplazar a un actor nervioso. Hizo de comisario durante un mes. Unos meses más tarde, también para El Rafa , se vistió de ladrón.
El diálogo finaliza con tono cordial. El periodista retorna al salón y una señora le pregunta, con gesto preocupado: -¿Qué te hicieron?
-Nada. Charlamos.
-Menos mal. Pensé que te habían hecho algo.
La señora se dispone a seguir con las denuncias y propone al cronista que hable con éste y con aquél, ya que podrán ampliar la información que ella da. Se acercan otros jubilados; todos quieren decir sus cosas; todos sueltan su enojo. El preguntón tiene la cabeza hecha un nudo. Intenta escuchar tantas barbaridades. La puerta está cerca. Prefiere salir, raudo, de la carnicería.
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