En un aula ocupada solo por el silencio, un profesor espera. Toma un borrador y del pizarrón exilia las marcas dejadas por su antecesor: palabras sueltas, ecuaciones apiñadas, jeroglíficos para los ojos de no matemáticos. Mira el reloj, chequea que su camisa se encuentre libre de pliegues y, una vez más, espera. Es la 1.03. Entonces, la puerta se abre. Y se vuelve a cerrar. Y se abre otra vez, colándose esta vez un invasivo olor a pizza que desciende de la cafetería de la planta baja del Science Center. Empujado por esta estampida odorífera, el malón ingresa. Sin notar su presencia, como si fuera un elemento arquitectónico más de esta aula subterránea con forma de foso, similar a los antiguos anfiteatros donde se realizaban cirugías públicas en el siglo XIX, los alumnos se desploman en los asientos verdes y, con el timing de un equipo de nado sincronizado, desenvainan sus laptops que emiten al unísono un aullido tecno, el berrido que señala el despertar de las máquinas.
Es la 1.07 y un murmullo de hormigas se adueña del aula. "¿Saben por qué todas las clases en Harvard comienzan siempre siete minutos después de hora? –interrumpe con una sonrisa el paleoantropólogo Daniel E. Lieberman–. Porque una vez un profesor calculó que ese era el tiempo exacto que le tomaba caminar de un edificio o hall a otro del campus. Por eso se llama «la hora de Harvard» (Harvard Time)".
La lección arranca. Slide tras slide de una presentación cuidadosamente preparada, Lieberman tira magia. Tiene con qué: autor del más que recomendable libro La historia del cuerpo humano, este profesor bajito pero atlético de 53 años es uno de los investigadores más cautivantes tanto dentro como fuera del campo del estudio de los restos humanos y la evolución humana. Su apodo –the barefoot professor– no es casual: sus estudios sobre cómo el correr largas distancias influyó en la evolución del género Homo impulsaron hace unos años el movimiento de correr descalzos (barefoot running).
El curso se llama Human Evolution and Human Health y Lieberman la está descosiendo. Este científico maratonista muestra fotos de sus excavaciones y sonríe. Pero no hay reacción de la audiencia. Cuenta sobre sus viajes a México, donde analiza cómo los miembros del pueblo tarahumara son capaces de correr más de 270 kilómetros sin parar. Y nada. Lieberman exhibe imágenes de su laboratorio, en el que compara la locomoción de cerdos y cabras con la locomoción humana. Lieberman no deja de sonreír hasta que encuentra entre el público lo que busca, una respuesta: en la segunda fila, una chica rubia y espigada, una mezcla entre Jennifer Lawrence y Charlize Theron, pero con ortodoncia y la cara invadida por el acné, sucumbe ante su magnetismo intelectual y en un gesto mudo se derrite. Como los casquetes polares.
"Gran parte de las lesiones de pies y rodillas que actualmente padecemos muchos corredores se deben en verdad al uso extendido de zapatillas deportivas que volvieron nuestros pies muy débiles –revela el máximo especialista en el mundo en el estudio de por qué corremos como corremos–. Hasta comienzos de los 70, cuando Nike popularizó sus zapatillas, se corría con un calzado de suela muy delgada. Los pies resistían más y había menos lesiones".
El tema es fascinante: cómo la habilidad de resistir grandes distancias evolucionó durante millones de años entre los homínidos con el fin de correr presas hasta agotarlas. Pero no todos los que me rodean comparten mi interés ante semejante despliegue de ideas y evidencias. Como quien en una sala de cine aparta por un segundo la mirada imantada a la pantalla para descubrir a su alrededor un mundo destinado a no ser visto, giro un poco la cabeza y lo advierto: en una fila adelante, en diagonal a mi asiento, una chica hace que escribe en su computadora. No toma apuntes. Ella busca en Amazon una nueva cartera.
No es la única. Un poco más allá, una chica de anteojos compra entradas para un recital mientras muerde una rebanada de pizza. A su lado, un musculoso de unos 23 o 25 años ve un video de un partido de fútbol americano en Facebook. Un par de alumnos ya sucumbieron al sueño posalmuerzo. El que me impresiona en especial es uno desplomado en el centro de la clase que apoya sus brazos en el respaldo de los asientos contiguos, se estira y, con la displicencia de un león conquistado por el tedio, desafía al profesor con un bostezo.
Pero Lieberman no se inmuta. Pese a los indiferentes, pese a los que cabecean sin descaro en primera fila, pese a la volatilidad de la atención de los millennials, tan esclavos de la fuerza hipnótica de redes sociales y celulares, continúa su clase con la eficiencia inspiradora de una charla TED hasta que las dos horas del teórico al fin concluyen y recuerda, sin que nadie le haya preguntado, que él estará ahí a lo largo del semestre para quien lo necesite: por Skype, en su oficina, en su laboratorio, en el quinto piso del Museo Peabody de Harvard, la universidad más: la más antigua de Estados Unidos, la más rica, la más prestigiosa, la más influyente. Y también una de las más cargadas de misterios y polémicas, historias que recién brotan cuando uno al fin mira a esta bestia desde dentro: el verdadero rostro del lugar con el que muchos sueñan, pero pocos consiguen asistir, el llamado "Vaticano de las universidades", emerge en pasillos, sótanos, laboratorios y aulas, lejos del relato publicitario, lejos de una mitología autoconstruida que alimenta esta institución de infinitas caras con más fuerza que el dinero.
Peregrinación a La Meca
El desfile es permanente. No se interrumpe por lluvia. Se los ve venir de lejos. Y, si son chinos, el grupo nunca baja de 10. El turista cruza los pasos fronterizos que separan el afuera del adentro –las puertas de hierro y los arcos con las frases "Enter to grow in Wisdom" (Entre para crecer en sabiduría) y "Depart to serve better thy country and thy kind" (Parta para servir mejor a su país y a su especie)– e ingresa al campus de Harvard en procesión, como quien entra en un local de Uniqlo, Abercrombie, Gap. Busca en este desplazamiento fugaz algo más que retratar un momento con su celular o su cámara-bazuca. Ansía absorber la misma experiencia de los estudiantes, de los doctorandos, de los becarios o de los que, en mi caso, investigamos en historia de las ciencias. Lo hace mediante una usurpación simbólica: la adquisición y el consumo de una marca y de su logo, la adopción de los estandartes de una tribu, de una comunidad con un gran caudal de prestigio recolectado durante siglos, sin tener que sufrir la neurosis de los exámenes o atravesar los ritos de iniciación tras ser aceptado por una institución que solo acepta anualmente al 5,3% de los aplicantes (para la clase de 2021 se admitieron 2.038 de 39.506). Y, claro, sin pagar unos US$65.000 al año.
El precio por reproducir con orgullo su circunstancial bicromía –el blanco y rojo Crimson, color oficial de la marca Harvard– también es alto, pero no tanto: US$24, el gorrito; US$22, la remera; US$45, el buzo; y US$18, los calzoncillos. En el imaginario turístico parecer es ser. Todo está a la venta en los cuatro locales de accesorios Harvard Coop que rodean la zona. Y, una vez que abren, el turista arrasa con cualquier cosa que tenga estampada una gran H que, lejos de ser muda, dice mucho.
Así como en los siglos I y II, gracias a 400 vías, con más de 70.000 kilómetros de longitud, todos los caminos conducían a Roma, acá todos los senderos de este campus opulento de 1,5 km² con olor a eucalipto, invadido de día por las ardillas y de noche por las ratas, conducen a la tercera figura más fotografiada en Estados Unidos, después de la Estatua de la Libertad y del Monumento a Lincoln: la estatua de John Harvard. Frente a ella, los turistas se agolpan, extienden sin vergüenza sus prótesis eréctiles –los selfie sticks– y sonríen mientras tocan –y algunos besan– su pie izquierdo. "La leyenda dice que trae suerte y ayuda a ingresar a la universidad", asegura una guía turística algo acalorada y harta de tener que repetir día tras día el mismo guion. Muy interesante si no fuera por el pequeño detalle de que es una mentira. Precisamente, tres: 1) La fecha de fundación de Harvard no es 1638 como dice al pie de la estatua, sino 1636, cuando nació con otro nombre –New College–, en plena época de caza de brujas y de los juicios de Salem y en la que aún no existían los Estados Unidos; 2) John Harvard no fundó la institución: en 1638, este clérigo inglés murió de tuberculosis y donó £779 y 400 libros, por lo cual en 1639 fue rebautizada en su honor; 3) El de la estatua de bronce ni siquiera es John Harvard, del que no se conserva retrato alguno. El escultor Daniel Chester French usó como modelo a un estudiante llamado Sherman Hoar. Y, por si faltaba algo, la estatua –rodeada del omnipresente logo Veritas ("Verdad"), lema de la universidad– suele ser orinada como rito de graduación por los estudiantes. Ser turista (y estatua) también tiene sus riesgos.
Dos universidades, un destino
Entre Harvard y el MIT (Massachusetts Institute of Technology) hay unas 20 cuadras. Un supermercado coreano, una panadería, cinco pubs, un Starbucks, un gimnasio, dos peluquerías, seis restaurantes (uno chino, uno japonés, uno griego, uno vegano, uno indio, uno de Medio Oriente) separan las dos mejores universidades del mundo, que se alternan año tras año la cima del ranking confeccionado por empresas como Quacquarelli Symonds.
Solo toma ocho minutos de subte (o "T", como se le dice acá) entrar a otro mundo, a otra cultura universitaria, al polo opuesto del campo magnético e intelectual de la ciudad de Cambridge. Se dice: "Harvard es para hijos de ricos, el MIT es para geeks". Se repite: "Al MIT van los futuros resolvedores de problemas; a Harvard, los que se van a beneficiar económicamente de aquellas soluciones". Como en todos los chistes, hay algo –no todo– de cierto.
Harvard, como el resto de las universidades, define su identidad a partir del contraste: no solo con el MIT, sino con el resto de los ocho miembros de la llamada Ivy League, ocho universidades de elite de Nueva Inglaterra como Yale, Brown, Columbia, Cornell, Dartmouth, Princeton y Penn.
Luego de vivir aquí más de una semana, un mes, un año, se perciben pequeñas grandes diferencias. Harvard es solemne. Desde la arquitectura, exuda prestigio, historia, rectitud, un deber ser recordado por el omnipresente cartel que grita la palabra "Veritas", el lema de esta universidad en la que en cada pasillo y biblioteca se huele a plata, a poder económico. Este olor también inunda el MIT, que, en cambio, es el imperio geek. La solemnidad es reemplazada por la diversión, por un permiso tácito de ser como se quiera ser: nerd, traga, hiperestudioso, tímido, asocial, obsesivo, original, arty, gamer, distinto. Lo que sea. El deportista –el jock–, que en la secundaria era el rey supremo, figura temida, aquí es destronado por quien por entonces jugaba el papel del abusado y humillado.
A Harvard y al MIT los aúna, más bien, una simple pero potente idea: el convencimiento de que la ciencia y la tecnología conforman una fuerza fundamental de nuestra civilización, aquella con la que no solo se pueden erigir naciones, sino también imperios económicos. A diferencia de la visión latinoamericana de la ciencia –propia del subdesarrollo, que ve la investigación científica como una actividad secundaria y prescindible–, aquí todas las disciplinas, desde la más teórica hasta la más práctica, son alentadas.
La república dentro de la república
El gran mérito de Harvard es haber hecho creer al mundo que era una sola y monolítica universidad cuando, en realidad, hay muchas Harvard. La dinámica interna, el espectro de estudiantes, los objetivos no son los mismos en la Harvard Law School que en la Faculty of Arts and Science, en la Graduate School of Design o en la Kennedy School of Government, a la que asisten muchos de los futuros gobernantes del mundo y donde Cristina Fernández de Kirchner habló en 2012. La experiencia universitaria para cada uno de los alumnos, investigadores, profesores y becarios es distinta, personal, única.
De aquella tensa relación entre el afuera –su imagen y presentación pública, platónica, una cáscara que no suele ser rascada– y el adentro –el vínculo entre profesores y alumnos, la vida en fraternidades, la neurosis amplificada por la permanente competencia– deriva su distinción, el funcionamiento de Harvard como un enclave autónomo entregado a una inercia propia. Un mundo aparte o, como la definió el historiador Bernard DeVoto, "una república dentro de una república", que, a partir de un megaescándalo en 2012, en el que 125 estudiantes fueron acusados de hacer trampa en un examen, se rige por un "código de honor" que todo alumno debe jurar respetar.
En sus 380 años, Harvard cambió mucho. Por dentro y por fuera. De nueve alumnos pasó a 20.000 (divididos en undergraduate, graduate y Phd candidates). Por sus aulas pasaron ocho presidentes de Estados Unidos (como Theodore Roosevelt, Franklin Delano Roosevelt, Dwight Eisenhower, John F. Kennedy, George W. Bush y Barack Obama); escritores (William S. Burroughs, Michael Crichton, E. E. Cummings, T. S. Eliot, Ralph Waldo Emerson, Norman Mailer, Gertrude Stein, Henry David Thoreau, John Updike); actores (Tommy Lee Jones, Ashley Judd, John Lithgow, Natalie Portman) y aquellos embajadores del éxito que nunca se graduaron, como Bill Gates, Mark Zuckerberg y Matt Damon.
De una escuela religiosa, masculina y blanca pasó a ser una institución cada vez más diversa: entre los undergraduate, el 45,1% son blancos; el 16,6%, descendientes de asiáticos; el 10,1%, latinos; el 6,1%, afroamericanos, y el 11,9%, internacionales. La primera mujer fue aceptada en Harvard en 1936: hoy el 49,2% de las estudiantes son mujeres.
Pecados de hoy y de ayer
Así como hay muchas "experiencias Harvard", también su dimensión material es heterogénea. Hay varios estilos arquitectónicos en los que Harvard adquiere forma. Todo está ahí, desplegado, explícito, prolijo: el edificio neogótico Memorial Hall –que funciona de comedor universitario y sala de conferencias– parece Hogwarts, un escenario sacado de una película de Harry Potter; la opulenta biblioteca Widener –donada por la familia de Harry Widener, licenciado de Harvard que murió en el naufragio del Titanic–; el Harvard Museum of Natural History –de estufas siempre encendidas y con su peculiar olor a madera y a encierro que impregna su colección de fósiles–; el metálico Science Center, donde el psicólogo experimental Steven Pinker llena aulas como si fuera una estrella de rock, o los edificios o halls de paredes peladas de ladrillos que combinan con el rojo de las hojas en otoño y en los que disertó Jorge Luis Borges en 1967, y donde 10 años después recibió un doctorado honorario ante el aplauso de 20.000 personas.
Basta sobrevolar el campus para advertir que a Harvard se la vio antes de poner un pie en ella: su espectacularidad y derroche visual suele aparecer como decorado más que frecuente en el subgénero de películas universitarias: Love Story (1970), With Honors (1994), Good Will Hunting (1997), Legally Blond (2001), The Social Network (2010) alimentan su mística, afilan el anzuelo imaginario con el que sigue buscando capturar estudiantes-clientes.
Aunque quizás nadie en el cine haya trabajado tan sutil y explícitamente esa condición mitológica de Harvard como el guionista y director James Bridges en la película The Paper Chase (1973), en la que un estudiante de Derecho (Timothy Bottoms) sufre y transpira mares para pertenecer a una acomodada elite y no dejarse humillar en las clases por un profesor esnob y cascarrabias. En el medio, se quema las pestañas estudiando textos y casos que no comprende y se enamora de una jovencísima Lindsay Wagner, pre-La mujer biónica.
En rigor, ninguna de estas películas explora los pecados originales de esta institución, algunos acallados, otros olvidados, y que hacen que Harvard hoy sea la suma de muchos ayeres: tres de sus presidentes tuvieron esclavos en el siglo XVII, que trabajaron en el campus; desde sus institutos se promocionó activamente la eugenesia a comienzos del siglo XX (ideas que influyeron luego en el nazismo); tuvo un etapa antisemita en los 1920 y otra macartista en los 50.
En 1936, Harvard envió invitaciones a una multitud de eruditos, políticos y figuras para asistir a la celebración de su 300 aniversario. No todos aceptaron. Albert Einstein, por ejemplo, declinó en protesta: muchos invitados por entonces colaboraban con los nazis.
Además de varios casos de machismo histórico, como el olvido casi total del trabajo de las "computadoras de Harvard" –un grupo de mujeres que realizaron grandes contribuciones al avance de la astronomía entre 1885 y 1927–, la llamada "cultura de violación" también golpea esta institución. La Asociación Americana de Universidades estima que una de cada cinco estudiantes estadounidenses sufre de abuso sexual. Según información del Departamento de Educación de Estados Unidos, en 2014, se reportaron 33 casos de violación en el campus de esta universidad.
El menú infinito
Para el curioso insaciable, el estudiante obseso, Harvard puede ser una experiencia inabarcable: es como entrar a una juguetería monumental en la que solo está permitido comprar tres –y no más de tres– juguetes. La oferta académica es casi infinita. Y el tiempo, escaso. ¿Qué cursos elegir? ¿Qué cursos dejar afuera? Las clases no solo tienen temática y títulos deslumbrantes ("The Empire Strikes Back: Sci-Fi, Religion and Society"; "Humans in Space: Past, Present, Future"; "Science, Power and Politics"; "Science of Cooking"; "Why We Haven’t Cured Cancer Yet"; "Neuroesthetics"; "Neuroscience in Fiction"; "Pyramid Schemes: The Archaeological History of Ancient Egypt", algunas de mis elecciones, un combo con fritas educacional). Los profesores, además, buscan atraer estudiantes con los más originales pósteres, en especial durante la llamada Shopping Week, tiempo al comienzo de cada semestre en el que el alumno puede ingresar a cualquier clase, sentarse y ver si le gusta o no el profesor, o el tema. Si no le interesa, se levanta y se va sin pedir permiso ni perdón.
Aun así, la disciplina secreta, el deporte más practicado en Harvard es el de la contactología. Porque ingresar a estas universidades significa entrar a un club exclusivo: no tanto por los conocimientos que se pueden llegar a absorber en cuatro años –o menos–, sino más que nada por la red de contactos que pone a disposición. Grandes negocios comenzaron en la hamburguesería Bartley’s. Alianzas comerciales se sellaron en el subsuelo de la Harvard Bookstore. Según la revista Forbes, un total de 35 de las personas más ricas en el mundo han surgido de los pasillos de Harvard.
La clave está en su verdadero capital: el estatus. Conecta a sus alumnos con una tradición, un linaje, una elite intelectual. Por eso, Harvard funciona como un imán y atrae a las más diversas e importantes figuras internacionales a dar charlas, conferencias marginales, lecciones de vida: presidentes, celebridades literarias, refugiados políticos, defensores de derechos humanos, perseguidos, gigantes de la tecnología, lords sith de los negocios. Cada uno acarrea hasta estas latitudes, que bordea el río Charles, un relato cargado de recetas secretas: historias de sufrimiento, de persistencia, la narrativa que antecede las mieles del éxito.
En verdad, Harvard no trata mucho sobre lo que se absorbe y retiene en sus aulas o sobre la calidad de la educación, nada superior a instituciones como la Universidad de Buenos Aires. No consiste tampoco en lo que uno es, sino dónde uno está, dónde llegó. Es la apoteosis de la apariencia. Y, si sobrevive a escándalos y a aquella enfermedad llamada elitismo, es porque Harvard ya no es solamente un lugar, una entidad física, sino un concepto. Una idea enraizada en la cultura, en un mundo que aún necesita de sitios como Camelot, paraísos intangibles, aspiracionales y, en cierto grado, ficticios.
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