Polanski revela sus zonas oscuras
Aunque fue Winny Chapman, nuestra mujer de la limpieza, quien dio la voz de alarma tras descubrir los cuerpos a las ocho de la mañana del sábado 9 de agosto de 1969, la cadena de acontecimientos que culminaron en la llamada telefónica la puso en marcha Sandy Tennant, la esposa de Bill. Ella y Sharon eran íntimas amigas y hablaban por teléfono o se veían diariamente. Al llamar a nuestro número de Cielo Drive y no obtener respuesta, Sandy se preocupó. Sabía que hubiera tenido que haber alguien en casa, porque Sharon no tenía previsto salir. Se habían producido algunos incendios en las colinas del norte de Los Ángeles y temió que hubiera ocurrido algo.
Para entonces, John Madden, el socio de Jay Sebring, estaba también preocupado. Al llamar a Sebring, le dijeron que este no había dormido en casa. Entonces llamó a la madre de Sharon, que ya había llamado a su hija sin obtener respuesta. La señora Tate contribuyó a intensificar los temores de Sandy, llamándola para preguntarle si por casualidad sabía algo. Entonces Sandy llamó a Bill, que estaba jugando al tenis y que abandonó el partido de inmediato para dirigirse a Cielo Drive, sin saber nada.
Cuando llegó, los reporteros y fotógrafos estaban congregados a unos doscientos metros de la casa; la policía había bloqueado la calle y acordonado la zona. La prensa se enteró a través del control que habitualmente lleva de las transmisiones en onda corta de la policía. Lo único que se sabía era que se había producido un asesinato múltiple en una de las casas de Cielo Drive.
Fue Bill quien primero identificó a Sharon, Wojtek, Jay y Gibby Folger. Hasta entonces, la policía no sabía quiénes eran. Inmediatamente después, Bill se mareó y vomitó sobre la valla del jardín. Tras lo cual, se abrió paso entre los reporteros y corrió a la cabina telefónica más próxima. Recibí la llamada justo cuando me disponía a salir para acudir a la cita con Victor Lownes. Reconocí enseguida su voz y le pregunté qué tal estaba.
–Mal. –Su voz sonaba distante y amortiguada. Era extraño, porque la conexión transatlántica solía ser tan buena que los comunicantes parecían estar hablando desde la casa de al lado–. Ha ocurrido un desastre en la casa –dijo.
–¿En qué casa? –pregunté.
–En la tuya –contestó–. Sharon ha muerto. Wojtek ha muerto, y también Gibby y Jay. Todos han muerto.
–No, no, no –empecé a repetir. Andy y Michael me estaban mirando con expresión inquisitiva. No podía asimilar lo que Bill me estaba diciendo–. ¿Qué ha ocurrido? –pregunté. Mi mente se aferró a la idea de un desprendimiento de tierras. Si habían quedado sepultados, quizá se pudiera rescatar a alguno de ellos. Por favor, que Sharon esté viva, pensé.
–Roman, los han asesinado –me dijo él entonces.
Fue a decir algo más con la voz entrecortada, pero dejé abandonado el teléfono sobre el escritorio. Andy lo tomó y habló con Bill.
Empecé a pasear en pequeños círculos, con las manos fuertemente apretadas en puño a mi espalda. Oí que Andy llamaba a Gene Gutowski.
–Ven aquí enseguida –le dijo. Momentos después le gritó–: ¡Que vengas enseguida!
Y ya apenas recuerdo nada más. Según Gene, repetía sin cesar con voz quejumbrosa: "¡No, no", y después golpeaba las paredes con los puños y me daba de cabeza contra ellas con tal fuerza que él temió que me fuera a lastimar. Entonces Gene me rodeó con sus brazos y me estrechó fuertemente.
–¿Sabía ella cuánto la quería? –le pregunté en polaco una y otra vez –¿Lo sabía? ¿Lo sabía?
Tony Greenburgh había salido a cenar y no se le pudo localizar. Avisaron a otro médico y este me inyectó un fuerte sedante. Recuerdo vagamente la llegada de Warren Beatty y Victor Lownes, y también de Dick Sylbert, Simon Hessera y, finalmente, Tony. Recuerdo también los constantes timbrazos del teléfono y a Victor gritando: –¡Dejen libre la línea!
Antes de dormirme, recuerdo que le oí hablar rápidamente con el funcionario de servicio de la embajada norteamericana. Después llamó al embajador a su domicilio particular, le despertó y consiguió que autorizara la concesión de un visado de emergencia.
A la mañana siguiente, me encontraba todavía bajo los efectos del tranquilizante. Victor se encargó de todo y consiguió que un vehículo de la Pan American me trasladara, a través de la entrada del personal de Heathrow, directamente hasta la pista de despegue. Gene, Victor y Warren me acompañaron en el vuelo. En el aeropuerto de Los Ángeles, un funcionario de inmigración subió a bordo del aparato para sellarme el pasaporte y me hicieron salir por una puerta posterior. Gene y Victor se quedaron para hacer frente a los periodistas.
Me llevaron a los estudios Paramount y me instalaron en una suite que había sido hacía poco el camerino de Julie Andrews, donde permanecí durmiendo horas y horas. Durante los tres días siguientes, no tuve una idea muy clara de lo que ocurría debido, en parte, a que un médico de la Paramount me administraba sedantes y, en parte, a que me encontraba todavía sumido en un estado de choque. Apenas me di cuenta del exhaustivo interrogatorio a que me sometió la policía. Fue entonces cuando empezaron a circular los rumores.
Varios amigos se turnaron para hacerme compañía: Warren, Gene, Wally Wolf, Dick Sylbert y Bob Evans. Llamé a París e intenté hablar con Gérard Brach, pero me vine abajo. Experimentaba constantemente la sensación de que Sharon no había muerto, de que todo era una pesadilla y de que, de repente, ella iba a aparecer.
Los asesinatos sembraron el terror por todo Hollywood. A pesar de su miedo, todos los astros asistieron al funeral. Fue como una especie de horrible estreno cinematográfico. El único ausente fue Steve McQueen, uno de los más antiguos amigos de Sharon. Jamás se lo perdoné.
El funeral fue un acontecimiento irreal: tenía que hacer constantemente un esfuerzo para recordar dónde estaba. Permanecí sentado al lado de la madre de Sharon, abrazándola y llorando. El sacerdote pronunció una homilía muy conmovedora, pero, mientras él hablaba, un solo pensamiento acudía una y otra vez a mi mente: "Dentro de este ataúd se encuentra el cuerpo de Sharon". Por mucho que tratara de concentrarme, solo podía pensar en la cicatriz que Sharon tenía en la rodilla izquierda. Era una pequeña cicatriz blanca, consecuencia de una operación de cartílago tras haber sufrido un accidente de esquí. Durante toda la ceremonia, lo único que hice fue recordar aquella cicatriz que ya nunca volvería a ver.
Danny Bowser fue el primer investigador de la policía que me interrogó. Lo hizo justo después del entierro y su visita me obligó a sobreponerme a mi dolor. Estaba todavía aturdido; lo único que me mantenía despierto era la necesidad de averiguar lo que había ocurrido. Acompañé a Bowser a la jefatura superior del Departamento de Policía de Los Ángeles, donde el oficial encargado del caso, teniente Bob Helder, se reunió con nosotros en una larga y detallada conversación. Aquella fue solo la primera de varias sesiones indagatorias encaminadas a descubrir quién podía ser el autor de los asesinatos.
Danny Bowser no investigaba directamente el caso. Era un hombre alto, duro y apuesto, con el cabello gris y un ojo de vidrio –recordatorio de un tiroteo–, que estaba adscrito a la Sección de Investigación Especial y a quien se había encomendado la tarea de mantener contacto conmigo. Llegué a conocerle muy bien y a admirarle no solo como detective, sino también como persona. A pesar de su dureza, era un tipo muy amable y con gran sentido del humor.
No había echado siquiera un vistazo a la prensa desde el 9 de agosto. Victor Lownes, voraz lector de periódicos y revistas, fue quien primero me comentó los reportajes que estaba publicando la prensa.
–Se escriben toda clase de locuras acerca de Sharon –dijo muy enojado.
Tan pronto como se descubrieron los asesinatos, los medios de comunicación echaron mano de los chismorreos que circulaban por Hollywood y empezaron a hacer toda una serie de alusiones a orgías, consumo de drogas y magia negra. Hollywood, que es no solo la comunidad más malintencionada del mundo, sino también la más insegura, deseaba buscar una explicación que echara toda la culpa a las víctimas, reduciendo de este modo la amenaza que pesaba sobre la sociedad en su conjunto. Se decía que Sharon y los que habían muerto con ella eran los responsables de sus propias muertes porque se entregaban a siniestras prácticas y se mezclaban con indeseables. Nada de todo aquello les podía ocurrir a las personas corrientes, honradas y temerosas de Dios. Se pasó oportunamente por alto el hecho de que al día siguiente apareciera asesinado en circunstancias similares un matrimonio absolutamente normal apellidado La Bianca.
El corolario de la tesis del "ellos se lo buscaron" era el siguiente: esas eran las películas que hacías, esa era la vida que llevabas... y esa es la muerte a la que te viste arrastrada. Bajo el encabezamiento de "Por qué tuvo Sharon que morir", un artículo que se publicó acerca de los asesinatos resumía toda la actitud de Hollywood y de los medios de comunicación en general, afirmando que habíamos atraído sobre nosotros aquella espantosa tragedia con nuestra extravagante vida de disolución y consumo de drogas. (...)
Los investigadores de la policía conocían los hechos ciertos. Sebring iba completamente vestido cuando lo mataron. No lo mutilaron sexualmente y no llevaba ningún capuchón en la cabeza, sino simplemente el lienzo con que uno de los policías le cubrió las espantosas heridas del rostro. Sharon tampoco estaba desnuda y no le cortaron ningún pecho. Y, finalmente, aunque no en orden de importancia, los asesinatos no guardaban ninguna relación con la droga.
Tuvo que transcurrir un año antes de que emergiera la verdad en el juicio y otros cinco antes de que se presentara una descripción completa y razonablemente detallada de lo ocurrido en un libro que escribió el fiscal de distrito de Los Ángeles, Vicent Bugliosi, titulado Helter Skelter.
Más nauseabundo, si cabe, fue el comportamiento de quienes explotaron los asesinatos, presumiendo de sus relaciones de amistad con Sharon y conmigo y comunicando sus particulares e hipócritas interpretaciones a los lectores de todo el mundo en reportajes publicados simultáneamente en diversos medios. Un típico ejemplar de esta raza fue el columnista especializado en cotilleos de Hollywood Joe Hyams, marido de Elke Sommer, compañera de reparto de Sharon en la película La mansión de los siete placeres.
Los Hyams se habían pasado varios meses tratando desesperadamente de introducirse en nuestro círculo. Cuando Sharon y yo cedimos al fin a sus ofrecimientos y aceptamos una invitación a cenar, su actitud aduladora y su afán de codearse con la gente "adecuada" de Hollywood resultaron tan descaradamente evidentes que tomé mentalmente nota de que jamás me volvería a dejar atrapar por ellos o por otros como ellos. Hyams escribió el artículo "Por qué tuvo Sharon que morir" y la persona que extendió los rumores según los cuales teníamos por costumbre recoger a desconocidos en el Strip y llevárnoslos a casa para que participaran en nuestras orgías.
No tenía la menor idea de que Hyams estaba preparando toda aquella serie de despreciables falsedades. Poco después de cometidos los asesinatos, me llamó para decirme que tenía que facilitarme una información muy útil. Estaba tan deseoso de que me proporcionaran cualquier tipo de información, por escasa que fuera, que accedí a escucharlo. Más tarde me di cuenta de que se había limitado a sonsacarme pormenores con vistas a sus artículos. Se presentaba a sí mismo como íntimo amigo nuestro y uno de sus reportajes llevaba el siguiente título: "La última vez que vi a Sharon". Lo que no decía era que la última vez había sido también la primera y única. Hyams le preguntó a Sharon en aquella oportunidad si le importaría realizar el acto sexual en la pantalla. "Si se hace con gusto, puede ser bonito –dijo que ella le había contestado– y no me importaría demasiado. Es más, me encantaría escandalizar a algunos espectadores del Medio Oeste". El artículo terminaba con esta frase: "Y vaya si los escandalizó".
Sexo, droga, ritos arcanos... eso era lo que los medios de comunicación pensaban que quería el público, y eso es lo que le dieron. La verdad, según las declaraciones de una de las asesinas ante el gran jurado, fue menos llamativa. Cuando ella y sus cómplices irrumpieron en la casa tras haber cortado los hilos telefónicos, encontraron a Sharon, embarazada de ocho meses, conversando con Jay Sebring. Wojtek Frykowski estaba durmiendo en el sofá del salón y Abigail Folger estaba leyendo un libro en su dormitorio. La quinta víctima, Steven Parent, se disponía a subir a su automóvil tras haber visitado al vigilante William Gerretson.
(...) La prensa ofreció una imagen totalmente inexacta de Wojtek Frykowski, describiéndolo como "un destacado camello proveedor de drogas". Wojtek era en muchos sentidos una de las personas más honradas que jamás he conocido. Disfrutaba de su compañía y me sentía ligado por lealtad al viejo amigo gracias al cual había podido realizar Mamíferos y que más tarde había pasado por tiempos difíciles. Yo no le reprochaba a Wojtek su afición a la buena vida. Ciertos visitantes de nuestra casa de Cielo Drive ponían reparos a su perenne presencia, lo llamaban lagarto de salón y lo criticaban por tumbarse a tomar el sol junto a la piscina con un vaso de licor siempre a mano. Pero era mi casa, Wojtek mi amigo y a mí no me importaba que se bebiera mi licor; no había en él nada malo ni secreto.
El mito de un Wojtek traficante de drogas surgió en buena parte de un reportaje según el cual mantenía tratos con unos conocidos camellos. Allá por el mes de abril, Sharon y yo organizamos una gran fiesta. Se presentaron personas que no habían sido invitadas, tal como suele ocurrir en las fiestas de Hollywood. Tres de ellas se pusieron pesadas y las echamos con la ayuda de Wojtek. Un componente del terceto, que conocía a este, juró vengarse. Resultó que eran unos camellos y aquel incidente dio lugar a la teoría de la conexión con las drogas. Se investigaron cuidadosamente las andanzas de aquellos tres hombres, pero los tres tenían coartadas perfectas para la noche de los asesinatos.
Abigail Folger, la amiga de Wojtek, era una rica heredera relacionada con el negocio del café que había sido presentada a este por Kosinski. Era, además, una persona con grandes inquietudes sociales que salía de casa temprano todas las mañanas para dar clase en un centro para niños negros pobres y regresaba agotada por las noches.
Era inevitable, supongo, que la prensa se cebara en Jay Sebring. El hecho de que este pasara tanto tiempo en nuestra casa se consideró una prueba de relación morbosa entre nosotros tres. Lo cierto era que, a pesar de su éxito social y de su barniz superficial de playboy muy seguro de sí mismo, Jay era fundamentalmente un hombre bondadoso y solitario que nos consideraba su verdadera familia, las únicas personas con quienes se sentía auténticamente seguro.
Ninguna descripción de la matanza podía tenerse por completa sin una referencia a la vida sexual de Jay. Entrevistando a antiguas amigas suyas, la prensa descubrió que le gustaba un poco atar con correas y simular azotes. Ello fue suficiente para convertirle en una mezcla de Gilles de Rais y marqués de Sade.
(...) Y, finalmente, estaba la historia del videocasete en que aparecíamos Sharon y yo haciendo el amor, descubierto por un investigador en un altillo del salón. Un periodista afirmó posteriormente que la policía había descubierto toda una colección de películas y fotografías pornográficas de famosos astros de Hollywood. Aunque jamás me hicieron preguntas acerca de aquella cinta, no cabía duda de que se me acusaría de ocultar un significativo aspecto de nuestra vida si no mencionaba su existencia.
El video era el que le había comprado a la Paramount tras haberlo utilizado para grabar los ensayos de La semilla del diablo. Se trataba de un insólito juguete a finales de los sesenta y solíamos distraernos mucho con él. Una noche propuse encenderlo y hacer el amor.