Recostarnos en el placer de lo probado
Desde hace tiempo vivimos en una era marcada por el fin de los hábitos. Reemplazamos nuestros ritos por una constante búsqueda de experiencias. Ni vacacionamos cada verano en la misma playa ni destinamos ritualmente el almuerzo de cada domingo a los ravioles de la nona. Sucumbimos a las modas y las abandonamos tan rápidamente como se nos ofrece otra. De repente aquella zona donde disfrutábamos ir a comer cae en el olvido ante el ascenso triunfal del distrito gastronómico del momento. El mandato es probar lo nuevo, dejarse seducir por lo inexplorado.
¿Es entonces posible para un restaurante nuevo o un flamante bar atraer, como en los viejos tiempos, una clientela habitué? Sí. Los ingleses han hecho un culto al desafío de no sucumbir a las modas sin por eso envejecer, el reto de estar actualizado sin perder el encanto de lo perdurable. Apenas un lugar consigue ese equilibrio afirmamos que tiene destino de clásico. Son esos sitios que saben ofrecernos la seguridad de lo confiable con cierta cuota de sorpresa controlada. Todos conocemos uno.
Para que un lugar nos gane como habitué lo central será siempre la comida y su atención. Los menúes por pasos, que a menudo nos tientan con excéntricas degustaciones, son fantásticos como experiencia, como lo son las ambientaciones en las que muchos restaurantes o bares invierten fortunas. Pero sin una atención que nos haga sentir cómodos ni una comida que colme nuestras expectativas, difícilmente volveremos.
Larga vida entonces para aquellos espacios familiares donde el mozo de siempre nos conoce, donde el gin tonic se prepara en la medida precisa de nuestro gusto, donde la tortilla babé sale invariablemente en el punto indicado. Son los oasis a los que queremos volver. Cada tanto abandonamos nuestro eterno peregrinar para los sentidos para recostarnos en el tranquilo confort de lo probado. Los necesitamos. Ya habrá tiempo de volver a partir a la aventura.
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