Los hipódromos, último refugio de un tiempo pasado, reservan sus monumentales estructuras para un par de citas al año en las que los caballos despliegan su potencia. Vicio y decadencia de una pasión destinada al olvido.
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Por Juan Becerra / Fotos de Leo Vaca
Autódromos, velódromos, canódromos, aeródromos. De cada objeto que se mueve se ha hecho un culto de iniciados para verlo moverse. Allí conviven el fetichismo y la competencia. Pero en ningún caso esas inclinaciones son tan intensas como las de quienes van al hipódromo. Es un caso especial y el punto de reunión de varias pasiones: la del juego, la conversación, el deporte, la naturaleza y el regreso a cierta antigüedad en la que el caballo no era lo que es (un auto con patas), sino una bestia inútil que pastaba en los cerros.
Eso fue hace cuatro mil años, en la Mesopotamia. Por entonces, el animal que hoy en los calendarios temáticos va junto al gaucho como su prótesis o su compañía, merecía el desdén y la indiferencia. ¿Para qué servía? Para andar solo, viviendo de la renta de las pasturas silvestres, sin hombres que los montaran o los ataran a un palenque. Las evoluciones culturales a veces se dan en un instante luego de siglos de observación. Alguien se habrá hecho la pregunta sobre las prestaciones del animal inútil, y la respuesta práctica se dio de golpe.
La inauguración del caballo como bestia de tiro y traslado es, también, el momento cero del jinete. Montarlo, es decir manejarlo, era ejercer un dominio sobre él, calcular sus rendimientos –incluso exigirlos– y darles la utilidad que a simple vista no tenían. Luego se desató el mito y vimos caballos trasladando beduinos bajo tormentas de arena, vimos nobleza en sus belfos, en su fortaleza física y en su escasa agresividad; y Macedonio Fernández vio un destino cómico al pronunciar su máxima: el caballo fue inventado para entretener al gaucho.

Cuando llegó a Santo Domingo, en el segundo viaje de Colón (1493), ya era conocido de sobra. Era menos un animal salvaje que un producto de exportación gratuita destinado a conquistar el espacio virgen del continente al que le sobraban metros cuadrados libres. Pero la llegada a Buenos Aires, o mejor dicho a su prehistoria geográfica, fue en 1536, en la expedición de Pedro de Mendoza al Río de la Plata. Su lansquenete más famoso, Ulrico Schmidl, contó en sus extraordinarias crónicas que esos caballos llegaban al número de setenta y dos. No sabemos, ni lo sabremos nunca, si entonces alguna de esas bestias protagonizó, dado el aburrimiento o la melancolía de sus jinetes, alguna carrera informal.
En los papeles, eso no pudo ser posible. La primera competencia de la que se tenga memoria en España se remonta a 1841, y sucedió en la Alameda del duque de Osuna, fundador de una sociedad de cría. Sin embargo, la historia de los hipódromos reporta que en 1117 se hizo la primera pista de carrera de caballos en Londres. Ya las había sin tanta pompa en Netherby, desde dos siglos a.C. Y las hubo luego con mayor intensidad en 1540, cuando Enrique viii abrió el primer hipódromo de Inglaterra.

Pero ¿qué es un hipódromo? Si la pregunta la hubiéramos hecho hace ochenta años la respuesta habría sido automática: un hipódromo es una pista ovalada donde compiten caballos en carreras de velocidad, rodeada de lujos, personajes de la aristocracia (las celebridades del boca a boca), aroma a perfumes importados, mujeres bonitas con visones, cada cual con su kit de prismáticos, codeándose en el
paddock
con dandis sarcásticos y estancieros distendidos. ¿Quién ganaba siempre esas carrera? Irineo Leguisamo, "solo", como gritaban los nenes de la popular en la canción del tanguero ludópata Modesto Papavero. En realidad no lo hacía solo –para eso debería haber corrido a pie–, sino con una serie de cracks que todavía permanecen en el Hall de la Fama del burrero argentino: Lombardo, Yatasto, Payaso, Filón y Lunático, el caballo de Carlos Gardel.
Los nombres de los caballos: un tema que habría que asociar a las cuestiones más profundas de la lingüística, las que reúnen por simpatía el nombre y la cosa. Son nombres llenos de brillo y misterio. Expresan un deseo poético: el de darnos, con el nombre, una imagen o un carácter humanos. Tomemos al azar algunos nombres de caballos que hoy se presentan en los hipódromos argentinos: Colateral, Skater, Soy Dandy, Corto Plazo, Lamentable, Confiscada, Irrisorio. La lista es infinita, y el sentido que se desprende de ella es tan ambiguo como cualquier cosa que suene encriptada.
Son costumbres que vienen de lejos. Al menos desde 1866, el año en que se fundó el primer hipódromo argentino en la ciudad de Tandil. Haya sido una banalidad colectiva o un gesto de distracción –Argentina participaba de la Guerra del Paraguay–, se reunieron noventa personas y fundaron una asociación llamada Circo de Carreras. Los jinetes de entonces montaban a pelo, con lo puesto, y las carreras eran a varias vueltas, lo que aumentaba las caídas y los colapsos cardíacos de los caballos.
La escenografía actual no es la de 1866, pero tampoco la de 1930, época de la que todavía se conserva el vestuario –el sistema de la moda hípico y las arquitecturas majestuosas– aunque se haya perdido, para siempre, el clima social de las multitudes gritando a favor de un hombre y su animal vehículo. Así es como se ve hoy el Hipódromo Argentino de Palermo: prácticamente vacío, con las enormes tribunas apenas pobladas con islas de dos o tres personas que miran la pista menos como el territorio de los acontecimientos que como un horizonte campestre enclavado en la ciudad, una maqueta de la pampa que trae un poco de naturaleza a la cultura. En realidad, ese vacío no es por el mal tiempo que amenaza las reuniones, sino porque ya no existe el hábito de verlas como un hecho.
Para eso están las pantallas, ubicuas, distribuidas aquí y allá como cientos de ventanas a través de las cuales se puede ver una sola imagen simultánea. Es el acontecimiento el que va hacia el espectador así como la montaña va a Mahoma. Un hombre de 70 años, que desea hablar pero no dar su nombre, tal vez porque fuera de su cultura –digamos en su casa– la idea de un hombre que se pasa la vida en las carreras no puede explicarse, baja sus anteojos de doble foco sobre una mesa del paddock y antes de decirme algo los señala: "No veo nada. Imaginate si voy a la pista. ¿Qué puedo ver? Sombras. Acá tengo aire acondicionado, me tomo un café, anoto cosas en la revista, y cuando largan la carrera la veo por televisión".
Hay algo que el circuito cerrado no capta: el ruido de los cascos sobre el suelo. Es un ruido de malón criollo, de estampida salvaje, es decir de suceso fechado en siglos remotos. En ese instante, mucho más allá de la cultura del turf –con sus reglamentos y sus bolsas de dinero en juego–, se hace presente el caballo como una bestia de músculos prodigiosos sudando sangre por la piel. No es correcto que pensemos en la elegancia como una categoría equina (la elegancia más bien se da en los humanos que imitan la suficiencia y el paso del caballo o de la yegua). Las ideas que surgen de la imagen de esos dioses cuadrúpedos nos llevan a un repertorio de cuestiones que desembocan en dos atributos: el de la fortaleza y la velocidad. Porque el caballo, antes que una imagen de belleza, nos da una certeza insuperable de vitalidad. Al verlo en carrera podemos atribuirle cualquier milagro –el burrero es un sujeto muy, muy supersticioso–, pero en el fondo queda sonando una música de trancos firmes y resoplidos que nos acerca su realidad, pero también su mito de cosa viva: la cosa más viva del mundo.
¿Por qué el apostador prefiere la traducción de la pantalla al espectáculo incomparable de un grupo de bestias galopando? No es sólo porque se ve mejor. Es, también, porque lo más importante de su vínculo con el hipódromo es mucho más el juego que la contemplación de su espectáculo. Para el jugador, el caballo es un número, una especie de pleno de ruleta o un as de póker, y si la suerte es mala será un cuatro de copas.
Pero saber apostar a un animal no es tan sencillo. El azar, a diferencia de otras disciplinas que giran también alrededor de ganar o perder, es intervenido una y otra vez por la naturaleza en su manifestación más simple: la biología. Si un caballo ganador se levanta mal, pierde. Entonces comienza a operar un segundo nivel de suerte (o desgracia). Tómense el trabajo de leer una revista Palermo. Si no se conocen sus contenidos, su sistema de lectura y el sentido de sus jeroglíficos verbales, no se entenderá nada. Hay una sola zona de legibilidad: la tapa. Allí se anuncian los ruedos con títulos muy parecidos a los del diario Crónica: "Intiyaco. El incansable hijo de Intérprete es profeta en su tierra", "Premio Pionero Tal: Flexible los hace de goma". Las páginas interiores son tan impenetrables para nosotros como la cabina de un Jumbo para Pedro Picapiedra. Sobran los comandos. Puede verse, por ejemplo, el turno de la carrera en cuestión, más la longitud de la pista, los nombres de los competidores (el del animal con tipografía destacada), y luego una nube de información, cuyo acceso sólo podría darse a cambio de un episodio de delirio. ¿Qué son la trifecta, la imperfecta, la cuatrifecta, la exacta? La apuesta del turf requiere un arte de la combinación que incluye sabiduría, memoria e intuiciones repentinas. Pero si se mira bien, ese segundo plano de detalles infernales es lo suficientemente claro como para ser advertido. Lo único que hace falta es deseo, un deseo que si no se tiene produce el efecto de estar frente a un horizonte turbio de sinsentido. Así como hay un segundo nivel de suerte también hay un segundo nivel de apuestas. El pálpito o el capricho que ordenan las apuestas alrededor de una ruleta no tienen lugar en el hipódromo.

En el
paddock
del Hipódromo de La Plata, a diferencia de Palermo, que no ha perdido los brillos de época que parecen conservarse –no todos– en una burbuja de eternidad, los estudiosos de las revistas de turf tienen un aspecto más campestre. Será porque el hipódromo está enclavado en, quizás, el único barrio hípico que sobrevive en Argentina. Tiene un rodeo de 1.700 caballos (junto a Palermo y San Isidro suman alrededor de 5.000), pero la mayoría vive en studs externos con aspecto de casas de familia que, en muchos casos, lo son. Es la llamada familia hípica: miles de personas afincadas en un anillo que rodea al hipódromo y le da vida a las reuniones.
Pero si bien en el vestuario del burrero platense hay un dominio de la ropa informal, incluso de la ropa gastada o quemada por los años, también pueden verse los avatares de aquellos dandis de Palermo. Hay una línea social de carácter estrictamente horizontal. Junto al joven de pescadores y musculosa está el señor atildado de traje que conserva gestos de clase. No los juntó la casualidad. Son pares: conversan, intercambian impresiones y riegan el ambiente de una solidaridad extrañísima. El abogado Jesús Plaza se acerca a mi mesa (nos conocemos, pero hubiera apostado a ganador que no iba a encontrarlo allí) y me dice que recién a los 60 años –los que acaba de cumplir– descubrió el atractivo del turf: la mezcla. Es casi una tesis de integración social: "Yo acá recuperé el barrio. Fijate que tenés de todo. Ese que está ahí es el fiscal de los Juicios por la Memoria. Viene siempre. Lo bueno es que en la mesas se sienta un seco con un millonario y en ese momento no existe la desigualdad".
Las mesas del paddock no pueden ser juzgadas sin el entorno de madera centenaria que reviste las paredes. Pero detrás de ese lujo burgués que asocia, naturalmente, decorado con duración (si dura el decorado entonces durará la clase), están los manteles de tela a cuadros que cubren las mesas. Que los manteles cubren las mesas es una forma de decir, porque no lo hacen del todo. Las telas, casi calcadas, tienen decenas de agujeros. Nada del otro mundo, excepto el dato inquietante de que los agujeros tienen el diámetro de una bala. Puedo ver la escena completa que produce ese deterioro. El jugador toma un café mientras sostiene la revista-oráculo con una mano de la que cae la ceniza de un cigarrillo. Siendo un hábito masivo como es, ¿qué sentido tendría cambiar los manteles? Así son –así se hacen– los manteles perforados del hipódromo.
Si la lluvia de Palermo interrumpió la fiesta, y dejó a su comunidad de burreros girando en falso alrededor de un vacío, la tarde soleada de La Plata comienza a reparar la sudestada que duró una semana. Igualmente, todo lo que ocurre es un poco depresivo. Falta correspondencia entre la grandeza de esas tribunas y la pequeñez de las personas que se agrupan aquí y allá para atestiguar –ellos sí, aunque sean pocos– que el turf tiene una realidad a la que hay que remitirse. Sin esa realidad no hay hecho, ni transmisión del hecho en las pantallas de cristal líquido (ni en los monitores antediluvianos de catorce pulgadas situados sobra cada mesa del bar) ni apuestas ni ganadores.
Suena la campana de largada. A lo lejos se ve cómo los jockeys ingresan en las gateras. Las gateras se abren y por fin las cosas comienzan a moverse. Quizá los burreros no les presten demasiado atención, interesados como están en el instante de llegada más que en el curso intrascendente –para ellos– de la competencia, pero la velocidad de los caballos es extraordinaria. En dos o tres trancos alcanzan su velocidad máxima, de unos 60 kilómetros, que pueden sostener 200 o 300 metros sin problemas, a diferencia de los animales terrestres más veloces, como las chitas, que superan los 80 kilómetros por hora pero a cambio de fundirse en distancias muy cortas.
Desde hace muchos años la obsesión por medir las destrezas de animales y máquinas impulsaron al hombre, que añora ser alguno de los dos sin lograr del todo ser ninguno, a confrontar la velocidad del caballo con motos, autos y aviones. El historiador Fernando Mó ha contado el desafío, a principios de los años 70, de los automovilistas Jorge Cupeiro y Juan Manuel Bordeu. Fue en la provincia de Buenos Aires, en una pista de 150 metros. Cupeiro manejaba un Torino, y Bordeu montó su caballo Pelito. Ganó el caballo. La única competencia seria del caballo, según Mó, es la moto de alta cilindrada. Las otras máquinas, mejor que no se presenten.
Regresemos a la carrera. Es una costumbre del ramo oír el relato de los acontecimientos en el momento en que suceden. El relator parte de una voz indiferente y un poco distraída, describiendo el inicio del show sin que se note una pizca de interés personal. Cada palabra que pronuncia significa una sola cosa: que no está pasando nada. Hasta que el grupo de bestias gira en el codo y entonces se produce una transformación. La descripción, como los sucesos de la pista, va ganando velocidad. Se nota en sus variaciones, que van del tono de un locutor con todos los vicios de su profesión (la dicción, el control) a un energúmeno que, en los últimos treinta metros de carrera, pareciera que va a explotar, hasta que luego de describir los cuerpos que un caballo saca a otro se lanza con un graznido degenerado a la frase lapidaria: "¡Y cruzaaaaron el discoooo!".

El premio es de 25 mil pesos, de los cuales el 10 por ciento es para el jockey ganador. Si el jinete es bueno, y tiene una carrera, puede ganar lo que gana un buen futbolista –no una estrella– de un equipo de primer nivel. Las apuestas mensuales en el Hipódromo de La Plata tienen un volumen general de aproximadamente 12 millones de pesos, menos que San Isidro y mucho menos que Palermo, que supera los 20 millones. Son datos que me da un ex funcionario del hipódromo que no desea que lo nombre (como tantos otros). Aprovecho su anonimato para saber cosas: trampas, doping, apuestas clandestinas. Pero sus respuestas me llenan de desilusión. Ninguna de esas artimañas es negocio. Para la apuesta clandestina se manejan montos altos y ninguna garantía de que se paguen los premios. El doping es un control rutinario que, de comprobarse, anula los premios que les corresponden a los caballos ganadores. Y replegarse, es decir ir para atrás, no tiene ningún sentido como sí lo tiene ganar. Porque esos 25 mil pesos de premio equivalen a más de un año y medio de mantenimiento del caballo con sus servicios de stud, herrería, veterinaria, limpieza y otros lujos.
Los caballos que van a entrar en la pista desfilan por una especie de picadero, acompañados de sus cuidadores. Son, sin duda, parejas que parecen abandonarse al poder natural de las elecciones afectivas. El cuidador mira a la bestia, acaricia su cara de caballo y, a cambio, el animal no lo arremete ni se suelta en estampida. Son un equipo. Los curiosos los ven pasar y le dan, con su admiración, un componente de majestuosidad a su paso estelar.
La misma pasión, pero mejor acomodada, debe poder verse en el derby de Kentucky, o en la World Cup del hipódromo de Dubai, donde este año no dejaron cantar a Robbie Williams: no era del gusto de los equinos, que el año pasado sufrieron crisis mentales y estrés provocadas por las columnas de sonido que propalaba la voz del cantante de "Angels". No era para menos. El clásico de Dubai –que en abril de 2007 ganó el caballo argentino Invasor, con la montura de Fernando Jara, un panameño de 19 años– fue hasta hace poco el evento del turf con los premios más altos: seis millones de dólares. Pero apareció su sombra europea: el clásico de Longchamps, en Francia, que agregó a esa bolsa unos 100 mil dólares de bonus para insistir con el clisé cultural de la época: el que sostiene que lo más caro es lo mejor. Es una carrera a la que asisten 55 mil personas, las cuales participan –hay que decir que obligadamente– en un encantador suceso adicional llamado Tarde de los Sombreros.
El ludópata no controla gastos, ni materiales ni sentimentales. Conozco el caso de S. F., un amigo jugador de 45 años que me dejará contar la anécdota con reserva de nombre, pero no de iniciales (será visto como un guiño entre sus compañeros de timba). Cumplió un aniversario de casado con su mujer –viven en el interior del país– y la invitó a un programa completo de actividades conmemorativas. Llegó a Buenos Aires a las dos de la tarde, y a las tres le sacó una entrada a la homenajeada para que viera sola Colateral, la película de Michael Mann, que dura más de dos horas. Así se escurrió en una agencia hípica del centro. Es que casi no se puede no jugar. Hay cientos de agencias por todos lados: en los grandes centro urbanos y en los pueblos más remotos, y tanto puede apostarse a un caballo de carne y hueso que está corriendo a la distancia, pero en vivo como a las carreras virtuales en las que compiten caballos electrónicos.
Las cosas parecen haber cambiado. Para siempre. Los grandes estadios hípicos como Palermo, San Isidro y La Plata reservan sus estructuras monumentales para las grandes ocasiones que se dan, con suerte, una o dos veces al año. Algún día se hará en ellos, mientras los caballos corran en soledad o –peor aún– de espaldas a los burreros, algún Museo del Hipódromo en el que puedan verse los vestigios de una cultura que ya se acabó hace tiempo. Los verdaderos hipódromos actuales son las agencias, un espacio libre de caballos. Entretanto, el burrero se extinguirá o se fusionará con el jugador a secas, que aprovecha los huecos entre reuniones para despuntar el vicio en los tragamonedas. ¿Vicio? Allí donde haya un vicio habrá una ayuda. Llamo a una línea gratuita de atención al jugador compulsivo. Una voz cascada y un poco atemorizante dice que el horario de atención es de 9 a 20. Les juego lo que quieran que mañana me atienden.
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