Un compendio de abrazos y batallas: cómo se forjó mi pasión por la cocina
Muchas veces me pregunto cómo desarrollé mi pasión por cocina y sazón. Busco en mi memoria el sustento de cada recuerdo de la niñez.
En las mismas esquinas lejanas del tiempo conocí el sabor. De similar manera en que todos los niños lo hacen, apoyado en las recetas simples de una casa de familia donde la sal, la carne y las verduras nos alimentaban en el reino de una gran antigua cocina de leña de nuestra casa, que se encontraba colgada en las alturas de unas terrazas de piedra que daban al lago Moreno, en el silencioso Llao-Llao de los años sesenta, a veinticinco kilómetros de Bariloche, en la Patagonia argentina. Convivíamos con las enormes montañas de los Andes, entre las que se destacaba el Tronador, que permanecía muy blanco todo el año con sus glaciares brillantemente altivos.
El jardinero era ruso y la huerta, aterrizada de hortalizas, verano a verano parecía un espejismo de belleza y prolijidad cobijada de los vientos del oeste por viejos coihues que crecían achaparrados sobre la costa del lago. El parque tenía una decena de frutales entre los que se destacaba un enorme cerezo que daba en diciembre unos frutos grandes, dulces y jugosos; también, algunos manzanos, perales y ciruelos, que desde finales de febrero comenzaban a madurar y llenaban mis bolsillos para echarme con los perros a la sombra y comer entre sueños. Algunas hileras de arbustos de grosella, frambuesas y parrillas rojas-amarillas completaban aquel jardín que tuvo un fuerte impacto en mi apreciación del gusto, sobre todo en la percepción de la acidez, ya que año a año me deleitaba comiendo todas las frutas antes de que maduraran, adorando el impacto de la astringencia y acidez en mi boca, especialmente las de grosellas, manzanas y ruibarbo, que crecían al amparo de los fuertes soles del verano y las noches frías andinas. El verdadero refinamiento del sabor me llegó de mi madre y de mi abuela, que tenían un repertorio extenso de deliciosos postres y tortas, como la húmeda de naranjas, la torta al revés de ciruelas rojas, la de chocolate y nueces o la caliente de jamón y queso, que sostenía en su parte superior un crocante de huevo batido y azúcar que contrastaba majestuosamente con su relleno salado. Como a los 18 años ya estaba dentro de una cocina que inspiró mis pensamientos para comenzar a viajar a Francia a trabajar con muchos de los grandes cocineros de aquellos años, y luego a Módena, en Italia, donde trabajé en San Doménico y la Enoteca Pinchiorri en Florencia.
Los años van tallando, moldeando y asentando nuestros pensamientos mientras este bello oficio se aquerencia dentro nosotros, al darle extensión de gusto y técnica, acompañando todas las cosas bellas del vivir que inspiran cacerolas, sartenes, fuegos y cocidos. Porque la cocina, más allá de recetas, es un compendio de abrazos y batallas, de besos y lágrimas que acrecientan nuestra hambre por una verdad que se ve reflejada en la sazón.
Cuarenta años de cocina nos llevan irremediablemente a festejar la simpleza y la sencillez en nuestro hacer, ya que es allí donde vive la gloria del sabor; en el mejor producto, en el llano del aliño y un perfecto punto de cocción.
Cada paso de la vida erosiona y moldea nuestra cocina, y aquellos gestos de amor, goce y lucha debieran necesariamente extender franqueza a nuestro sabor, infligir homenaje al producto, carácter a la sazón y rigor de tiempo a la cocción.
Un cocinero vivirá siempre alerta a estos principios cuidando el detalle, porque cocinar es un examen diario y la nota no debe darla otro maestro o el cliente, sino nosotros, con pinceladas de excelencia y sencillez.
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