Un lugar en el mundo
A 130 kilómetros de Embarcación, en el corazón del chaco salteño, se encuentra la comunidad wichi de la Media Luna. En el paraje, que tiene como único acceso un dificultoso camino de huella de monte, conviven veintiséis familias que hacen frente a las inclemencias del tiempo y la pobreza
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La mano derecha de Marcos se extiende en un saludo respetuoso. De ojos cansados, se presenta con un susurro como el cacique de la comunidad wichi de Media Luna. Es más joven de lo que parece: tiene 57 años y el rostro curtido. Su mano está húmeda, pero no oculta las huellas de haber trabajado desde pequeño la tierra salteña. La misma tierra que hoy se resquebraja bajo sus diminutos y casi desnudos pies.
"Yo nací aquí", dice Marcos, y la mirada recorre el lugar de chozas hechas con ramas, cañas y barro que soportan el golpeteo del viento seco y el abrazo del sol, que desdibuja las sombras de perros famélicos. Perros de piel delgada, que se les pega a los huesos, y de hocicos húmedos.
Veintiséis son las familias que viven en Media Luna. Un paraje ubicado a 130 kilómetros del municipio de Embarcación y cuyo único acceso es un dificultoso camino de huella de monte que en épocas de lluvia desaparece bajo las aguas. Son cuatro, a veces cinco, los meses en los que la comunidad queda aislada por las intensas lluvias, incomunicada del resto de Salta y librada a su suerte. Una suerte tirana que suele llevarse a niños, hombres y mujeres, víctimas de la carencia de recursos básicos. Los datos oficiales duelen, y demasiado: el promedio de vida no supera los 55 años.
Ubicada en el denominado chaco salteño (ver mapa aparte), Media Luna tiene como vecina más cercana a la comunidad wichi de Fortín Dragones, a 25 kilómetros de un camino indomable que los hombres de Marcos suelen recorrer en bicicleta, en un interminable pedaleo que les lleva más de cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta. Las mujeres acompañan, van sentadas en el caño, pero nunca pedalean. Eso es cosa de hombres.
En un castellano poco entendible para quienes lo rodean, Marcos reafirma su lugar: "Siempre he sido un representante de nuestra comunidad, soy nativo de la Media Luna, soy de la clase 48, y la tierra es nuestra vida". En su voz resuena la lucha que el pueblo wichi, al igual que otras comunidades aborígenes, emprende por la pertenencia de la tierra. "Vivimos del monte: cazamos, pescamos, y si no tenemos esto no tenemos nada. Esta es nuestra vida, esto es lo que somos." Parte de la tierra, así se sienten. Parte de un monte que sufre de deforestación y los acelerados cambios climáticos. "Desplazados", dice Marcos cabeza baja, voz baja. ¿Olvidados? El cacique prefiere el silencio a reconocer que se sienten olvidados, y su mirada se clava en lo que él considera el futuro: una modesta escuela que cobija a los chicos de la comunidad y a los criollos que se mudaron a los alrededores para enviar a sus hijos a aprender a leer y a escribir. "Con la llegada de la escuela podemos pensar en un futuro mejor."
–¿Cuál es ese futuro mejor?
–Que cambie, aunque sea un poco, lo que éramos nosotros. La mayoría de los grandes no sabe ni leer ni escribir. Ellos se van a poder defender, van a poder trabajar, van a poder pensar, van a poder luchar. Los chicos nos enseñan.
En el mástil flamea la bandera argentina. Los chicos están en clase. Son más de 45 niños de diferentes edades los que comparten un aula y un maestro.
No tiene nombre, pero sí una historia. La escuela de jornada completa Nº 4757 nació como parte del proyecto Arreglo Mi Escuela, del programa educativo Futuro Cercano, que lleva adelante Coca-Cola en conjunto con la Fundación Escolares y que consiste en la identificación de un problema y en la presentación de un plan de acción para resolverlo. Los integrantes de Media Luna decidieron hacer frente al flagelo del analfabetismo. Antes, para poder estudiar, debían recorrer 11 kilómetros a pie a través del monte, en una zona de prolongadas lluvias, veranos calurosos, con una media de entre 45 y 50 grados a la sombra y largas sequías en invierno. "Recuerdo que cuando yo tenía 8 años había una escuelita cerca de acá, con un maestro –cuenta Marcos–. El me enseñó lo que sé ahora. Allí aprendí el castellano. Aprendí a hablarlo, a escribirlo y a leerlo. Tenía 8 años." Repite la edad, con cierta nostalgia, como si se tratase de uno de los mejores momentos de su vida. "No terminé de estudiar, porque aquellos tiempos no eran como ahora. En la escuela ahora hay comida, hay útiles... En aquel tiempo no había nada, absolutamente nada. No terminé porque tuve que salir a trabajar, mi padre enfermó y después falleció. Y bueno, tuve que empezar a hacer otras cosas. Yo soy el más chico. Tuve otros hermanos, no sé bien cuántos; casi todos murieron."
Al lado de Marcos está don Hortensio, su hermano mayor, el hombre más viejo de la comunidad. Tiene 72 años y una gorra gastada en la que puede leerse el nombre de la banda inglesa de heavy metal Iron Maiden. Habla poco. Es un hombre solitario que apenas entiende el castellano, pero sí conoce la tierra donde nació. Se mueve sin hacer ruido, aparece y desaparece como un fantasma. Necesita escuchar, entrar en confianza, para hablar acerca de su huerta, que cuida con devoción y donde ve crecer (cuando la sequía no hace estragos) zapallos, tomates y sandías. "Una víbora me mordió y tuve que cortarme el brazo a hachazos –cuenta sin que nadie le pregunte–. Y el ojo –muestra el globo ocular izquierdo de un blanco nebuloso– lo perdí por una rama. Una rama me lo lastimó."
La campana de la escuela se hace escuchar. Llegó el recreo. Los chicos salen. Tienen tiempo de jugar y de mostrar sus cuadernos antes de regresar a almorzar un guiso en el que las pocas verduras y fideos flotan en el agua caliente. Allí están ellos, felices, con ganas de contarlo todo. Abren sus cuadernos: las hojas están repletas de letras, de sumas y restas, de dibujos, de historias. Nerio González tiene 7 años, es criollo, y en una bolsita lleva su tesoro más preciado: su cuaderno. Antes de mostrarlo lo aprieta contra su pecho y ofrece, como el que hace una ofrenda, el objeto más querido. El negro del lápiz ocupa cada renglón con una dedicación única. "Cuando sea grande quiero conocer al león, a esos animales de pelo en la cabeza." Nerio vive muy cerca de las chozas de la comunidad wichi. Su familia se asentó en la Media Luna por la cercanía con la escuela. Los criollos y los wichis aprenden juntos, intercambian vivencias en la misma aula en la que desayunan, almuerzan y meriendan.
De impecable y almidonado guardapolvo blanco, el maestro rural Sixto Armando Cuellar también habla del futuro. "Espero poder darles los elementos que estén a mi alcance para sacarlos adelante –hace una pausa; el silencio es tapado por las voces de los chicos–. Tienen muchas ganas de aprender. Los cuadernos son maravillosos."
Sixto tiene 40 años, es padre de tres hijos (11 y 4 años, y un bebé de tres meses) a los que sólo ve los fines de semana, cuando viaja a Embarcación, porque de lunes a viernes vive en una pequeña pieza en casa de una familia criolla. No es un maestro bilingüe, pero reconoce que interpreta más de lo que habla en lengua wichi.
Pegado a una de las ventanas de la escuela, Ronaldo confiesa: "Me gustaría ser maestro". Lo dice como si se tratase de un sueño imposible de cumplir. "Tengo 30 años. ¿Es tarde?", pregunta sin esperar una respuesta. "Quisiera recibir el título de la primaria y así ayudar a los hermanos de la comunidad. Nos falta un maestro bilingüe, un maestro que pueda enseñar a los adultos y a los más chiquitos sin dejar de lado nuestra lengua."
Ronaldo hizo hasta sexto grado en una escuela de Embarcación y, al igual que la mayoría de los jóvenes de la comunidad, dejó de estudiar porque tuvo que salir a trabajar. "Es dura nuestra vida –interrumpe–. Hay poco trabajo, sólo hay changas. Y en el monte uno ya no encuentra lo mismo que antes. Lo que nos queda es salir a porotear –comenta con cierta resignación–. Trabajamos en diferentes fincas en la cosecha del poroto. Nos pagan poco, muy poco, 40 pesos por hectárea. Y trabajar una hectárea puede llevarnos una semana o más."
De caderas anchas y pelo negro azabache, las mujeres se ocupan de los quehaceres de la casa, de buscar frutas, verduras y madera en el monte. De trabajar las hojas del chaguar y transformarlas en adornos, bolsas (la prenda más típica se la conoce como yica), cinturones, pulseras que tiñen con la resina del algarrobo y que luego venden por dos o tres pesos.
Trabajan juntas, ríen, cuchichean, se muestran tímidas ante los extraños y vigilan a los niños que corren descalzos por la tierra. Elena prepara el guiso con su bebé de seis meses colgado en uno de sus pechos. Tiene 38 años y 11 hijos. Los más chicos juegan debajo de la mesa, los más grandes están en la escuela. Elena revuelve el guiso y le cambia la teta al insaciable bebé, que no deja de mamar.
En Media Luna no hay luz eléctrica; por eso la luz del día es aprovechada desde muy temprano, acariciando el alba. "En cada despertar agradecemos a Dios", asegura Emilio desde el interior de la modesta iglesia que construyeron entre todos.
Como otras comunidades salteñas, la de Media Luna responde a la Iglesia Evangélica Asamblea de Dios (proveniente de Noruega) y adopta el cristianismo evangélico como religión. "En la Biblia encontramos las palabras justas para animar al pueblo –comenta Emilio, el hombre que cada día invita desde el estrado de madera a tomarse de las manos en el ruego por una vida mejor–. Dios nos acompaña. Nos pone pruebas, y muchas. Pero tenemos fe en él."
Para saber más
http://www.coca-cola.com.ar/futurocercano
www.fundacionescolares.org.ar
www.fundapaz.org.ar .
Cómo llegar
Ubicado en el denominado chaco salteño, el paraje de la Media Luna está emplazado a 130 kilómetros del municipio de Embarcación. Su único acceso es un camino de huella de monte que en épocas de lluvia desaparece bajo el agua. La comunidad wichi de Fortín Dragones, sobre el corredor de la ruta 81, es el lugar más cercano al que puede acceder la gente de la Media Luna. Está instalada a 25 kilómetros de un camino indomable que los hombres del paraje transitan en bicicleta (cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta) o a pie. Por las intensas lluvias, Media Luna suele quedar aislada. La entidad civil Fundapaz (Fundación para el Desarrollo en Justicia y Paz) contribuye al logro de mejores condiciones de vida en sus zonas de acción.
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