Vivir en jaque
Anatoly Karpov, Viktor Korchnoi y Judit Polgar cuentan cómo y por qué dedican lo mejor de sus vidas al raro oficio de adivinar las intenciones del rival de turno
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El hombre que sale del ascensor y atraviesa lentamente el lobby del hotel alguna vez fue un niño de 5 años. A esa edad en que otros se entregan con alegría a pelarse las rodillas, atraído por la lógica impersonal de un juego en el que su padre se sumergía durante horas, Anatoly Karpov, movido por el amor filial o por la generosa curiosidad infantil, hizo del ajedrez la pasión más importante de su vida.
Bajo y taciturno, el que hoy lleva ligeros sus 50 años alguna vez fue el niño prodigio de la escuela soviética de ajedrez, un país y un deporte en los que nunca faltaron los jóvenes prodigios. Gran maestro internacional a los 15 años, campeón mundial juvenil a los 18, campeón del mundo a secas a los 24, por defección del norteamericano Robert Fischer, Karpov es el ajedrecista que ha ganado más torneos internacionales.
Sería difícil determinar cuándo el juego se convirtió en profesión para el hombre que ahora se sienta a una mesa de hotel y responde cortés y escuetamente las preguntas del cronista. El adolescente Karpov ya dedicaba cinco horas diarias al estudio y la práctica de un juego que aún lo cuenta entre sus máximos exponentes. Y hace más de tres décadas que soporta las largas estadas fuera de casa sorteando, con algo cercano a la impasibilidad, las enormes presiones de los torneos en donde debe medirse con veteranos maestros y genios imberbes igualmente temibles. Esas presiones, en su caso, se hicieron aún mayores cuando su talento pasó a ser uno de los emblemas que el régimen soviético exhibía ante el mundo ubicado del otro lado de la Cortina de Hierro.
¿Cómo es la vida de alguien que prefirió la soledad del estudio -y aprendió a tolerar la soledad aún más ardua del juego en sí mismo, comparable a la de un boxeador o un tenista- a otras profesiones de sociabilidad más franca? Karpov no está dispuesto a admitir que su condición de ajedrecista lo vuelve excepcional y, mucho menos, desdichado. Se apresura a señalar que, en su caso, la verdadera excepcionalidad radica en su modo de ser ajedrecista: "Siempre ha habido otros intereses importantes en mi vida. Tuve y llegué a ejercer otra profesión: soy egresado en Ciencias Económicas de la Universidad de Leningrado. He sido diputado, soy profesor en la Universidad de Moscú, embajador de Unicef para Rusia y los países de Europa del Este, y presidente de una de las organizaciones de caridad más grandes de Rusia". No obstante, el ajedrez ha sido siempre el mayor interés en su vida y, como tal, le ha dedicado el tiempo y la energía propios de cualquier profesión.
Admite que esta actividad perjudicó su primer matrimonio: "Cuando uno se prepara para un torneo tiene que dedicar toda su concentración a eso. Si la pareja de un ajedrecista no se adapta con inteligencia, las cosas no funcionarán. Creo que, en algún momento, luego del nacimiento de nuestro hijo, mi primera mujer ya no pudo soportar la enorme tensión de verme jugar. Uno no tiene tiempo de ponerse nervioso porque está jugando, pero para los que lo rodean es muy difícil".
Según Karpov, las cualidades decisivas de un buen ajedrecista son innatas: "Es muy difícil adquirir la paciencia y la resistencia para estudiar y superar los propios límites. Uno tiene que ser paciente, tiene que ser resistente". Paciencia y resistencia son también cruciales a la hora de enfrentar una derrota: "No hay que lamentarse, lo único que cabe es olvidarla y concentrarse en el próximo juego. Tanto una derrota como un triunfo deben dejarse de lado para enfrentar con calma la siguiente partida".
Karpov dice que nunca se sintió un símbolo del régimen soviético: "De otro modo, no podría explicarse el hecho de que yo sea hoy tan popular en mi país como en el pasado". La caída de la URSS tampoco cambió demasiado su vida: "Tenía entonces el privilegio de vivir del ajedrez, e incluso decidir cuándo y dónde jugar. Y esas cosas no se han modificado".
Cree que este deporte enseña algunas cosas útiles para la vida: "Uno debe considerar muy seriamente las ideas de su oponente, aprender a administrar el tiempo, a hacer planes, a tomar decisiones y hacerse responsable de ellas. Y en un mundo donde la comunicación es cada vez más difícil, el ajedrez reclama la interacción creativa entre dos personas".
Dice que, de no haber sido ajedrecista, podría haber sido un buen matemático o alcanzar una posición más elevada como economista. Admite la posibilidad de que los demás vean en él a un prodigio y, al preguntarle si se siente diferente, responde categórico: "En ajedrez, sí; en lo demás, en absoluto". Pero, a los 50 años, se niega a imaginar cómo será recordado: "Esas preguntas uno se las hace sólo cuando ha perdido la fuerza para hacer nuevas cosas. Y, por suerte, ése no es mi caso".
La joven de cabello castaño y un aire de seguridad sin fisuras sonríe sin acortar distancias al admitir que la decisión de sus padres de educarla en su casa, con profesores particulares y el ajedrez como materia obligatoria, condicionó su destino. Pero esta joven de 25 años, que ha llegado más lejos que cualquier otra mujer en un deporte repleto de hormonas masculinas, se apura a aclarar que no tiene nada que reprocharles a sus padres que, por otro lado, no intentaron fabricar un genio, sino preservar a Judit Polgar y sus hermanas de la mala educación pública en Hungría. En 1991, con 15 años y 4 meses, se convirtió en el gran maestro más joven de la historia del ajedrez, superando por 6 meses el récord que poseía Fischer desde 1959. Llegó a estar en el puesto número 12 del ranking mundial de ajedrez y, entre muchos torneos, el año último ganó el Magistral Najdorf, que en estos días la tuvo otra vez como una de sus protagonistas.
A la obvia pregunta: "¿Qué hace una chica como tú en un lugar como éste?", Polgar responde que moverse en un mundo dominado por hombres no le quitó el sueño e incluso llegó a ser una ventaja: "Si perdía frente a un hombre, nadie se sorprendía porse se consideraba lo normal. Si ganaba, mi rival se sentía humillado". Hoy, esta mujer culta es respetada como una igual por sus colegas, pero esa puerta no se ha abierto para todas: "La próxima mujer deberá ganarse su lugar tan duramente como yo", asegura.
Imagina sin sobresaltos una vida sin el ajedrez "le atraen la fotografía y las computadoras", pero por ahora se siente feliz de encarar este juego como un trabajo, "sin dejar de disfrutar de toda su belleza". Incluso, a pesar de los sacrificios que exigen los torneos: "Muchas horas diarias de estudio y entrenamiento, aunque no más que cualquier profesión encarada a fondo. Y estar lejos durante meses de los seres queridos: mi marido, mis padres y mis hermanas", dice.
Como Karpov, asegura que "el ajedrez enseña a hacer planes, a tomar decisiones y a digerir un fracaso. Estimula la creatividad y obliga a tener en cuenta al otro". Está acostumbrada a ser vista como alguien diferente, pero no le preocupa demasiado.
Ama profundamente a su país y, aunque no se considera feminista, no se le escapa que representa a su género. No puede imaginar cómo pasará a la historia, pero sabe que "si eso ocurre, se dirá que fui la mujer que, en determinado momento, llegó más lejos en el ajedrez". Tan lejos como muy pocos hombres.
Parece un actor que no se resigna a estar fuera de escena. Viktor Korchnoi (Leningrado, 1931), el protagonista de dos duelos memorables con Karpov en los que se jugó algo más que el título mundial de ajedrez, gesticula con todo el cuerpo y modula la voz cargada de acento e ironía. El hombre que, en 1975, decidió no volver a la URSS porque el régimen de ese país ponía obstáculos a su carrera como ajedrecista también se convirtió -involuntariamente, aclara- en símbolo. En su caso, de la intolerancia del régimen soviético.
Korchnoi, cuatro veces campeón de la URSS y dos veces candidato a jugar por el título mundial, dice que aprendió a los 6 años "pero sólo a los 13 o 14 comencé a estudiar ajedrez seriamente". No cree que haya un modo unívoco de aprender a jugar, sino que "cada uno debe hallar el estilo acorde con su personalidad. Tuve malos profesores y perdí mucho tiempo jugando de manera equivocada. Sólo al encontrar mi propio juego descubrí el placer y llegué a un nivel muy alto".
Dice que el exilio no perjudicó su juego, sino su vida personal: su mujer y su hijo fueron retenidos en la URSS durante 6 años.
Mientras impone el ritmo y hasta el tema de la charla, Korchnoi asegura que no le sorprende la mirada del común de la gente: "Todo gran maestro de ajedrez está un poco loco, sólo varía el grado de locura".
El hombre que alguna vez definió este deporte como "una gran lucha, una cuestión de vida o muerto" hoy afirma que "considerar al rival un enemigo puede ser nocivo para la eficacia. Se pierde mucha energía en odiar al otro, cosa que yo experimenté en mis duros enfrentamientos con Petrossian".
Dice que este juego en el que se mezclan la ciencia, el deporte, el arte y una pizca de psicología requiere "una buena salud y una objetividad y una autocrítica muy grandes".
El ajedrecista que resignó el estudio del piano porque sus padres no podían comprar el instrumento también quiso ser actor, pero abandonó "porque mi pronunciación del ruso no era muy pura". Profesor de historia, dice que se inclinó por el ajedrez porque era la única profesión que le permitía viajar fuera de la URSS.
Asegura que el ajedrez le permitió tender una mirada más amplia sobre la realidad. Y no le importa ya que los demás lo consideren un genio o un fenómeno excepcional: "Al fin y al cabo, también a un gran ladrón se lo admira por su insólito talento".
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