Y dame también el pancho...
Nico entró a casa llorando. No con pena. Con rabia. Estaba descalzo y desabrigado. Sin cinturón, sin zapatillas, sin suéter, sin campera y sin mochila. La remera gastada, por fuera de los jeans también gastados; los dientes apretados, el pelo revuelto, los brazos flaquitos y musculosos de chico de 12 años que está haciéndose hombre pegando piñas contra la pared, con impotencia.
"Me afanaron. Me pegaron. Eran dos. Tenían una navaja. Uno me robó; él otro vigilaba. Qué sé yo cuántos años... Sería como yo. Me sacó todo y me dijo: «Dale, dame también el pancho». El pancho, sí, el pancho que yo me había empezado a comer...
Ya era casi de noche, un día de semana de invierno. Nico se bañó y comió en silencio, pero con los ojos todavía rojos y llenos de lágrimas. De vez en cuando se le escapaba algún puchero. Ninguna de las piñas y forcejeos que había recibido lo habían lastimado, al menos no físicamente.
¿Qué decirle a un muchachito de 12 años al que acaban de agredir y robar en plena calle, en una avenida más o menos concurrida de la ciudad de Buenos Aires, delante de la mirada sorprendida pero impertérrita de la gente? No es una misión nada fácil cuando se debaten dentro de uno, adulto y con aspiraciones de coherencia, distintas sensaciones e ideas, muchas de ellas opuestas.
Primero, claro, una frase remanida pero muy importante: que pudiera valorar estar entero y sin daños físicos, porque él sabía bien, leyendo diarios, mirando la tele o viendo simplemente a su alrededor que por menos botín muchos quedaban malheridos, o directamente perdían la vida.
Además de lamentar las pérdidas materiales -todas recuperables, aunque con cierto sacrificio- y pensar en estrategias para solucionar el problema de la falta de carpetas, apuntes y dos o tres libros de la escuela, sin olvidar la recuperación de algunos carnés y documentos, llegó el momento más profundo de la conversación.
-Debés sentir mucha rabia...
-¿Y a vos qué te parece?
-Que sí, y que tenés razón. Toda la razón del mundo. ¿Y vos pensaste por qué estos pibes estarán por ahí afanando y pegándoles a otros? Porque seguro que vos no sos el único...
-Qué sé yo, no sé. Son malos, estaban relocos... Les debe dar bronca...
-¿Bronca de qué?
-Qué sé yo... de todo. De que ellos no tienen, o por dónde viven...
-Eso ayuda un poco a entender. Aunque no siempre los que roban lo hacen porque les falta. Y además hay muchas formas de robar…
-¿Cómo? Robar es robar...
-Bueno, a ver... Cuando pasó lo del corralito, por ejemplo, ¿te acordás de ese señor que lloraba en la puerta del banco y decía que le habían robado los ahorros de toda su vida?
-Sí, me acuerdo. Pobre hombre, cómo lloraba. Y sí, la verdad es que le habían robado. Y un montón.
Nico, un chico de 12 años haciéndose hombre, empezaba a calmarse y a sentir que no era el único damnificado en la amplia constelación de injusticias y tragedias cotidianas. Eso no borraría la agresión, pero posiblemente ayudaría a no cultivar en él un odio ciego e irracional contra sus victimarios.
La idea era evitar la maniobra mental automática de encarnar en ciertos rostros o ciertas acciones la entraña profunda de la inseguridad y el delito, para empezar a abonarla con ejemplos y argumentos basados en una simple pero peligrosa idea: pensar una sociedad y sus problemáticas en términos maniqueos, es decir, de este lado el bien y del otro (el opuesto al nuestro) todo (pero todo) el mal.
-Decime Nico, ¿vos te comerías el pancho mordido por otro chico que no conocés?
-Y... la verdad... creo que no (y hubo algunos segundos de silencio). O sí, capaz que sí. Solamente si estuviera muerto de hambre.
La autora es subeditora de LNR
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