A los amigos, todo
“El Estado es impersonal; el argentino solo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen”, decía Jorge Luis Borges intentando explicar por qué en la Argentina la corrupción es moneda corriente. Si esto lo combinamos con frases que promueven el amiguismo, como la atribuida al expresidente peruano Oscar Benavides que elegí para titular esta nota, se puede generar un coctel explosivo.
Y algo así fue lo que ocurrió hace pocos días. En diferentes países de la región –entre los que se destacan Perú y la Argentina– se destaparon casos en los que un grupo de “acomodados” accedió privilegiadamente a las vacunas contra el Covid. En Perú, en lo que se ha denominado el “vacunagate”, aproximadamente 500 personas fueron inmunizadas en forma preferencial antes de que se iniciara la campaña de vacunación en el país. Entre ellos figuran políticos, funcionarios, empresarios y algunos de sus familiares y amigos, incluyendo un expresidente y la ministra de Salud, que terminó renunciando. Y esto ocurrió en un país que cuenta con algunas de las peores estadísticas de Covid en el mundo y en el que acaba de comenzar la vacunación general con un muy limitado lote de vacunas.
En la Argentina, el episodio fue bautizado como “vacunatorio vip”. En este caso, el ministro de Salud había montado un centro de vacunación exclusivo en la ciudad de Buenos Aires para políticos, funcionarios, sindicalistas, empresarios y otros acomodados por fuera de los protocolos legales establecidos para la vacunación. Todo esto en un contexto de escasez de vacunas (menos del 1 por ciento de la población vacunada) y una atroz ineficiencia en la administración de la vacunación. Frente a la indignación social, el presidente Alberto Fernández pidió la renuncia del ministro de Salud para intentar contener los daños políticos de este escándalo. Algunas fuentes periodísticas sugieren que esto es solo la punta del iceberg y que habría tratamiento preferencial en la vacunación en varias localidades.
La corrupción es el otro virus endémico que afecta a América latina, con un impacto devastador en el sector de la salud. Así, la pandemia del Covid no ha hecho más que empeorar sistemas sanitarios diezmados, con servicios ineficientes e inequitativos, especialmente para los más pobres y marginados. Los montos que se “pierden” en el sector salud por el soborno y la malversación son enormes. Según algunas fuentes, se estima esa “pérdida” en 10 por ciento de los gastos de salud totales a nivel mundial, o sea un equivalente a 500 mil millones de dólares.
Si esto no fuera suficiente, la pandemia misma sirve como caldo de cultivo para un mayor abuso de confianza pública y de poder, algo que no debe sorprender. Un informe de la ONG Transparencia Internacional revela casos en varios países de malversación y desvío de fondos y fraude en contrataciones sanitarias en más de mil millones de dólares, aunque estas estimaciones no reflejan en su totalidad el enorme daño social de una cultura de corrupción.
Lo ocurrido en Perú y la Argentina ha provocado una fuerte indignación social. Se han iniciado investigaciones administrativas y judiciales para determinar responsabilidades de las personas involucradas. Sin embargo, mientras tales hechos merecen nuestro mayor repudio y un reclamo por justicia, deberían también provocar una reflexión profunda en cuanto al trasfondo cultural y moral de estos casos en nuestras sociedades.
En primer lugar, hay que reconocer que no estamos frente a episodios aislados y excepcionales de corrupción. Si bien se dan en un contexto muy especial de una pandemia y son situaciones extremas de “robo” a la comunidad (tratándose de la vida y la muerte de las personas), no dejan de ser el reflejo de una práctica o norma social que persiste en muchos ámbitos y niveles de la sociedad. Este tratamiento preferencial, de amiguismo, aun implicando violación de la ley e impunidad, es conducta normal y aceptable para muchos. ¿Acaso no es común el uso de influencias, privilegios y acomodos para conseguir un empleo o promoción, un beneficio, una beca, una evasión de multa o impositiva, una contratación de obra pública, una decisión judicial y tantas otras situaciones donde el interés particular se antepone por sobre el interés de la comunidad, aun con violación de la ley?
Este favoritismo (o particularismo como lo denominan algunos académicos) está muy arraigado en las sociedades latinoamericanas. Refiriéndose a este fenómeno en México, sociólogo Genaro Zalpa lo caracteriza como un verdadero sistema sostenido por variables culturales de lealtad, confianza y amistad, y donde mucha gente y funcionarios no ven nada que sea inmoral o corrupto. No sorprende entonces que haya líderes políticos y otros actores sociales que no lo conciban como una gravísima violación de ética ciudadana.
Este tratamiento preferencial – “favores”, “acomodos” y “palancas”– permea en todas las esferas públicas y sociales y no pareciera ser un fenómeno nuevo ni que afecte sólo a un sector de la población. Como sociedad y ciudadanos debemos preguntarnos en qué medida somos partícipes y/o tolerantes de este amiguismo o favoritismo en nuestras relaciones sociales. ¿Buscamos o aceptamos situaciones de este tipo, aun cuando impliquen una violación de la ley?
En segundo lugar, debemos tomar mayor conciencia de la injusticia y los costos enormes que tienen para la sociedad estas prácticas de tratamiento preferencial. Una comunidad que promueve, facilita y tolera esta cultura del amiguismo y favoritismo no hace más que empobrecerse y retardar su desarrollo. Al mismo tiempo, erosionan la confianza interpersonal y las instituciones, elemento clave y esencial para la mejora y bienestar de las sociedades. No es casualidad que los países latinoamericanos registren algunos de los niveles más bajos de confianza generalizada en el mundo.
Finalmente, reconociendo esta realidad social y sus costos, cabe preguntarse cómo salir de este dilema social, de este círculo vicioso. Lo cierto es que no vamos a lograrlo con solo promulgar nuevas leyes, crear nuevas instituciones o mecanismos de control. Tampoco alcanza con la renuncia de un ministro y algunos de sus colaboradores. Ante todo, necesitamos internalizar una ética de anticorrupción que llegue a toda la ciudadanía. Hacen falta líderes que exhiban y promuevan valores de imparcialidad y honestidad pública y una ética ciudadana que privilegie la formación de jóvenes en las escuelas y comunidades religiosas. Y, por último, debemos asumir la responsabilidad individual y colectivamente de cambiar una cultura de privilegio y acomodo en favor de una de equidad y mérito.
Es una cuestión de justicia, solidaridad social y amor al prójimo.
Abogado, consultor internacional y académico. Fue abogado del Banco Mundial en Washington DC, investigador en la Universidad de Harvard y docente en el Fletcher School of Law and Diplomacy en Boston