
A propósito de Maurizio Cattelan
¿Hasta qué punto es bueno que el arte sea provocativo y procure generar reacciones por medio de expresiones shockeantes? El episodio que acaba de protagonizar el prestigioso Maurizio Cattelan (Padua, 1960) contiene muchas preguntas y respuestas al respecto.
Como informó LA NACION, Cattelan presentó una instalación al aire libre en Milán que tuvo derivaciones inesperadas. Colgó de un árbol tres figuras de niños pendientes del cuello, como si fueran ahorcados. La impactante foto que acompañó la crónica da prueba del realismo con que estaban confeccionadas las figuras.
El espectáculo no agradó a todo el mundo. De buena fe, suponemos que no agradó a nadie, excepto a personas que en algún momento de su vida probablemente deban afrontar alguna forma de juicio penal si se entregan a sus instintos. Pero menos que a otros le agradó al vecino Franco Di Benedetto, puesto que su sobrinito lloraba de manera desconsolada cada vez que veía la obra de Cattelan. Como él, Di Benedetto produjo su propia intervención urbana: provisto de un serrucho, se trepó al árbol y actuó en consecuencia. Asumió, así, un riesgo artístico superior al corrido por el exitoso Cattelan, que gana millones de euros con sus ocurrencias, ya que nunca le faltan compradores. Di Benedetto -de los dos, el auténtico artista comprometido- resbaló, por desgracia. Se cayó del árbol y se partió la cabeza, por decirlo de modo gráfico; pero los bomberos completaron su tarea entre los vítores de una multitud de hombres y mujeres sensibles.
Hasta aquí, la anécdota no parece sino el corolario de una época desafortunada. Sin llegar a los extremos del artista italiano, muchos otros de sus colegas en todas partes del mundo (incluida la Argentina: ¿recuerdan a los fantoches vestidos como linyeras muertos en el centro porteño?) se han adueñado del espacio común no para embellecerlo, sino para hacerlo todavía un poco más espantable, cosa que siempre resulta posible. Parques y plazas, muros y paseos han sido condecorados con toda clase de adefesios, que prueban que el arte puede ser otra carga pesada de la existencia.
Sin embargo, hay todavía otra cosa a propósito de Maurizio Cattelan: lo azorado que se mostró cuando se enteró de lo ocurrido. Dijo que no entendía por qué se había armado tanto lío y acudió a un lugar común de otros creadores que, como él, pretenden escandalizar al público casi hasta el punto del agravio, pero además quieren que los adoren. Al fin de cuentas -dijo Maurizio Cattelan-, en la calle se ven cosas mucho peores.
Entonces, como la realidad es tan fea y miserable, al artista no le queda más remedio que duplicarla, según el punto de vista comentado. Ya en la calle se podían ver ladrones, mendigos, prostitutas, traficantes de drogas, burgueses de caras angustiadas, indiferentes a todo lo que no fueran ellos mismos. Ahora, además, se ven niños que cuelgan de los árboles.
No hay una sola realidad atroz por remediar. Ahora hay dos: la de las injusticias, la amoralidad y los intendentes sin talento y la de los instaladores que hacen estremecerse un poco más a los mayores y llorar a los chicos.
Todo alivio por la vía de la belleza es un engaño, dice el artista. Pondré ante ustedes un espejo desgarrador y haré de modo que no se pueda evitar mirarlo, añade. Sobre la rama, un segundo antes de la caída, Di Benedetto le responde: ¿con qué derecho quiere usted imponerme sus angustias, sus delirios? ¿Con qué derecho nos niega usted, incluso, a mi sobrino y a mí, la alegría de mirar el árbol? Mientras se repone en el hospital, es bueno suponer que el hombre siente que ha adquirido la estatura de un filósofo, poco menos que un héroe del siglo XXI.