Aprender de grandes
Una había hecho varias experiencias como "meritoria" en películas argentinas mientras era una adolescente, y a pesar de las jornadas interminables de filmación y de las dificultades de una actividad que en el país se practica sin red, tras terminar el secundario en una escuela universitaria, decidió inscribirse en la recién creada Universidad del Cine. Obtuvo su licenciatura en dirección cinematográfica y durante casi dos décadas hizo mil y un malabares para abrirse camino, pero el medio le resultaba refractario. A pesar de obtener reconocimientos esporádicos, chocaba contra una cultura dominada por las "conexiones" e "influencias", en la que el trabajo en negro o ad honorem es la norma y el divismo, una plaga. Hace alrededor de un año, sorprendió a todos con una decisión inesperada: volvería a la universidad. Pero, esta vez, dedicada a la matemática. Al salir de su primera clase en la UBA, exclamó por teléfono: "¡Estoy feliz! ¡Volver a estudiar... qué placer!".
Otra había iniciado la carrera de Ciencias de la Comunicación, pero, como suele ocurrir, la vida se le interpuso en el camino: tres hijos, y las exigencias de llegar a fin de mes ejerciendo una actividad, representante de prensa, sin andariveles ni regulaciones, la fueron alejando de los claustros universitarios. Durante años, mientras intentaba hacer realidad sueños que finalmente se desvanecían, sus cambios laborales fueron frecuentes y vivió en la montaña rusa a la que deben acostumbrarse los trabajadores con contratos temporales. No hace mucho, nos dio la gran noticia: había vuelto a las aulas para obtener la licenciatura. Y lo está logrando a un ritmo vertiginoso: ¡once materias en un año y con las más altas calificaciones! "No te imaginás mi entusiasmo -dijo, hace unos días-. ¡Cómo disfruto de las clases! Me siento a pleno".
Son dos argentinas talentosas, ya instaladas en los cuarenta y tantos, con los mismos problemas que todos los que pertenecemos a ese maremágnum que aquí llamamos "clase media". Carecen de fortuna personal, no provienen de familias prominentes, invierten buena parte de su tiempo en el transporte público y tienen que distribuir los siempre escasos minutos del día en un sinnúmero de ocupaciones. Pero se armaron de coraje para desafiar las absurdas normativas del calendario convencional y le dieron rienda suelta a la natural pasión de nuestra especie: aprender.
¿Será un signo de estos tiempos? En todo caso, el físico y organizador de las TEDxRíodelaPlata debe haberlo detectado cuando lanzó su podcast Aprender de grandes (aprenderdegrandes.com). Cada vez son más las oportunidades que se ofrecen para cultivar hobbies insospechados, sumarse a grupos de estudio del cosmos, volverse astrónomo u orfebre aficionado, o adquirir una segunda (y ¿por qué no una tercera o una cuarta?) lengua.
Aunque tradicionalmente concebíamos los inicios (empezar la escuela, la práctica del ajedrez o la pareja...) como excluyentes de las primeras etapas de la vida, hoy, dentro de ciertos límites impuestos por contar con nuestras necesidades básicas satisfechas, tenemos la oportunidad de dejar que nuestra mente vague por territorios insospechados a cualquier edad. Una posibilidad que anticiparon personajes como Fleming, que descubrió la penicilina a los 47; Verdi, que estrenó Otelo a los 74; Goethe, que publicó Fausto a los 59; Saramago, que se estableció como escritor cuando rondaba los 50; Tolstoi, que, según dicen, aprendió a andar en bicicleta a los 67, y Raymond Chandler, que publicó su primera novela alrededor de los 51 (después de haber perdido su trabajo en una compañía petrolera). Un artículo en La Vanguardia consignaba, hace un tiempo, que en España son más de 25.000 los universitarios seniors (mayores de 55 años) que estudian en formatos como la educación a distancia. ¡Una maravilla! Porque, aunque cueste, debe haber pocas experiencias tan estimulantes como volver a empezar.