Bolivia, ante las señales de un fin de ciclo
Evo Morales llegó al poder en enero de 2006 y se transformó en un presidente excepcional en la historia boliviana. Fue el único desde la restauración democrática que ganó con más del 50% de los votos, y luego fue ratificado una y otra vez con porcentajes aún mayores. Fue doblemente investido: como presidente de Bolivia en el Congreso y como líder indígena en una ceremonia en Tiwanaku. Estuvo en el poder más tiempo que ningún otro mandatario desde 1825 y tuvo una inédita proyección internacional. Logró además un récord de casi una década y media de estabilidad económica y tuvo una conexión única con el mundo popular y la Bolivia profunda.
Este carácter excepcional de su liderazgo llevó a Morales a intentar varios mecanismos para mantenerse en el poder. Uno de ellos fue el referéndum del 21 de febrero de 2016. Pero, después de haber arrasado en las elecciones de 2014, lo perdió por escaso margen, y ante la clausura de la vía plebiscitaria, buscó polémicas vías alternativas para seguir como presidente. Finalmente encontró una opción en un fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional que consideró que el "derecho a elegir y ser elegido", consagrado en el Pacto de San José de Costa Rica para cualquier ciudadano, estaba por encima de la restricción constitucional.
Fue ahí donde chocaron los planetas: el presidente excepcional se enfrentó a las limitaciones del presidente constitucional y la democracia "de los movimientos sociales", que alentaba la re-reelección, colisionó con la democracia "liberal" que la impedía. Fue así como Evo Morales llegó a las elecciones del 20 de octubre de 2019: el desgaste de casi 14 años en el poder -sobre todo en las grandes ciudades y entre las nuevas generaciones- se sumó a la erosión de su legitimidad política e institucional por insistir en un cuarto mandato contra el resultado de un referéndum. Con un capital electoral aún alto pero disminuido, toda la energía oficial se orientó a evitar una segunda vuelta que podría sellar su derrota en las urnas. Después de la elección de 2014, cuando la grieta pareció disuelta al calor de los éxitos económicos y el oficialismo ganó hasta en la díscola región agroindustrial de Santa Cruz, la polarización volvió al país tras el "21F".
El 20 de octubre se enfrentaron dos Bolivias: una más indígena -popular, rural y andina, que sigue apoyando a Morales-, y otra más ligada a sectores de clase media urbana que, sobre todo desde Santa Cruz -aunque no solo desde allí- encontró en Carlos Mesa un candidato para tratar de vencer al actual mandatario. Aunque no llegó a convencer -en Santa Cruz a Mesa lo ven como demasiado paceño y en la oposición más radical, como demasiado moderado- el expresidente (2003-2005) logró atraer el voto útil y posicionarse segundo en las encuestas.
Pero los datos del escrutinio fueron un cóctel explosivo. Si bien Morales obtuvo una diferencia significativa respecto de Mesa, lo que en verdad se jugaba era la diferencia de 10 puntos necesaria para evitar una segunda vuelta (para poder aplicar la fórmula de "40+10" también vigente en la Argentina). Morales la habría logrado, según el escrutinio oficial, solo por décimas: obtuvo el 47,08% y Carlos Mesa el 36,51%. La oposición, que llegó a la cita electoral con la palabra fraude en la punta de la lengua, encontró en ese ajustado triunfo oficialista en primera vuelta, sumado a la confusa suspensión del escrutinio rápido, el argumento para sostener sus denuncias y lanzarse a las calles. El gobierno respondió promoviendo una auditoría de la Organización de Estados Americanos (OEA), pero los sectores más radicales de la oposición piden la anulación de las elecciones, en el marco de una situación curiosa: mientras que el secretario general de la organización, Luis Almagro, es considerado en toda la región un enemigo de los regímenes bolivarianos, en Bolivia la oposición lo considera "cómplice" de Morales, ya que no cuestionó la reelección. En este marco, las líneas de tensión entre oficialistas y opositores, que coinciden con líneas de fractura regionales, sociales e ideológicas, amenazan con generar una espiral de violencia, como ya se vio en las calles con enfrentamientos físicos entre ambos bandos.
Más allá de cómo termine la crisis política en curso, Bolivia parece enfrentarse al fin de un ciclo: el de la "excepcionalidad" de un Evo Morales que contó con dos tercios del Parlamento durante la mayor parte de su gestión. En esos años, el gobierno logró un inédito ciclo de crecimiento y estabilidad económicos mediante la combinación de estatización de recursos estratégicos (hidrocarburos y algunas empresas de servicios públicos), buena convivencia con la banca y la agroindustria, además de la economía informal, y el traspaso de excedentes desde la economía extractiva hacia la productiva. Todo eso en el marco de un dólar fijo, de facto, que funcionó como un anclaje de expectativas. Luis Arce Catacora quien, excepto un receso por enfermedad, ocupa el Ministerio de Economía desde 2006, definió su modelo como "socialismo con estabilidad macroeconómica". Sin duda es la contracara de la situación venezolana.
No obstante, la mejora económica no tuvo como correlato un cambio en el modelo productivo, ni, sobre todo, mejoras institucionales. Bolivia pasó de la "democracia pactada" de los años 90 -cuando nadie obtenía mayoría y las coaliciones se sostenían con escaso pudor en un reparto de cargos públicos- a una democracia hegemónica, en la que el Movimiento al Socialismo (MAS) viene controlando el poder estatal y social, ya que la mayoría de las organizaciones del mundo plebeyo apoya al gobierno. Esto le dio al país un inusitado periodo de estabilidad, pero al mismo tiempo se fue extendiendo el rechazo de sectores medios urbanos a lo que perciben como un ejercicio poco pluralista del poder (en parte por los propios resultados electorales, que dieron una y otra vez al MAS porcentajes superiores al 60%). Si Morales en algún momento pensó buscar un sucesor, lo ocurrido en Brasil -con el impeachment contra Dilma Rousseff, sucesora de Lula Da Silva-, en Ecuador -con la "traición" de Lenín Moreno a Rafael Correa- y la Argentina -con la derrota de Daniel Scioli- lo alertó sobre el azaroso devenir de las candidaturas alternativas. Eso se sumó a su autopercepción como líder imprescindible del "proceso de cambio".
La actual crisis postelectoral, más allá de las discusiones acerca del manejo del escrutinio, expresa un agotamiento de esta forma de gobernar. Entretanto, en la vereda de enfrente de Morales conviven sectores democráticos deseosos de alternancia con grupos de la vieja élite desplazada que buscan aprovechar el momento político para tratar de recuperar un lugar bajo el sol en la política, y eventualmente en el Estado. Con todo, la oposición no puede ignorar que la percepción de Bolivia sobre sí misma cambió. Si en el Álbum del Centenario boliviano de 1925 -como mostró la historiadora Françoise Martinez - casi no había indígenas o estos eran meras rémoras del pasado, casi 100 años después estos se han metido de lleno en la foto de familia a fuerza de revoluciones, elecciones y también de ascenso social. Pero el gobierno tampoco puede desconocer las demandas democráticas y republicanas, sobre todo presentes en las ciudades. Ignorar una u otra de estas cuestiones podría volver a resucitar los viejos fantasmas de la ingobernabilidad nacional y hacer retroceder al país varias décadas en su historia.