Alberto Fernández, un presidente atormentado
A la pandemia el jefe del Estado suma la crisis económica y la conflictiva relación con Cristina
Atormentado significa torturado, martirizado, agobiado, desolado, preocupado, ansioso y desesperado, entre otras muchas cosas. Atormentar es causar dolor o padecimiento psíquico a una persona. ¿Puede ser considerado Alberto Fernández un presidente atormentado? Veamos: si no estuviera, de alguna manera, preocupado, ansioso y hasta por momentos desesperado, no sería ni humano ni sensible. De manera que algunas de esas acepciones le podrían calzar como un buen guante. Por otra parte, ya sabemos que un superhombre no es. Que comete errores. Quizá demasiados. Y también sabemos, porque lo dice a cada rato, y no hay por qué no creerle, que le importan mucho más las muertes, una sola muerte, que la caída del PBI o el aumento de la recesión que provocará la pandemia.
Es probable, además, que todos los jefes de Estado del mundo estén pasando por una situación personal más o menos parecida. Pero a la de Alberto Fernández hay que agregar, sin duda, otros graves problemas que muchos países no tienen. O los tienen más o menos controlados. Con grandes posibilidades de solucionarlos, en el corto o en el mediano plazo. En el caso del presidente argentino, el de la macroeconomía es el peor de todos. Una pandemia dentro de otra pandemia. Porque, mientras dure, provocará una cantidad indeterminada de muertes. Para ponerlo en términos más o menos científicos: muertes de segunda generación que, quizás, en parte, también se les podrían achacar al coronavirus.
Un repaso breve y superficial. Caída del PBI de casi el 6%, como admitió el ministro Guzmán en su respuesta a uno de los fondos de inversión. Altísima inflación, superior al 50% anual. Abrupta caída de la recaudación. Aumento exponencial de la desocupación y la pobreza. Un mayor desbarajuste en los ya deteriorados servicios de la salud y la educación, públicos y privados. Incremento de las enfermedades asociadas al coronavirus. Y también de las enfermedades que no fueron atendidas debidamente durante la cuarentena, incluidas las que corresponden al capítulo de salud mental y emocional.
Lo que el Presidente calla o no explicita es su otro gran problema: Cristina Fernández de Kirchner. Para esconderlo o disimularlo, Alberto F. ya probó una receta: puso un enemigo afuera
Para agarrarse de alguna pequeña esperanza que le permita soñar con un futuro, no solo a él, sino también al resto de los argentinos, Alberto Fernández compara este momento con la crisis de diciembre de 2001 y, sin ningún rigor científico, solo nos pide una muestra de fe, al repetir: "Si salimos de la peor crisis de la historia reciente gracias a Néstor Kirchner y al gobierno que integrábamos, ¿cómo no vamos a ser capaces de salir de esta?".
Pero lo que el Presidente calla o no explicita es su otro gran problema: Cristina Fernández de Kirchner. Para esconderlo o disimularlo, Alberto F. ya probó varias recetas: puso en enemigo afuera, argumentando que los quieren hacer pelear; explicó que no se podía dar el lujo de prescindir de sus sugerencias y sus consejos, porque había gobernado ocho años y sería un necio si la desoyera; se colocó el traje de caballero educado al repetir que, en vez de convocarla a la quinta de Olivos, iría mil veces a su casa o a donde ella lo citara, y hasta le agregó al problema el dato de color del mate cocido para darle más familiaridad y menos dramatismo a cada "cumbre" que comparte con Ella.
Bien. Nada de eso parece haber funcionado. Y no vamos a desarrollar acá ninguna defensa ante la falsa acusación de que queremos demonizar a Cristina Fernández. No estamos obsesionados con su figura, como insinuó el ministro de Justicia de la provincia, Sergio Berni, el lunes, en Mirá. Pero no la subestimamos. Y tampoco nos creemos el cuentito de que Cristina, que "lo había entregado y logrado todo", terminaba, finalmente, dando un paso al costado. Que la única preocupación era su hija Florencia. Ni siquiera suscribimos la idea de que se había ganado el cielo con el enorme acto de generosidad de transformar a Alberto Fernández en presidente.
No hay que ser una luz para comprender que Cristina lo hizo porque sabía que "con ella sola no alcanzaba". Porque el candidato fue funcional a su plan de volver al poder. Y ahora le reclama a Alberto que cumpla con la parte del trato que, dentro de su lógica, le correspondería: que le saque de encima los juicios que existen en su contra.
¿Por qué sostenemos que Alberto F. y Cristina F. no son lo mismo? Solo describimos hechos. Hechos comprobables. Ella no le mostró al Presidente el mínimo apoyo ante la mejor decisión que tomó para frenar el avance del Covid-19: implantar una cuarentena muy estricta, con un casi unánime apoyo de la población. Fueron tan acertadas las medidas, la manera de comunicarla y la adhesión masiva que generó que Alberto, a pesar de los innumerables y graves errores que cometió su gobierno, sigue gozando de una aceptación sideral, de entre el 60 y el 70% de la población, dependiendo de la encuesta que se tome y la pregunta que se haga.
Ella no dio ningún paso al costado, sino que sigue muy atenta lo que pasa en las áreas más sensibles del Gobierno. ¿Cuáles? La que corresponde a la negociación por la deuda. También está demasiado atenta a los nombramientos en los ministerios, secretarías, direcciones y empresas del Estado que son consideradas las mejores cajas para hacer política.
Por otra parte, es evidente el copamiento del cristinismo en el Ministerio de Justicia. Porque después de la ministra Marcela Losardo, casi todo por debajo de ella es tropa propia. El secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, y el viceministro, Juan Martín Mena, ocupan los dos cargos más rutilantes. Vale la pena recordar los últimos movimientos de ambos para que nadie tome los hechos por suposiciones. Pietragalla pidió la prisión domiciliaria para el corrupto confeso Ricardo Jaime y la liberación para Martín Báez, hijo de Lázaro Báez, acusado de lavado de dinero. Y Mena, exespía de la AFI, encargado del programa de testigos protegidos, negoció con los presos del penal de Devoto un plan para mandar a su casa a unos cuantos, en el contexto de la epidemia del coronavirus.
¿Por qué Alberto Fernández no les pidió la renuncia a Pietragalla y a Mena? ¿Por qué, en vez de sostener sus convicciones, se dio vuelta y le "prohibió" a su propia tropa hablar de "albertismo" si podría estar construyendo una fuerza que le responda en las próximas elecciones legislativas? Todo esto hace pensar que lo que habría alterado el precario equilibro entre Alberto y Cristina no sería solo el apoyo masivo al Presidente, sino también la caída en las encuestas tanto de la vicepresidenta como del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof.
Así, en los últimos días, al presidente agobiado por el Covid-19 y la economía se le habría agregado el hombre preocupado por evitar que Cristina se enoje y rompa el precario acuerdo no escrito que sostiene a la sociedad que gobierna. Se habría autoimpuesto la ética de la responsabilidad por sobre la ética de la convicción. Y cada vez que surge alguna duda el mismo Alberto Fernández se encarga de repetirlo. Dice, a quien quiera escucharlo, casi con las mismas palabras: "Con Cristina estuvimos sin hablarnos 10 años. Ahora no nos vamos a pelear nunca más. Y cuanto más nos quieran hacer pelear, más unidos nos van a encontrar".
¿Qué necesidad tiene alguien de repetir cada cinco minutos lo que para él es obvio? ¿Acaso podría darse el lujo Cristina de ser ella la responsable de un divorcio catastrófico? Quizá sea el tiempo de pensar en enfrentarla en las urnas, para no vivir condicionado. O atormentado, ante cada mensaje de WhatsApp que reciba de su compañera de fórmula, mientras trata de decidir de qué manera saldremos de la cuarentena.