Coronavirus: No es lo mismo acatar que obedecer
La paradoja está en los cimientos de la naturaleza humana. Las mejores ideas surgen cuando no estamos tratando de que se nos ocurra una idea y solos somos felices cuando no estamos pendientes de la felicidad.
Hablaba con un amigo muy querido el otro día sobre el sentido de la vida. Con él debatimos todo el tiempo sobre todo; es un poco nuestro inagotable póquer personal. En un momento, me acusó (el verbo es mío y es adrede excesivo) de "una obcecada buena intención de creer que la vida tiene sentido". A lo que respondí que, a mi juicio, es al revés, que el sentido es lo que nos mantiene vivos. En mi caso, ese sentido proviene de la escritura; no podría vivir ni pervivir sin esta orfebrería.
Pero el dilema persiste. Buscamos el sentido sin antes haber definido muy bien qué es; o bien aceptamos la acepción del diccionario y tratamos de entender cuál es la razón de ser, la justificación y finalidad de la vida. Si quieren saber mi opinión, esa clase de planteo es una estafa semántica.
Para empezar, y el obstáculo no es menor, todo lo que existe tiene una razón de ser, una finalidad y una justificación cuando está completo. No muchos estarían dispuestos a admitir que el sentido de esa semilla minúscula es la colosal secuoya. O que vastos bosques prehistóricos terminaron abasteciendo a la civilización de la energía para progresar, pero también para quebrantar el clima. Convengamos en que casi todas las biografías son impredecibles.
Así que mientras no recorramos todas las páginas de los días, es imposible estar seguros de cuál es el sentido de nuestra vida. ¿O acaso el interrogante es sobre la vida en general?
Si a veces nos preguntamos por el sentido de la vida en general es porque nos fuimos divorciando del milagro de la naturaleza y no somos capaces de ver que el sentido es estar vivo. La secuoya, la brizna de césped, ese gorrión, nosotros. La vida es el sentido, no busquen más.
De todos modos, con mi amigo nos enredamos en el filosofar delicioso y la argumentación afilada. Amamos el debate sosegado, pero implacable. Hasta que llega una pandemia y pone fin a toda controversia. Estaba hace poco en mi jardín y percibía, en el aire fresco de la mañana, el silencio anómalo y amenazante de la cuarentena.Me di cuenta entonces de algo. El aislamiento social nos ha arrebatado la libertad de movimiento y de reunión, dos de nuestros derechos fundamentales. Sabemos que es necesario, soy el primero en apoyar esta medida. Desde el intelecto y la razón, entendemos que, frente a un virus tan agresivo, taimado y dañino, el distanciamiento es clave. Pero somos más que intelecto, y ahora venimos a descubrir que nos pasamos siglos deliberando sobre las libertades individuales, sobre modelos de sociedad y todo eso, y que no había en realidad nada que debatir. Somos los únicos seres libres de la Tierra. Nuestra libertad es ineludible. Hasta renunciar a la libertad es un acto libre; de otro modo no habría nada a lo que renunciar.
Que las sociedades pueden ser amansadas por medio de la opresión, sí, claro, basta leer un poco de historia. Pero, hoy, aquí, entre nosotros, la sola idea de no poder salir de casa cuando se nos da la gana y juntarnos con quienes se nos ocurra nos rebelaría. Emitimos nuestra opinión sin esperar represalia, profesamos la fe que ilumina nuestro espíritu y disfrutamos del derecho (y el lujo) de vivir sin miedo. Nada de eso se discute más. Ese es nuestro espíritu. No somos desobedientes ni sediciosos, sino indóciles.
Pero ahora no debemos salir ni reunirnos, y vivimos con algo de miedo. Espero que, al menos respecto de los derechos fundamentales, esta pandemia haya puesto fin al debate. Nos quedamos en casa, resistimos, apretamos los dientes, acatamos. A pesar del desastre económico que les causa a muchos, acatamos. Elegimos acatar. No es lo mismo que obedecer. Somos ciudadanos porque somos libres. Incluso en este encierro, seguimos siendo libres.