Desvelada. El palacio que flotaba en una flor
Aclimatada a los jardines del Londres decimonónico, la victoria amazónica es muy real, pero enciende las más etéreas fantasías
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Los vecinos de la casa del fondo tienen en su jardín unas macetas enormes con plantas de agua. Yo me trepo a la medianera y espío, pero están del otro lado de la casa y no puedo verlas. Además, la pared es alta, y si mamá me ve encaramada ahí cerca del gomero me reta. Sobre todo porque tiene vértigo, uno que me heredó ahora de grande. Cuando la vecinita me invita a jugar llevo mis muñecas, pero más que nada me gusta acercarme a las macetas y quedarme mirando de cerca ese mundo acuático bajo el sol de la tarde. Algunas plantas son tan pequeñas que parecen haber caído casualmente sobre el agua como papel picado verde y flotan ahí como quien no quiere la cosa. Otras tienen raíces largas que llegan hasta el fondo y si las levanto con dos dedos parecen tener una cabellera rubia mojada por el mar. Hay unos nenúfares que me gusta empujar con un dedo para ver cómo se desplazan despacio por la superficie. Tienen una hoja que es una balsa circular perfecta y si coloco con cuidado un muñequito de esos que vienen adentro del chocolatín Jack, lo sostiene con comodidad sin hundirse y lo llevan a navegar por el estanque.
En 2022 unos botánicos ingleses descubrieron un nenúfar gigante que se había escondido a la vista de todos por 177 años, confundiéndose con dos primas hermanas ya conocidas, la victoria amazónica y la victoria cruziana. Con hojas de una superficie de tres metros de ancho y un tallo que puede sumergirse más de siete metros, flota casi imperturbable en las aguas quietas de la cuenca del Amazonas en Bolivia, pero uno de ellos lo hacía entre la colección del Jardín Botánico Real de Kew. Dado su parentesco con otras dos especies, se lo bautizó victoria boliviana.
Su pariente más directa, otra gigante, la victoria amazónica, tiene unas flores que viven solo un día y dos noches. La primera vez que florece lo hace una tarde, casi al anochecer cuando se esconde el sol. Es una flor blanca que emerge de un gran capullo cubierto de espinas, con cientos de pétalos y un aroma que recuerda al de un ananá, a ese perfume que larga cuando el cuchillo corta la primera tajada. Al amanecer se cerrará para volverse a abrir en la segunda noche, esta vez de un rosa casi rojizo propio de una despedida apasionada. Para la mañana siguiente, cuando salga el sol, se habrá cerrado y desaparecerá para siempre. Debajo del agua, madura su fruto.
Los jardines de Kew, en Londres, tenían una larga tradición de plantas acuáticas y cuando trajeron una semilla del lirio gigante de Bolivia en 1849 todos trataron de hacerla crecer y fallaron. Famoso por su habilidad con la jardinería, fue el ilustrador, paisajista y naturalista inglés Joseph Paxton el que logró hacer brotar las últimas semillas y aclimatar la planta a su nuevo entorno. Cuando floreció, fue un verdadero fenómeno en la época y fascinó a la propia reina Victoria, que terminó nombrando a Paxton caballero. Él, por su lado, la honró llamando a la flor victoria amazónica.
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Paxton estaba obsesionado con aquella planta y convencido de que las hojas podían soportar el peso de un niño. Tanto es así que sentó a su pequeña hija Annie, vestida de hada, sobre un ejemplar de victoria: hay ilustraciones de la niña sentada feliz sobre el nenúfar. La robustez detrás de esa aparente fragilidad con las venas en la parte inferior de la planta organizadas como un sistema de contrafuertes “con vigas transversales y soportes” inspiraron a Paxton para un proyecto arquitectónico sin precedentes: el Palacio de Cristal, un magnífico castillo de hierro fundido y vidrio hecho para albergar la Gran Exposición de Londres en 1851.
La robustez detrás de esa aparente fragilidad con las venas en la parte inferior de la planta organizadas como un sistema de contrafuertes “con vigas transversales y soportes” inspiraron a Paxton para un proyecto arquitectónico sin precedentes: el Palacio de Cristal, un magnífico castillo de hierro fundido y vidrio hecho para albergar la Gran Exposición de Londres en 1851.
A los ojos de los que la miraban, la construcción, llamada The Crystal Palace, parecía estar casi suspendida en el aire y sus líneas delicadas mantenían a todos boquiabiertos, casi temiendo su colapso en pleno Hyde Park. Pero salvo por el fuego que lo hizo arder en noviembre de 1936, se mantuvo de pie como símbolo de poder del imperio. El día de su inauguración la reina Victoria proclamó: “Este día es uno de los más grandes y gloriosos de nuestras vidas…”.
El muñequito de Jack flota sobre su hoja, en un estanque que es una pequeña versión del Amazonas, como lo hizo Annie Paxton en los jardines de Kew, sin saber que casi un siglo más tarde una niña rubia en un jardín de Olivos, en la Argentina, envidiaría su suerte.