El derecho a la vida genuina
Si pudiéramos referirnos a la naturaleza en términos humanos, proyectando en ella los valores que solemos atribuir a nuestros actos, a menudo diríamos que es cruel e impiadosa. Y nunca lo es tanto como en los casos de aquellos bebes que vinieron al mundo con graves defectos físicos y deformidades. O peor aún, cuando fueron condenados a "vivir" conectados a una máquina de por vida. El nacimiento de un niño en semejantes condiciones transforma una ocasión de una esperanzada alegría en una de inmenso dolor.
Es la historia de Camila, la beba que llegó al mundo dos años atrás pero que, sumida en un estado vegetativo irreversible, "sobrevive" gracias al soporte vital que le permite respirar y alimentarse. No llora, no parpadea, no traga, no se mueve. Y nunca lo hará. Nunca reconocerá a sus padres o a su hermanita. Nunca sonreirá ante un juguete, porque nunca llegará a ser consciente.
Tradicionalmente, la Doctrina de la Santidad de la vida humana guió las conductas del fin de la vida. Según sus premisas, si la vida es un bien dado al hombre por su Creador, es Dios quien la concede y es Dios quien la quita. Lo cierto es que casi todos compartimos la idea de que la vida humana es sagrada, independientemente de que fundemos su sacralidad o bien en un Dios personal, tal como se sostuvo esta creencia desde tiempos inmemoriales, o bien en el valor intrínseco que le atribuimos a la vida per se . La santidad de la vida humana -religiosa o secular- fue el argumento nuclear en el que se centró la prohibición de intervenir en las prácticas asociadas al concepto de la denominada "muerte digna".
Y ese orden inmemorial conservó su sentido a lo largo de la historia humana. Sin ir más lejos, cincuenta años atrás, enfrentados a esos escenarios, no había nada que se pudiera hacer, y esos niños morían rápidamente tras el nacimiento. Pero ahora disponemos de unidades neonatales de terapia intensiva, equipadas con respiradores y otros medios para mantener a los recién nacidos artificialmente con vida. Estas nuevas alternativas fuerzan a los padres a tomar decisiones instantáneas en un momento en que no están preparados para pensar con claridad y lucidez. ¿Deberían insistir para que se haga todo lo posible para salvar la vida del bebe? ¿O se debería pedir que se intentara una muerte lo más indolora posible? ¿O tal vez dejar, simplemente, "que la naturaleza siga su curso"?
La aparición de estas nuevas tecnologías biomédicas irrumpieron este orden milenario, pues por primera vez en la historia humana ciertas intervenciones invasivas -condensadas en la expresión "encarnizamiento terapéutico"- obligan, presuntamente, a respetar aquella santidad de la vida fundada esta vez en un equívoco, porque no se trata de la vida que Dios concede y quita, sino de una vida artificialmente sostenida.
Ese sentimiento equivocado de respeto hacia la santidad de la vida, de más está decirlo, se cobra sus piezas sacrificiales: un ser humano que sufre cuando, antes de los progresos biotecnológicos, hubiese abandonado este mundo cuando debía abandonarlo. Y una familia que, acompañándolo, también sufre. ¿Cómo no pensar en los efectos devastadores no sólo en sus seres queridos sino hasta en los profesionales que deben cuidar de quien nunca llegó a vivir, y sólo respira porque una máquina lo hace por ella?
La vida puede ser vista, en esas circunstancias, más como una injuria que como un don. Casi ninguna persona éticamente responsable puede defender hacer esfuerzos heroicos para salvar la vida de niños con deficiencias muy graves. Ni el Estado, amparándose en la vida como un bien jurídico a proteger, puede obligar a defender una vida artificialmente sostenida. Alentar tanto sufrimiento existencial es desatender uno de los derechos humanos más básicos: el derecho a la vida. A la vida genuina y no forzada artificialmente.
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